Sergio Hernández Roura

Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922)


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transgresión que supone la irrupción de lo imposible es fundamental el “efecto de realidad”,4 o más bien dicho, el manejo de la verosimilitud que permita construir “un marco de referencia extratextual –compartido por el narrador y el lector– que delimite lo posible y lo imposible” (Roas, 2006a: 97). No se trata pues de un género inocuo, como muchas veces se ha supuesto, ya que el texto fantástico muestra su carácter subversivo y virulento al poner en duda la realidad, desestabilizar sus límites y “en definitiva cuestionar la validez de los sistemas de percepción de la realidad comúnmente admitidos” (Roas, 2006a: 97). Al sembrar la duda en el lector, la literatura fantástica deja ver su carácter escéptico y en algunos casos nihilista y pesimista. Es importante aclarar que desde este punto de vista el carácter fantástico de una narración no está dado por el uso de ciertos temas asociados con el género, tales como la aparición de fantasmas o vampiros, sino por la transgresión que ello supondría; es decir, la tematización del conflicto que dicha irrupción supone, como señala Roas (2011b: 36): “la problematización del fenómeno es lo que determina, en suma, su fantasticidad”.

      Los cambios en el concepto de realidad son fundamentales para entender las transformaciones de la literatura fantástica. Como es posible notar en su desarrollo a lo largo del siglo XIX, poco a poco fue ganando lugar en estas narraciones el hecho carente de explicación, el vacío de significado o la ambigüedad. En la obra de E.T.A. Hoffmann, principalmente, los textos abandonaron su carácter gótico y adoptaron uno más cotidiano, cercano a los lectores, al además de que los fenómenos adoptaron un carácter psicológico. Posteriormente, con Poe los textos allanarán la mente de los lectores mediante el uso de la lógica y la ciencia.

      Si bien se ha destacado la importancia que ha tenido para la literatura fantástica en Hispanoamérica la impresión de asombro que supuso la realidad americana para el hombre europeo (Hahn, 1998: 7), es importante señalar que esto no quiere decir que este primer impacto sea la fuente de la literatura fantástica hispanoamericana, “pero sí el de la gestación de una idea de lo fantástico inherentemente asociada a Hispanoamérica desde el descubrimiento y que, con el tiempo, la voz y el imaginario popular irían enriqueciendo” (López Martín, 2006: XIV). Los cronistas intentaron transmitir su fascinación por medio de la escritura y “se encontraron con el desafío de readecuar el lenguaje para describir una realidad inusitada que no cabía en los modelos comunes” (López Martín, 2006: XIII). Así pues, la fabulación se entreveró en las Crónicas de Indias, “representación de un mundo nuevo, desconocido y digno de ser descrito para quienes sólo podían imaginarlo” (Oviedo, 2001: 9). Pese a este primer deslumbramiento, la producción literaria de este periodo tuvo que enfrentarse a la prohibición que la Corona había extendido con respecto a las obras de ficción y, particularmente, a la novela; circunstancia que ha sido considerada como un impedimento para su desarrollo (Mata, 2003: 23). La Real Cédula del 4 de abril de 1531 dirigida a la Casa de Contratación de Sevilla, prohibió el paso a las colonias españolas de algunas obras:

      Yo he seydo ynformada que se pasan a las yndias muchos libros de Romance de ystorias vanas y de profanidad como son el amadis y otros desta calidad y por que este es mal exercicio para los yndios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende yo vos mando que de aquí adelante no consyntays ni deys lugar a persona alguna pasar a las yndias libros ningunos de ystorias y cosas profanas salvo tocante a la Religión xpiana e de virtud en que se exerciten y ocupen los dhos yndios e los otros pobladores de las dichas yndias por que a otra cosa no se ha de dar lugar (Citado por Leonard, 1953: 92).

      Aunque el cuento, “como género autónomo no se cultivó en Nueva España” formó parte de “las historias, crónicas y otros escritos de los conquistadores, religiosos y letrados” (Leal, 2010: 35). Es posible encontrar narraciones de hechos prodigiosos o sobrenaturales en los que se pueden ver “que los aparecidos, los sucesos truculentos, los choques entre la normalidad y la rareza se filtran de la mano del milagro y la maravilla y van preparando el camino para lo que será después el cuento de aparecidos y de anécdotas curiosas que surge en muchos de los primeros cuentistas de las postrimerías del Virreinato y los inicios del México independiente” (Morales, 2008: XX-XXI). Así pues, los antecedentes del género fantástico se encuentran intercalados en textos de carácter hagiográfico, misceláneas, sermones “e incluso [en] documentos que no se consideran realmente literarios (declaraciones, relaciones, cartas) […] que, si bien no caben en una definición restringida de fantástico, sí sirven para enfatizar una tradición mexicana de literatura de imaginación, misma que no es reconocida abiertamente” (Morales, 2008: XX-XXI).

      En el siglo XVIII, época de cambios orientado por la historia, la crítica y la filosofía, hizo su aparición el periodismo. En ese momento aparecen textos de carácter narrativo bastante cercanos al cuento, en los que es posible encontrar sus antecedentes (Oviedo, 2001: 10).

      La consumación de la Independencia de México en 1821 trajo al país retos apremiantes de carácter político y económico. Si bien ya existía una clase letrada muy pequeña, el interés por influir en el destino de la nación y la conciencia del papel fundamental de la imprenta fueron decisivos para la literatura del periodo. En los primeros años de vida independiente, los impresos mexicanos se beneficiaron de las innovaciones de carácter mecánico, técnico y material.

      Sin embargo, es necesario aclarar que, sería un error suponer que se gozó de entera libertad. Como señala Staples (1997: 110), la legislación española con respecto a la circulación de libros persistió después de la Independencia. Con el objeto de cumplir las tres garantías proclamadas en Iguala, desde 1822 el Consejo de Estado solicitó a Iturbide un reglamento

      que impidiera la introducción en México de libros contrarios a la religión y que detuviera la circulación y venta de los ya existentes. Ya que se abolió la Inquisición el deber de velar por las lecturas recaía en el Estado, quien consideraba como subversivo lo que atacaba a la religión oficial y trastornaba el orden y la tranquilidad públicos. Para facilitar su labor, el Consejo de Estado pedía a las autoridades eclesiásticas un informe sobre libros prohibidos para poder mandar recogerlos e impedir su paso por las aduanas. Se responsabilizaba a los jueces seculares y a los alcaldes de los pueblos el cumplimiento del reglamento, ya que el Estado seguía siendo, aún después de la Independencia, el brazo secular que apoyaba las medidas administrativas y disciplinarias de la Iglesia (Staples, 1997: 110).

      Esto afectó la difusión de las nuevas tendencias literarias, ya que ante el peligro de que la sociedad fuera contaminada por la difusión de ideas perjudiciales al dogma católico, la Iglesia decidió seguir velando por la moral del pueblo mexicano (Staples, 1997: 95). Su intervención se prolongó hasta que las leyes sobre la prohibición de libros cambiaron en la década de 1830, durante la presidencia de Antonio López de Santa Anna y la vicepresidencia de Valentín Gómez Farías; decisión que marcó la primera etapa de reformas que tenían la intención de limitar la intervención de la Iglesia en asuntos públicos (Staples, 1997: 112-113).

      Pese a esta injerencia, es posible notar la conformación de un mercado de novedades de carácter literario que se fue haciendo cada vez más competitivo:

      La mayoría, buscaba las novedades europeas y estadunidenses para traerlas al público mexicano que ya para la década de los treinta estaba ávido de lecturas. Poco a poco la lectura se hizo indispensable en un número