Mónica Alvarez Segade

Nacido para morir


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baloncesto era una de las pocas cosas que tenía en común con mi padre: ambos éramos fervientes seguidores de los New York Knicks. A mi edad, él jugaba en el equipo de su instituto y consiguió una beca deportiva para la universidad; sin embargo, no era lo bastante bueno para que ningún equipo grande le fichara. Cuando yo entré en el equipo en mi anterior instituto, intentaba ir a verme jugar siempre que podía, pero el trabajo solía mantenerle ocupado. Ver la NBA juntos era la única tradición que podíamos mantener.

      —Claro, papá.

      Así que me puse una chaqueta impermeable (por si acaso el tiempo cambiaba de repente) y salí sin rumbo fijo. Elmer’s Grove no era muy grande, pero parecía aún más pequeño porque el bosque se metía en el pueblo constantemente.

      La parte más antigua la ocupaba una plaza principal, donde se encontraban los edificios del ayuntamiento y la biblioteca. En las calles adyacentes había un par de parques infantiles con espacios verdes (más bosque), una consulta de medicina general, un par de cafeterías, un restaurante italiano, un diner típicamente americano, comercios variados (dos o tres tiendas de ropa, un par de supermercados y una tienda de deportes) y el instituto. Este no era difícil de encontrar, aunque no estuviera en la calle principal, y enseguida memoricé el camino.

      Como todavía no había recorrido el pueblo en su totalidad y era pronto, seguí explorando. Mis pies me llevaron a un lugar que recordaba vagamente de mis visitas al pueblo de niño: un antiguo mercado cubierto reconvertido en parque, con zona de patinaje, columpios y toboganes para los niños pequeños, bancos y un tipo que vendía helados en verano y perritos calientes en los meses fríos.

      Había unos chicos de mi edad jugando en la vieja canasta y vi que uno de ellos era Hunter, así que me acerqué.

      —Hola, ¿puedo jugar? —pregunté afablemente.

      —Claro —dijo Hunter—. Chicos, este es Ben, acaba de mudarse con sus padres a Elmer’s Grove.

      —¿Por qué? —dijo uno de los chicos, muy alto y delgado, que leía un cómic sentado en uno de los bancos a un lado de la pista. Su tono sugería que el concepto de que alguien quisiera mudarse a Elmer’s Grove era algo ajeno e incomprensible.

      —Mi abuela ha muerto y mis padres querían venir. —Me encogí de hombros. No era toda la verdad, pero no tenía tiempo ni ganas de contarles mi vida.

      —Oh. —El chico enrojeció violentamente—. Lo siento, tío.

      —No pasa nada, no lo sabías.

      —Te presento a los demás —dijo Hunter.

      El chico del cómic se llamaba James Chapman, aunque dijo que prefería que le llamaran Jim. Su pelo era castaño claro, tan largo que casi le tapaba los ojos, estos de un verde desvaído, y llevaba gafas. El más bajito del grupo era Jeremy White, que tenía el pelo negro muy corto y los ojos oscuros. El otro chico se llamaba Kyle Benson, era alto y rubio, como yo, aunque tenía el pelo ondulado y los ojos marrones. Por los músculos muy definidos de sus brazos y piernas, supuse que practicaba algún deporte.

      —¿Eres el hijo del entrenador Benson? —pregunté. Asintió lacónicamente casi sin mirarme.

      —Hoy nos falta Charlie —dijo Hunter—, así que estamos jugando todos contra todos, pero si te unes podemos hacer equipos, aunque sean de dos.

      —¿Tú no juegas? —pregunté a Jim.

      —¿Quién? ¿Este paquete? —intervino Kyle; Jim frunció el ceño de un modo casi imperceptible—. ¡Nah! Jim es más de ciencias, ¿verdad?

      —Sí, lo mío es la informática. Y los cómics —dijo, agitando el cómic que tenía en las manos para enfatizar sus palabras.

      —De acuerdo, entonces.

