Josep Bartolí.
Por encima de las similitudes y parecidos, existen diferencias considerables entre unos y otros campos de concentración. Los centros de confinamiento, aunque todos tenían rasgos comunes, presentan gran variedad: no eran iguales los campos de refugiados franceses o norteafricanos que los campos de exterminio nazis o los Gulags soviéticos. Ni siquiera eran iguales entre sí los recintos de alambradas de cada una de las clases en que se han clasificado. En los campos de refugiados de Francia, pese a la dureza de condiciones de vida y trato, pese a las humillaciones, insalubridad, hambre, guardias senegaleses, que quedaron expresadas en sus obras y fotografías, se pudieron organizar en casi todos “barracones de cultura”, planteándose por vez primera en Argelès-sur-Mer en la primavera de 1939. En estos espacios, que expresaban su concepción de que la cultura era base de la libertad, se montaron talleres de pintura, se revelaron fotografías (Agustín Centelles reveló en este campo una parte de las que logró pasar de la guerra civil), se editaron boletines, se hicieron exposiciones, se impartieron clases de alfabetización, idiomas. Eran, pese a la pobreza de materiales con que los artistas trabajaban y los limitados recursos para las clases, una manera de salir de la inactividad, cultivar la dignidad y mantener la moral menos decaída, y contaron con apoyos de comités de solidaridad y partidos de izquierda. También fue exclusiva de los campos de refugiados franceses la posibilidad que tuvieron algunos exiliados de salir del campo e integrarse como trabajadores contratados en trabajos en empresas o explotaciones agrarias. Los artistas plásticos pudieron aprovechar su cualificación y sus capacidades, bien valoradas en el mercado laborar, para buscar contratos y encargos municipales y salir de los campos y, en algunos casos, por sus conexiones, poder exiliarse a América.
En los campos de trabajo y de concentración del norte de África ya no existían estas condiciones y posibilidades. A la severidad climatológica, se añadía el rigor con que se trataba a los reclusos (en Djerba, donde la temperatura podía bajar a –10 por la noche, se les prohibía encender hogueras), la aún más deficiente alimentación y peor higiene. A África, al margen de los que llegaron en buques como el Stanbroock, se deportaba de Francia a los que se consideraba más peligrosos, como le sucedió a Max Aub, que ha legado un testimonio elocuente. La única suerte fue que fueron liberados en 1942.
Evidentemente estas opciones no existían en los campos de concentración nazis, donde todo era peor. En los campos nazis las condiciones eran pésimas. Estaban pensados y diseñados para paralizar el pensamiento y destruir la personalidad; en ellos el trabajo no sólo era una forma de represión y denigración sino un medio de explotar a los prisioneros hasta la extenuación. El intensivo aprovechamiento del trabajo (esclavo de hecho), la escasa y deficiente alimentación, el hacinamiento, las enfermedades infecto-contagiosas y las disenterías, así como la destrucción de la personalidad por la suma de todo lo anterior más el trato criminal y las vejaciones que infligían los SS y sus auxiliares, eran un coctel que conducía a la muerte o, a los que llegaron más tarde o fueron más afortunados, al silencio y la deshumanización. Todas estas experiencias han sido expresadas por artistas como el judío eslovaco-español Adolf Frankl que pintó las Visiones del infierno, Eduardo Muñoz Orts, Manuel Alfonso Ortells o José Cabrero Arnal. Y sin embargo, pese a toda esta dureza, también hubo muestras de resistencia que a mi modo de ver no conviene exagerar ni idealizar, entre otras razones porque la mayor parte de los presos trabajaron hasta la consunción, aunque hubiese algunos presos en mejores puestos. En el Barracón 13 de Mauthausen se articuló por presos españoles una incipiente posibilidad de lecturas (organizada por Joan Tarragó), contactos, juegos y otras actividades, y bajo el manto de estas actividades surgió la reflexión y una mínima articulación política que conectó con un núcleo de “resistencia” tardío, de cuyas redes salió la célebre pancarta de recibimiento a las tropas liberadoras, que hizo Francisco Teix, o la esencial estrategia de Francisco Boix para salvar fotografías.
