Sergio Hernández Roura

Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922)


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que nacen y crecen de forma paralela al desarrollo modernizador del país–, todavía la gran mayoría, constituida por sectores desprotegidos como los campesinos, labradores, tejedores, aguadores y muchos más, carecían del más elemental interés por la lectura y la cultura, porque carecían también de la más elemental educación (Solares Robles, 2003: 40-41).

      Durante esos primeros años persistió en la literatura la tendencia didáctica de corte neoclasicista, sin embargo, los juegos con lo sobrenatural y lo maravilloso aparecerán en algunos textos de la época que permiten ver un interés incipiente por lo macabro, como en el caso de Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano. El primer cuento mexicano, “Ridentem dicere verum ¿quid vetat?” (1814) es una historia en la que el narrador dentro de un sueño atestigua la comparecencia ante la Verdad de dos acusados, el Diablo y la Muerte. Se trata de un texto en el que se mezcla el tratamiento alegórico con el didactismo neoclásico, pero en el que aparecen personificados importantes iconos culturales mexicanos. Fernández de Lizardi en sus Noches tristes y día alegre imitó las Noches lúgubres de José Cadalso, obra que, si bien no responde estrictamente a los parámetros de la novela gótica, posee una concepción estética, que comparte elementos del racionalismo ilustrado al mismo tiempo que del “ámbito prerromántico de la noche y los sepulcros” (Roas, 2006: 91-92).

      La recepción de libros europeos y traducciones fue un estímulo para la creación literaria y en particular para la aparición del Romanticismo en México, ocurrido en la década de 1830. En él prevaleció el impulso constructor y revolucionario de inclinación nacionalista por encima de la tendencia a representar pasiones desbordantes, fuerzas destructivas y lo irracional; es decir, fue más un Romanticismo social (Picard, 1944) , más que un enfrentamiento en contra del neoclasicismo, fue un intento de conocer otras literaturas (Huerta, 1973: X).

      Los miembros de la Academia de Letrán, fundada en 1836, por los hermanos José María y Juan Lacunza, Manuel Tossiat Ferrer y Guillermo Prieto con Andrés Quintana Roo como presidente, tuvieron el propósito de “definir un carácter nacional en la literatura más allá de las diferencias ideológicas, de las distanciaciones políticas y aun de la diversidad de las clases sociales de sus integrantes” (Huerta, 1993: XI). Ante el aluvión de obras procedentes de Europa su principal cometido fue mexicanizar la literatura, como apunta Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos, “emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (Prieto, 1906: 178).

      Con respecto a la literatura fantástica, la persistencia de los modelos culturales heredados de la Colonia permite explicar el recelo y la contradicción que generaron las transformaciones, como es posible ver en el siguiente ejemplo:

      Algunas novedades no tuvieron tanta suerte, como el espectáculo de prestidigitación presentado por Castelli en el Coliseo Nuevo en 1824. Los espectadores se santiguaron horrorizados al ver desaparecer los objetos, convertir el agua en vino y otras suertes semejantes. Pensaron que eran cosas de brujería, y se lanzaron contra el pobre italiano, que salió huyendo del teatro y del país. Y es que lo sobrenatural estaba presente en la sobremesa rural y en la tertulia urbana. Se seguía creyendo que la Llorona atravesaba desde la calle de la Buena Muerte hasta el canal de la Viga y en los espantos del callejón del Muerto y de la casa de Aldasoro, cerca de Bucareli. Intervención de duendes, brujas, ángeles y demonios, travesuras de la virgen y de los santos eran temas socorridos de las pláticas familiares. Lo curioso fue que a las supersticiones se sobrepusieron ideas modernas, de manera que algunas mujeres demandaron la ciudadanía y los colegiales se rebelaron contra el traje talar que les parecía ridículo (Vázquez, 2000: 567).

      Con la llegada del primer Romanticismo mexicano “los relatos de miedo, de aparecidos, de brujería, de pactos con el diablo”, que hasta entonces sólo podían prosperar en el ámbito de la oralidad, cobraron interés para los escritores (Corral Rodríguez, 2011: 54), como parte de una moda estética que se sumó a un conjunto de planteamientos de corte político, económico y cultural. Su rescate responde a la construcción de la identidad nacional. El interés por las narraciones de carácter legendario es fundamental porque en ellas está presente una incursión en lo maravilloso, proveniente del imaginario folclórico, territorio aledaño al fantástico (Mandujano Jacobo, 2005: 275). El nacionalismo no fue un impedimento para que los lectores lograran acercarse a lo sobrenatural, y si bien la mayoría de estos textos prevalece el carácter maravilloso, ya en algunos de ellos comienza a notarse la intención de problematizar lo insólito, como resultado de la confrontación con el racionalismo ilustrado.

