Francisco Agramunt Lacruz

Arte en las alambradas


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los derechos humanos está invitado a su lectura. Y a todos ellos tiene algo que decirles.

      Pero como es natural, a quien tiene mucho que decir es a los ciudadanos españoles. España es un país en el que se precisa luchar contra el olvido, recuperar la memoria de un pasado reciente y aterrador, y hacerlo de manera documentada, objetivada y contrastada. Esta tarea es necesaria para la buena salud política de una sociedad democrática.

      La derecha española considera, al contrario, que mirar hacia atrás, remover tumbas y experiencias traumáticas “nos divide”, pero no justifica su argumento. Al contrario, lo que divide es no querer mirar con limpieza y objetividad ese pasado que fue explicado tendenciosamente durante los cuarenta años de dictadura, que operaba con violencia sobre el pasado. La democracia actual no ha jugado todo lo limpio que cabía esperar con la historia del tiempo presente; le ha faltado valor y lo que ha hecho ha sido disimularlo.

      Así pues, esa historia reciente y traumática ha permanecido, excepto en el medio académico y en limitados ámbitos intelectuales, velada y casi silenciada. Se ha producido, ciertamente, en los últimos treinta años una ingente investigación de la que este libro es otro aporte, pero aún no existe en 2016 una transposición didáctica de todo ese trabajo riguroso a manuales de bachillerato o de secundaria obligatoria; tampoco toda esa investigación histórica está socialmente integrada en la memoria histórica de los ciudadanos. En España sigue faltando una política educativa y cívica adecuada sobre la Historia del Presente. En su defecto, los tópicos siguen en pie. Uno: presentar con exageración (por no decir manipulación) la violencia política de la época republicana para justificar como necesario un golpe de Estado reconvertido en supuesto alzamiento popular y no mostrarlo como una atrocidad contra la democracia que promovieron militares que carecían de sentido del honor y que contaron con el apoyo de la derecha española más rancia y fascista. Dos: minimizar, omitir o edulcorar el exilio. Tres: silenciar el encarcelamiento masivo de ciudadanos o las sanciones económicas y laborales impuestas, destrozando vidas y haciendas. Y, sobre todo, cuatro: mostrar con igual magnitud la represión en ambas zonas y así procurar pintar una balanza compensada de fusilados a ambos lados, una especie de empate sangriento que recubre con falsedades y que se empeña en hacer creer que “todos fuimos culpables” por igual de la guerra y su secuela de desgracias.

      Nada fue así. Lo expresan datos confrontados y abiertos la crítica contrastada y a la serena reflexión. La información desmiente los tópicos: 300.000 muertos en campos de batalla, 180.000 fusilados (algo más de 130.000 a manos de franquistas y algo menos de 50.000 a manos republicanas); de los 130.000 fusilados franquistas, unos 50.000 entre 1939 y 1946, es decir después de decir los vencedores la guerra había terminado; 1.000.000 de presos al acabar la guerra (200.000 fallecieron en esos hacinamientos); el empleo punitivo de presos en trabajos forzados; 500.000 exiliados; 114.000 desaparecidos (en las documentadas investigaciones del juez Garzón), 2.300 fosas por abrir… Tampoco hay nada similar en el bando franquista, desde las más altas magistraturas (ni siquiera en las menores), a discursos como el de la “paz, piedad, perdón” de Azaña, ni se ven trazas de compasión a pesar de tener en su lado el apoyo y bendición de la Iglesia católica. Hubo embustes tales como hacer creer que quien no tuviese las manos manchadas de sangre nada tenía que temer, y no pocos franquistas enronquecieron sus gargantas diciendo que no querían vencidos sino convencidos, aunque la dictadura convenció hasta el último día de su existencia con la represión y la vulneración de los derechos humanos.

      La convivencia ciudadana democrática no puede fundamentarse en silencios, omisiones y tergiversaciones, en exhumaciones aún pendientes de cadáveres que fueron fusilados por los franquistas. La reconciliación cívica no enraíza ni en el “olvido” ni en el silencio u ocultamiento, sino que se construye sobre la memoria histórica. Hay que aportar cifras, datos y explicaciones contra los mitos y tergiversaciones intencionadas para ocultar la realidad.