También fue dura la vida en los Gulags, donde también se hacían con rigor trabajos forzados, aunque también aquí, como recoge el libro, la de algunos artistas, por la cualificación de sus trabajos fue meno horrorosa. El pintor Pablo Ley Pardell, a quien ya se ha citado, fue autor de impresionantes cuadros que dan testimonio de aquella trágica experiencia.
El testimonio de lo que sucedió y el valor que los artistas dieron a la cultura como fundamento básico de la libertad serían, tal vez, las dos lecciones más potentes que este libro, Arte en las alambradas, nos aporta.
València, abril 2016
MARC BALDÓ LACOMBA
Universitat de València
INTRODUCCIÓN
Un aspecto poco conocido y estudiado dentro de la historiografía artística del exilio republicano español de 1939 fue la experiencia concentracionaria que pasaron nada más cruzar la frontera francesa decenas de artistas españoles capturados por la gendarmería y los soldados senegaleses y marroquíes recluidos inicialmente en los campos de concentración y trabajos forzados del sur de Francia y del norte de África, y más tarde, en los Dulags de transito y en los Stalags para prisioneros de guerra, y los de exterminio nazis y, finalmente, en los Gulags soviéticos que para la mayoría se convertiría en una herida abierta que nunca cicatrizó. Aparentemente para estos creadores plásticos confinados en estos siniestros lugares donde morían por hambre, enfermedades, palizas y trabajos forzados miles de seres humanos, no parecía el escenario propicio para elaborar obras de arte, y si lo hicieron se debió a un sentimiento de repulsa y rechazo encaminado a testimoniar las tendencias más destructivas y atávicas de la miseria humana.
Se podría decir que prosperó entre los artistas una necesidad de recrear como última opción que les quedaba las imágenes del terror como si se tratase de un acto final de rebeldía que les permitía devolverles la posibilidad de recuperar su dignidad, llevar a cabo una existencia plena, conseguir un germen de esperanza y liberarse de esa sensación de impúdico aburrimiento. Superando la estética, alambraron el arte haciendo suyo esa muletilla basada en el clásico proverbio chino de que “una imagen vale más que mil palabras”, aunque la verdad es que fueron necesarias muchas más para dar testimonio puntual de aquel terrible drama, sobre todo, cuando nos referimos a representaciones icónicas y simbólicas, que parecían tener vida propia y que no hacía falta decir nada más, ya que bastaba con verlas para entenderlo todo. Desde una perspectiva estética, la tradicional belleza dejó de ser una categoría al disociarse esquizofrénicamente de una realidad trágica, fea y escabrosa, hecha con zarpazos, sangre y muerte, que nos recordaba nuestra ruindad moral y el primitivismo atávico que nos retrotraía a los más bajos instintos.
Un arte enrejado
Los artistas consiguieron recrear de esta manera, a escala menor, pinturas, dibujos, grabados, esculturas, maquetas, fotografías y objetos artísticos cotidianos, verdaderas metáforas visuales elaboradas con materiales muy humildes y elementales, como papeles, cartones corrugados, troncos, listones, piedras de granito, cantos rodados, planchas y alambres de hierro, trozos de lona y tela, de gran valor documental y prodigiosamente ejecutadas, sin apenas herramientas, que permitieron conocer los aspectos de la vida concentracionaria desde diversos ángulos. Afloraron obras personales ajenas a las modas y a las exigencias normativas o academicistas, de gran contenido literario, y caracterizadas por un afán de esquematización, de síntesis y rigor, sin florituras, surgidas del abismo más desgarrado de la interioridad, basadas en personajes alucinantes, contorsionados, desgarrados que producían una infinita sensación de caos, reflejo exacto del mundo concentracionario que los rodeaba.
Y, mientras tanto, los artistas no perdieron nunca su condición de creadores y en sus modestas pinturas, dibujos y esculturas recrearon sus experiencias, captaron los fogonazos de la guerra, la lucha en los frentes, los bombardeos y la vida cotidiana tal como lo había hecho muchos años atrás su compatriota Francisco de Goya. La actividad artística en estas difíciles condiciones no sólo se convirtió en un pasatiempo, sino en una forma de recrear la tragedia en que se encontraban y en una forma de expresar sus ideas, sus pensamientos y, en muchos casos, en una impostura para reflejar su rebeldía ante la visión dantesca. Se eligieron como reconstructores de una situación en la que eran víctimas y protagonistas, y lo hicieron con las herramientas