      Me puse con Hunter contra Kyle y Jeremy. Tras varias canastas por nuestra parte, me quedó clara una cosa: Kyle era de ese tipo de personas que no soporta perder. Se esforzaba mucho y era realmente bueno, pero no tenía muy buen carácter.

      Cuando empezó a hacer frío, me despedí de ellos.

      —Debería irme a casa ya, se está haciendo tarde —dije.

      —¡Espera, voy contigo! —dijo Hunter, cogiendo sus cosas a toda prisa.

      —Kyle tiene mal carácter —comenté cuando ya no teníamos el mercado a la vista.

      —Sí, un poco… —admitió Hunter a regañadientes—, pero es entendible, con lo que le pasó y eso…

      —¿Qué le pasó?

      —Su madre se largó un día sin dar explicaciones cuando él tenía seis años —me susurró Hunter—, y desde entonces vive solo con su padre.

      —Entiendo.

      Debía de haber sido muy duro para Kyle perder a su madre de ese modo: saber que aún estaba viva, pero que él ya no le importaba.

      —Además, tiene la presión de su viejo —continuó Hunter—. Kyle es el capitán del equipo de baloncesto, como lo fue en su día el entrenador Benson, y le machaca más que a los demás.

      —Quiere que mantenga vivo el legado —apunté.

      —Sí, exacto. El entrenador fue un jugador soberbio de joven: el instituto de Elmer’s Grove no ha tenido tantas victorias desde que él se graduó —confesó Hunter―. El equipo ha remontado ahora que Kyle es capitán, pero parece que no es suficiente para el entrenador…

      Cuando llegué a casa, vi a mamá reorganizando compulsivamente las fotos de la abuela, pero no dije nada; según papá, cada uno llevaba el duelo a su manera. El resto del día sucedió según lo planeado: cena y tele. Me fui a dormir bastante pronto, ya que al día siguiente empezaba el curso y no quería llegar tarde el primer día de clase.

      CAPÍTULO 2

      Primer día

      Esa mañana me levanté justo antes de que sonara el despertador y, después de una breve ducha que me ayudó a espabilarme, bajé a desayunar. Me serví tostadas y empecé a untarlas de mantequilla y mermelada de fresa.

      —¡Piensa rápido! —me dijo mi padre, lanzándome una naranja.

      La atrapé torpemente con la mano izquierda mientras empezaba a comer con la derecha.

      —¿Tienes prisa, cielo? —preguntó mi madre, arrebatándome la naranja.

      La cortó en dos y empezó a exprimirla. Tragué antes de hablar.

      —Quiero ir a buscar a Hunter —dije—. Es al que más conozco aquí y he pensado que podríamos ir juntos.

      —Me parece una magnífica idea —opinó mi padre.

      Terminé el desayuno a toda prisa, me lavé los dientes y me peiné. Escoger la ropa me llevó un poco más de tiempo; quería causar una buena impresión, pero no que me consideraran un pijo. Al final, me decidí por mis zapatillas deportivas favoritas, unas Nike blancas y negras, unos vaqueros azul claro y un jersey verde que, según mi madre, resaltaba el color de mis ojos. Me miré al espejo: perfecto.

      Salí de casa lo más rápido posible, ya que se me había hecho tarde, y fui hasta la casa de Hunter. Ni siquiera tuve que llamar: él estaba en el jardín delantero, fijando la mochila al portaequipajes de la bici. Bajé la ventanilla del lado derecho.

      —Eh, tío, ¿te llevo?

      —Claro —sonrió—. Siempre está bien no tener que pedalear a primera hora de la mañana.

      Hunter dejó la mochila en el asiento trasero y se sentó a mi lado.

      El instituto del Elmer’s Grove tenía aire de mansión colonial, con sus columnas sujetando un pequeño porche, la fachada blanca, las ventanas con contraventanas y la escalinata de acceso; se notaba que el resto de edificios habían sido añadidos con posterioridad, aunque intentaban respetar el estilo original. Aparqué en