      Algunas leyendas, ya cercanas al género fantástico deben sus ambientes a este influjo gótico, como “Herrada, mujer” de Francisco Sedano, “La calle de don Juan Manuel” de José Justo Gómez, conde de la Cortina, y “La mulata de Córdoba” de José Bernardo Couto Pérez.

      A esta misma tendencia pertenecen las narraciones que si bien no pertenecen propiamente al género gótico se alimentan de él, como “El visitador” (1838) de Ignacio Rodríguez Galván, La hija del judío (publicada como folletín entre 1846 y 1849) de Justo Sierra O’Reilly, y Monja, casada, virgen y mártir (1868) de Vicente Riva Palacio (Bobadilla Encinas, 2007), por mencionar sólo algunas de ellas. Otros textos que deben su ambiente a este género son los cuentos: “La aventura de un veterano” (1843), “El diablo y la monja” (1849) e “Historia famosa que deberá leerse a las doce de la noche” (1849) de Manuel Payno; eso sin contar algunos pasajes de su novela El fistol del diablo (1859-1860) en la que uno de los personajes es el mismísimo demonio.

      Se considera que “Un estudiante” (1842) de Guillermo Prieto, texto que comparte con El estudiante de Salamanca de José de Espronceda un aire de familia, es hasta donde se ha investigado el primer cuento fantástico en México e Hispanoamérica (Corral Rodríguez: 2011: 90; Morales: 2008b: 21-22). En este texto

      la presencia de un primer narrador que constata la locura del segundo es lo que permite establecer la dicotomía de discursos y la distancia entre el relato que acepta la violación del código funcional de la realidad del texto y el marco referencial desde donde se explica nada, pero se alude todo, al aparecer un primer narrador que parece juzgar el relato poco aceptable al provenir de un loco. Es decir, se trata de un muy moderno fantástico construido en el juego de perspectivas (Morales, 2008: 21-22).

      Tola de Habich (2005) en su antología propone también “El bulto negro” (1841) de Casimiro del Collado como uno de los primeros cuentos fantásticos, e incluso anterior al de Prieto. De este cuento Morales (2008: XXII) señala que, “sin ser exactamente fantástico, por momentos crea una auténtica doble visión de posibilidades y soluciones y que, elemento significativo, contiene ya en su título ese calificativo que apenas empezaba a aparecer en el continente americano: ‘cuento fantástico’”.

      Pese a los embates económicos y políticos internos (pugnas entre liberales y conservadores, lucha por la sucesión presidencial) y externos (el intento de reconquista [1829], la guerra de independencia de Texas [1836], la guerra con Francia [1838] y la invasión norteamericana [1846-1848]) a mediados de siglo es posible notar cambios en la sociedad, entre los que se encuentra el aumento de periódicos y de imprentas.

      Como consecuencia del fracaso militar hubo reacciones de diversa índole, que incluyeron el avivamiento del interés por la historia patria, y la beligerancia contra lo extranjero por parte de diversos sectores de la sociedad entre los que destacó el clero. Pese a los estragos de la contienda, durante el periodo bélico tuvieron su auge importantes periódicos (Suárez de la Torre, 2003: 233), como El Siglo XIX, El Monitor Republicano, El Universal y El Tiempo, en cuyas páginas es posible encontrar obras literarias en forma de folletines, así como anuncios que atraían la atención del público hacia la producción de sus respectivas imprentas. En lo que concierne a la producción literaria, como anuncia El Tiempo en su ejemplar del 14 de febrero de 1846, además de “ediciones mexicanas de obras extranjeras, en la librería francesa se podrían adquirir las versiones originales, ‘libres ilustrées et richement reliés’, como Les Mysteres de Paris, Le juif errant o Notre Dame de Paris” (Suárez de la Torre, 2001: 589). En los años que van de 1840 a 1855 se percibe un incremento en las publicaciones y la diversificación en las temáticas. Al público femenino se agregó el infantil y, posteriormente, se incorporará el sector obrero.

      Con