influir en la sociedad, en el cambio inaplazable, en la construcción de un mejor futuro para todos.
Bibiana nos sumerge en un mundo mágico, en donde percibimos las verdades ocultas de las diversas personalidades presentes en su trabajo, de la misma forma en que una experta interpreta una radiografía contra una pantalla luminosa y conoce en detalle las inclinaciones y los deseos encubiertos de los entrevistados que ella consigna con exquisita maestría y humor en estas páginas intensas, profundas, emotivas y bien documentadas.
Sólo le pediría un único favor a Bibiana: A tus lectores ya nos urge la edición de un nuevo libro tuyo, “Muy personal ii”.
Héctor Aguilar Camín
Escritor
La guerra de Galio y la memoria mitológica
Vamos a platicar de ti, de tu familia, de dónde vienes.
Mi mamá es cubana, hija de españoles, mis abuelos maternos eran asturianos. Tuvieron tres hijos: mi tía Luisa, que fue como mi segunda madre, nacida en Asturias; y mi madre y mi tío Raúl, nacidos en Cuba. Luego de 18 años de crianza en Cuba, vinieron a dar por azares del destino con su padre, que se había ido por segunda vez a hacer la médica. La primera, había ido a La Habana y después de la crisis del 29 en Cuba, tuvo que volver a salir. Anduvo dando tumbos hasta que encontró este pueblo pequeñito de ocho mil habitantes, en donde había mucha obra pública y a él, que era maestro de obras, le dieron un contrato. Construyó una casa privada y luego construyó aljibes. Entonces, decidió traerse a su familia a vivir a Chetumal.
¿Tu madre conoce allí a tu padre?
No, lo conoce en la Ciudad de México, en un lugar donde se reunía gente de Chetumal, que estudiaba o trabajaba aquí. Cuando mi madre llegó a Chetumal, mi padre estaba estudiando aquí y se conocen en una fiesta que hacen unos chetumalenses. Mi padre sabía quién era ella, la traía siempre en el radar, y un día que la vio pasar cuando iba para el baile, la siguió. Entonces, mi abuelo paterno, que era muy mujeriego, vio que estaba bailando con mi mamá y que la hacía reír, y le dijo: “he perdido las dudas que tenía sobre ti, si pudiste hacer bailar y reír a la cubana, vas a poder con cualquier cosa en la vida”.
El abuelo que trastocó la vida de tu padre.
Mi abuelo era un hombre de un extraordinario vigor y de un carácter increíble. Llegó a ser uno de los empresarios más fuertes de Chetumal. No es decir gran cosa, salvo porque en esos años llegó una especie de fiebre del oro, bajo la forma de fiebre de la madera, que entonces era muy demandada en el sur de Estados Unidos y en La Habana. Había un gran boom de construcción y mucha necesidad de maderas preciosas, de cedro, de caoba. Esa generación de mi abuelo es la que se rapó todas las maderas preciosas, milenarias, vírgenes que había en los maravillosos bosques centroamericanos y de la Península de Yucatán.
Hicieron muchísimo dinero.
En una temporada buena, un maderero podía levantarse un millón de dólares... era un negocio muy codiciado y muy difícil también: cuesta muy caro iniciarlo y es azaroso; cuando la temporada es buena deja mucho dinero pero, cuando es mala, se lleva todo lo invertido. Se cuenta en Quintana Roo que nadie hizo realmente una gran fortuna con la madera.
¿Tú ya habías nacido?
Nací en el 46, mis padres se casaron en el 44. Mi abuelo inicia su carrera como maderero a finales de los años cuarenta y la dificultad que tiene con mi padre es que, en un momento crítico de sus negocios madereros después del ciclón que destruye el pueblo de Chetumal, en el año 55, mi padre, a imitación del suyo, convertido en maderero también y con las buenas maneras que tenía, consiguió durante su primer viaje a Guatemala una concesión para una muy buena zona de explotación de madera.
Y eso no le gustó al abuelo.