      Así pues, considero que es falso lo que la derecha española piensa y dice: que se debe evitar mirar hacia atrás porque el pasado “nos divide”. Al contrario, lo que divide es el ocultamiento del pasado, el incumplimiento contumaz de la ley de la Memoria histórica, la burla soez de dirigentes del PP hacen de quienes quieren dignificar a sus muertos enterrados en fosas, o los obstáculos burocráticos y de toda laya que dirigentes de ese mismo partido les imponen a familiares deseosos de dignificar a sus muertos.

      Hay que superar esa memoria colectiva sectaria y malintencionada construida por el franquismo (con cruces y panteones para unos y fosas comunes en barrancos, junto a tapias y cementerios para los demás). Hay que construir una memoria histórica contrastada, objetivada y sin anteojos que sea base de la vida en democracia y apueste por una observación crítica de la historia reciente, incompatible con disimulos, silencios, omisiones y versiones acomodaticias a coyunturas políticas. Hay que rescatar la verdad y recuperar para la memoria a todos aquellos que vivieron aquella tragedia y sufrieron aquellas penalidades. Por supuesto, hay que explicar, sin duda, las razones que tuvieron todos, unos y otros, para actuar como lo hicieron pero también hay que otorgar el lugar que corresponde a quienes defendieron la libertad y el avance social, a quienes defendieron la Segunda República que, con los defectos que pueda tener, sigue siendo un valor histórico, ético y político y una forma de ejercer la democracia y gobernar tiempos difíciles, de crisis, combinando el poder institucional y la movilización social. Por otro lado, junto a la consideración del valor político de la democracia republicana, también debe hacerse reparación moral de las víctimas republicanas, aspecto este último tan importante políticamente como rescatar la transparencia de los hechos que se reclama.

      * * *

      Pues bien. Una parte de esa tarea es la que hace este libro, centrándose en un aspecto clave de toda esta experiencia: el exilio y dentro de él un fragmento del llamado exilio cultural y/o profesional: los artistas plásticos.

      La primera reflexión a que convoca el texto de Francisco Agramunt (autor de aportaciones anteriores destacadas sobre el tema como el libro Arte y represión en la guerra española: artistas en cárceles, checas y campos de concentración es la variedad social y profesional del exilio de 1939. España ha tenido una contumaz historia de expatriaciones por causas políticas, pero ninguna comparable al exilio republicano de 1939, que constituye uno de los fenómenos más importantes de nuestra historia reciente. A diferencia de los siglos XIX y XX (no del XV o XVI), el exilio no se redujo a un grupo más o menos numeroso de figuras –señeras o medianas– de la intelectualidad y la política, sino que fue masivo y afectó a un amplio abanico de profesiones y oficios. “Por la diversidad de las profesiones –ha escrito Sánchez Vázquez– es un espejo del amplio espectro de las fuerzas sociales que libraron la guerra contra el franquismo”. Medio millón de exiliados es la cifra que se maneja; una parte minoritaria de este grupo, no bien calculada, eran intelectuales con cierta notoriedad en el campo de la política, la ciencia, la técnica, la literatura, la filosofía, las artes y las profesiones liberales y docentes.

      Este libro muestra diáfanamente este aspecto. Un abigarrado universo de centenares de artistas de todas las edades, procedencias, campos de trabajo, estilos, consagrados y desconocidos, comprometidos con la República o simplemente republicanos cruzaron la frontera en 1939. Había “pintores, dibujantes, grabadores, escenógrafos, ilustradores, diseñadores, escultores, arquitectos, figurinistas, fotógrafos, cineastas, galeristas, profesores, marchantes, periodistas, historiadores y críticos de arte españoles”, recuenta el autor. Y el libro rastrea su periplo y hace prosopografía o estudio de las biografías de los artistas en su contexto artístico, y se siguen sus pasos por estos recintos de represión, se registran sus muertes y sobre todo las vidas posteriores de aquellos que lograron salir con vida del infierno. De los que perecieron en él, siempre es más difícil: la historia se hace con el lastre que dejan las vidas. Las personas que vivieron muy jóvenes la crisis bélica, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial y murieron en el frente, en un campo de refugiados o de concentración apenas dejaron marcas: legaron un trazo en el aire. Y esas escasas pistas no sólo dificultan la tarea del historiador (eso sería lo de menos), sino que nos dicen lo que fue realmente trágico: se quebró la vida de esas personas cuando eran jóvenes y aún no habían podido apenas desarrollar sus capacidades. Las guerras siempre son rompe vidas.

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