Mónica Alvarez Segade

Nacido para morir


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con el culo gordo, quizá sea hora de cambiar de profesión —bromeó.

      —Ajá. ¿Y qué cosas te enseñan en ese curso? —quise saber.

      —Orientación, supervivencia en la montaña, primeros auxilios…, ese tipo de cosas.

      —Parece divertido —acepté—. ¿Dónde es?

      —En la parte de las Rocosas que atraviesa Montana —me informó, señalándome el mapa en la página web.

      —La cena está lista —intervino papá, asomándose al salón.

      Mientras cenábamos, retomé la conversación.

      —Entonces, ¿vas a ir al curso, mamá?

      —Sí, eso creo. He visto en el súper un anuncio de trabajo para guías de montaña y la verdad es que las condiciones son bastante buenas —explicó ella—. Me van a hacer una entrevista el lunes que viene y, si me contratan, es probable que la empresa se haga cargo de al menos la mitad de gastos del curso.

      —Genial. Oye, papá, ya que mamá va a ir a Montana, podría yo ir…

      —No, Ben, ya hemos hablado de esto —me interrumpió con tono cansado.

      —¡Ni siquiera me has dejado acabar! —exclamé, dejando caer los cubiertos de golpe, que tintinearon con fuerza sobre el borde del plato.

      —Ibas a preguntarme sobre Halloween otra vez —apuntó él manteniendo la calma—. Nueva York está al otro lado del país, no vas a coger un avión para pasar dos días con tus amigos —añadió categórico.

      —Pero mamá sí puede ir a Montana, ¿no?

      —El curso son dos semanas, cielo, no dos días —dijo ella, poniéndose del lado de mi padre, cómo no.

      —Además de que tu madre es una adulta, no un adolescente en edad escolar ―añadió mi padre—. Dos días no son comparables a dos semanas, Ben.

      —Pero si me fuera el viernes podría… —empecé, intentando argumentar.

      —No vas a perder clase por algo como eso, me niego —me interrumpió de nuevo.

      —¡Pero, papá, se trata de mis amigos!

      —¡Pues haz nuevos amigos! —exclamó finalmente subiendo el tono de voz.

      —Que te den. ¡Me iré a Nueva York aunque tenga que hacer autoestop todo el camino! —grité levantándome.

      —Ben, por favor, cálmate y hablemos esto —intentó tranquilizarme mamá.

      —No hay nada que hablar —repliqué, quizá con más brusquedad de la que pretendía—, no me vais a dejar y ya está, ¿no es eso?

      —Estás siendo un crío, Ben —dijo mi padre levantándose también—. Será mejor que vayas a la cama.

      —¡Te odio! ¡Y odio este maldito pueblo de mierda! —añadí, dándole una patada a la silla.

      —¡Benjamin Arthur Connor, a tu cuarto ahora mismo!

      Pero en lugar de obedecer a mi padre, salí corriendo de la casa, casi sin ver a dónde iba. Oí a mi madre llamándome a gritos desde el porche cuando crucé la carretera sin mirar, pero su voz y el resto de sonidos de la civilización se apagaron en cuanto me interné entre los árboles, aún corriendo. El maldito bosque estaba por todas partes, y en circunstancias normales no me habría acercado a él, pero no estaba pensando con claridad.

      No estuve corriendo mucho tiempo, pero las ramas eran espesas e impedían el paso de la luz, así que pronto me encontré con que, a pesar de ser de día, bajo el dosel de ramas la claridad era mínima. Y lo peor de todo es que me había perdido.

      Recordé haber leído en alguna parte que el musgo crecía en la cara norte de los árboles, porque era la más fresca y el musgo necesitaba humedad para crecer, pero el musgo estaba por todas partes, y no había camino.