Lo que pasa es que el abuelo le ofreció asociarse con él, le financió parte de la operación. De pronto, hubo una crisis en las finanzas, tanto de mi padre como de mi abuelo, y esa concesión maderera se volvió clave. Él, en lugar de seguirle prestando a mi papá, dejó de hacerlo y compró la concesión. Era muy duro con sus hijos y, al mismo tiempo, los mantuvo todo el tiempo bajo su férula, bajo la casa Aguilar, salvo a mi padre que se salió. Era una manera de disciplinarlo y de regresarlo. Pero las consecuencias que eso tuvo en mi papá fueron devastadoras: le quitó un gran negocio y lo destruyó moralmente.
Antes de llegar a este punto, ¿cómo fueron esos primeros años con tu padre y tu madre juntos?
Tengo una memoria doblemente mitológica de esa infancia en Chetumal. Mi recuerdo más intenso es el de una desgracia, que es justamente la noche del ciclón Janet, en septiembre del 55, que destruye el pueblo y mi casa con nosotros dentro. Mi padre no estaba, pero mi tía, mi mamá, la nana y mis hermanos, sí. Yo tenía nueve años, mi hermana tenía diez, éramos chiquitos, los adultos estaban encima de las mesas. Nos tenían cargados. El agua subió hasta que nos llegó al pecho a todos; ahí se detuvo y empezó a bajar; por 50 centímetros de agua no nos quedamos ahí.
¿Esperabas que tu padre se fuera?
No, esa es una cosa que resulta muy misteriosa cuando sucede. Uno percibe, naturalmente, que algo está roto en la familia. Mi padre se va de la casa en el 59 y esos años son muy malos para mi papá y para mi mamá; él viene con la quiebra psicológica y con la quiebra económica de Quintana Roo. Tiene deudas, está perseguido por la justicia, acusado de no haber pagado cosas…
Con la autoestima hasta el suelo.
No se atreve a ponerse de pie y a gritarle a su padre y a reclamarle el despojo, pero tampoco se pone a trabajar, anda buscando un negocio del tamaño del que perdió y obviamente no lo encuentra.
Eso va desgastando mucho su relación con mi madre y con la casa, y va volviéndolo un poco invisible. Llega un momento que ya no llega más que a dormir y finalmente se va.
Pasa muchísimo con estas figuras patriarcales tan fuertes que acaban, prácticamente, aplastando a los hijos. Tuviste otras figuras maternas, entre ellas, tu tía, la hermana de tu mamá.
Mi madre y mi tía tenían dos temperamentos muy distintos. Mi tía era una mujer muy dura, muy exigente; tenía una lengua de gitana, decía cosas que se cumplían, tenía, digamos, raptos de carácter muy intensos y fue la encarnación de la ley y de la figura de la autoridad. Y mi madre fue la mamá por excelencia: la que consentía, la que arropaba, la que atraía. Hicieron una muy buena pareja, la verdad, desde el punto de vista de la crianza de los hijos. No hace falta que tengas un papá físico o biológico, pero sí que tengas una figura de autoridad, que es la que te define.
Que eso también te lo dieron de alguna manera los jesuitas en todo el tiempo que estuviste en sus escuelas, ¿ya te imaginabas como el gran periodista, como el escritor, como el historiador?
No. Yo estudié en el Instituto Patria desde que llegamos en el 55 hasta el fin de la preparatoria. En la secundaria, cuando mi casa se derrumbó, yo traía una boruca que no entendía, pero que se reflejaba en mí. Andaba todo el tiempo con unos tics raros, sacudiendo la cabeza, había zumbidos, como si estuviera rodeado de insectos. Mi salvación en el colegio fue el basquetbol, jugaba desde la mañana hasta la noche. La pelota de basquetbol fue para mí el refugio. Una cosa tangible, redonda, exigente, que sustituía la inmensa boruca de la otra pelota caliente que tenía yo en la casa, que se estaba desmoronando. Todo ese mundo paradisiaco y feliz de la infancia estaba terminando en la Ciudad de México. Además, yo era un adolescente y traía la propia boruca de la adolescencia metida, incipientemente, en mi cuerpo y en mi cabeza.
¿Cuándo empiezas a escribir?
Muy tempranito y muy pretenciosamente. El Chetumal más intenso, más complejo y más atractivo que yo recuerdo es el de las historias que contaban mi madre y mi tía. Eran grandes contadoras de historias,