      Si hubiera ido en línea recta habría sido más fácil, pero no lo había hecho, sino que había ido esquivando ramas bajas, rocas y los propios troncos de los árboles, y eso hacía imposible que supiera de dónde había venido exactamente. En una clara falta de lógica, decidí que, en lugar de quedarme allí, llamar a emergencias y esperar a que me encontraran, volvería por mis propios medios. No estaba dispuesto a que un par de policías me llevaran a casa; habría sido admitir que mi padre tenía razón y me estaba comportando como un crío.

      Después de veinte minutos de deambular, aún no había aceptado que me había perdido. Pero para entonces ya era de noche, con lo que no veía nada. Encendí la linterna de mi móvil y fui avanzando despacio. Todo iba relativamente bien… hasta que salí a un claro. Había dos personas allí: un chico y una chica de más o menos mi edad. Me habría alegrado de haber encontrado a alguien si no fuera por lo que estaban haciendo.

      Había un ciervo muerto entre ellos, y ambos estaban mordiendo su cuello, bebiendo su sangre. Estaban tan absortos en su macabra tarea que al principio no se dieron cuenta de mi presencia, pero cometí el error de moverme, haciendo ruido al dar un paso atrás.

      Al estar de cara a mí, ella me vio primero. Se apartó del ciervo y se puso de pie lentamente, quizá para no asustarme aún más. La sangre le manchaba la boca y la barbilla, convirtiéndola en una visión aterradora. Durante unos segundos, solo me observó con la cabeza ligeramente ladeada, luego dio un paso hacia mí y entonces fue cuando me di la vuelta y volví a correr a ciegas por segunda vez en un día. No llegué muy lejos, sin embargo: apenas había avanzado un par de metros cuando un puño salió de la oscuridad y me noqueó.

      CAPÍTULO 4

      Encantado

      Cuando desperté estaba amarrado de pies y manos con cinta americana a una silla en lo que parecía una burda cabaña: apenas cuatro paredes y un techo hecho de ramas entretejidas. A mi derecha había un par de hamacas, una junto a la otra, y a mi izquierda un armarito viejo y una mesa con dos sillas dispares. Junto a la puerta había un viejo cajón de madera y otra silla, sobre la que descansaba una pequeña pila de libros gastados. No había ventanas, pero la estancia estaba iluminada por un farol de camping que colgaba del techo. Yo estaba más o menos en el centro, con lo que no podía ver si había alguien o algo más detrás de mí.

      Justo cuando estaba pensando en cómo escapar, el chico y la chica que había visto en el claro entraron, colocando tras de sí la puerta, que no era más que un tosco tablón de madera.

      Debían de haberse cambiado de ropa, porque ninguno de los dos estaba manchado de sangre. Él llevaba una chaqueta de cuero de estilo motero con tachuelas incluidas, una camiseta gris desgastada debajo, vaqueros rotos y unas Doc Martens negras con la puntera metálica. Ella, en cambio, se había decantado por unos vaqueros llenos de rotos, medias de rejilla, unas Converse con estampado de camuflaje y un jersey verde oscuro un par de tallas más grande de lo que le correspondía, que dejaba uno de sus hombros al descubierto.

      —¡Estás despierto! —dijo ella alegremente. Tenía un marcado acento británico, lo que me resultó realmente chocante—. Temí que mi hermano te hubiera dado demasiado fuerte.

      Así que eran hermanos. Bueno, eso saltaba a la vista: ambos eran pelirrojos, con mechas negras en el pelo, delgados, pálidos hasta lo indecible y con unos ojos de un azul tan brillante que casi parecían luces de neón. Ella era realmente guapa, con los labios carnosos, la piel de porcelana y curvas en los lugares indicados, a pesar de la delgadez. Pero entonces su hermano me enseñó los colmillos, y recordé lo que había visto en el claro.

      —Por favor, no me hagáis daño —supliqué cuando ella se acercó a mí.

      —No vamos a hacerte daño —me aseguró ella, con una sonrisa tranquilizadora.

      —Aún —añadió él en tono amenazador. Tragué saliva, inquieto.

      —Me llamo Evelyn, y este es Reed. ¿Cómo te llamas? —prosiguió ella, ignorando a su hermano.

      —Ben.