Mónica Alvarez Segade

Nacido para morir


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se inclinó para mirar a los ojos intensamente a Ted durante varios minutos. No necesitaba hacer eso para penetrar en la mente sin barreras de un humano normal, pero a Reed le gustaba hacer el paripé, sobre todo porque ponía nerviosos a los humanos.

      —Ah, ya veo —dijo enderezándose—. Sí, yo diría que vamos a matarte. Te va a doler, pero será breve —añadió enseñando los colmillos al hablar.

      —¡No, por favor, no me matéis! —suplicó Ted, al borde de las lágrimas.

      —Lo siento, el juez ya ha dictado la sentencia y no admite apelaciones —le dijo Reed.

      —Vamos a matarte, y si gritas será peor, así que por tu bien estate calladito ―le advertí, de nuevo cogiéndole de la cara para que no pudiera evitar mirarme, e imprimí un toque extra de encanto en la orden.

      Mordimos cada uno en una muñeca; como le había ordenado, Ted no gritó, pero emitió un sonido agudo, como el que hace un ratón al ser pisado, y una lágrima le corrió por la mejilla.

      El mordisco en sí solo le dolió unos segundos, después, su torrente sanguíneo empezó a llenarse de endorfinas, dopamina e incluso algo de melatonina, lo que hizo que se mantuviera dócil y calmado, casi en un estado de duermevela. No es algo que yo hubiera hecho que sucediera, si hubiera tenido elección (Ted no se lo merecía), pero era una respuesta biológica: al entrar nuestra saliva en contacto con su sangre, se activaba de forma automática. También ralentizaba la coagulación, así que por esa parte no podía quejarme.

      Ted fue quedándose más y más flácido hasta que finalmente se desmayó; poco después, su corazón dejó de latir y para entonces apenas quedaba nada que chupar.

      —Aún sabía un poco a alcohol —comentó Reed haciendo una mueca—. Creía que te habías asegurado de que dejaba de beber alcohol, como hacemos siempre.

      —Dejó de hacerlo, pero debía de llevar bastante tiempo bebiendo antes de que yo llegara —me excusé.

      —Da igual. Cambiémonos y cojamos un hacha cada uno —replicó él enderezándose.

      Llevamos el cadáver de Ted al bosque en la dirección contraria a la cabaña y, mientras yo llevaba nuestro coche a su sitio, Reed empezó con la tarea de eliminar el cuerpo. No solíamos matar gente (incluso aunque algunos, como Ted, se lo merecieran), las leyes vampíricas del estado de Oregón no lo permitían, pero de vez en cuando hacíamos excepciones.

      Teníamos que deshacernos del cuerpo de modo que fuera difícil de encontrar, para que fuera considerado todo el tiempo posible como un caso de persona desaparecida; eso garantizaba no solo que el caso no sería resuelto por los humanos, sino también que no llamaría la atención de los vampiros. Eso incluía trocearle, esparcir sus restos por cientos de millas a la redonda (enterrados a poca profundidad para que los animales dieran cuenta de ellos), y quemar manos, pies y cabeza, para que su identificación fuera mucho más difícil. Estaba el asunto del ADN, pero con suerte, cuando la policía requiriese una muestra para compararla, la señora Jones ya habría tirado todo lo perteneciente a su marido.

      Nos llevó menos tiempo hacer trocitos a Ted Jones de lo que nos llevó esparcir dichos trocitos. Cuando volvimos al punto acordado, Reed vertió gasolina sobre los restos que íbamos a quemar (junto con la ropa y la cartera del muerto) y les prendió fuego.

      —Descansa en pedacitos, Ted —dijo Reed con fingida solemnidad—. Y si ves a Satanás, no olvides decirle quién te ha enviado.

      —Amén.

      Una vez desaparecido el cuerpo, fui a por el coche de Ted, aún en el aparcamiento del ya cerrado bar; tras mover las cámaras para que no me vieran, me lo llevé y lo abandoné en una cuneta, con las puertas abiertas, su móvil en la guantera y las llaves en el contacto. Cuando volví con Reed, nos quedamos viendo como ardía la pequeña hoguera hasta que los últimos restos de Ted se hubieron reducido a meras brasas. En silencio, volvimos a la cabaña.

      «¿Quieres hablar de lo de Ted?», me preguntó Reed mientras nos cambiábamos.

      «No tenía planeado traer a alguien como él, créeme, pero fue el primero en prestarme atención y no tenía ganas de esforzarme demasiado —expliqué encogiéndome de hombros—. Iba a ser un tentempié rápido, solo alguien para completar nuestra dieta este mes. Pero entonces vi toda esa oscuridad en su interior…».

      «No te sientas mal, tenía que morir —indicó Reed—. Y su familia estará mucho mejor sin él».

      «No me siento mal por haberle matado, hermano. Me siento mal porque, después de tantos años, no paro de repetir patrones —expliqué—. Me da miedo no poder cambiar realmente».

      «Podemos cambiar —me contradijo Reed—. ¿Recuerdas cuando nos convertimos? No había quién nos aguantase y ahora somos perfectamente capaces de vivir con los humanos…, si no tuviéramos que preocuparnos de que no aparezca Klaus para darnos el coñazo de nuevo».

      «Sí…».

      Hay tres tipos de vampiros según su dieta: los que se alimentan solo de sangre animal, esto es, los vegetarianos; los que se alimentan exclusivamente de personas, y los que siguen una dieta mixta. Klaus, nuestro creador, era un vegetariano y no permitía que nadie de su familia bebiera sangre humana. Habíamos discutido con él y nos habíamos ido de su lado hacía ya veinte años, pero nunca andaba lejos y, cuando nos encontraba, siempre intentaba convencernos de que volviéramos.

      «Hablando de convivir con los humanos…, ¿vas a intentarlo con ese chico?», quiso saber Reed.

      «¿Qué? ¿Con Ben? ¡No!», exclamé, quizá demasiado rápido.

      «Sabes que no se puede mentir con el pensamiento, Eve —me recordó Reed divertido—. Aunque lo niegues, te veo las intenciones. Él te gusta».

      «Vale, sí —admití al fin—. ¿Y qué? No es como si fuera a tener una relación con él».

      «Las relaciones entre humanos y vampiros son…».

      «Complicadas, lo sé», suspiré.

      «Iba a decir un error, pero eso también. Mira, si te gusta, diviértete con él un poco y ya —sugirió Reed—. Sabes que nunca podrá ser nada más que un juguete».

      «¡Qué cínico eres, hermano!», le acusé.

      «No es cinismo si es verdad —replicó—. Solo hay dos cosas que un humano puede aportar a un vampiro: sexo y sangre. Te aseguro que, en cuanto hayas probado un par de veces de cada una, te cansarás».

      «Lo que tú digas. Estoy cansada, me voy a dormir».

      «Duerme bien, hermanita».

      CAPÍTULO 6

      Baloncesto, historias de terror y sonetos

      El viernes durante la primera hora, el director nos recordó por megafonía los horarios de las pruebas para los diferentes equipos. Con todo lo que había pasado, casi me había olvidado de eso. Parecía mentira que hubiera sido el día anterior; era como si hubieran pasado mil años y, al mismo tiempo, apenas un segundo.

      —¡Suerte a todos! —añadió el director al final.

      La primera clase de ese día era Inglés, que daba la señora Mason. La señora Mason era una mujer de unos cincuenta años, con el pelo largo y gris recogido en una trenza, y que no debía superar el metro y medio de estatura. Sus aspectos favoritos de la lengua eran la gramática y la sintaxis. Yo odiaba la sintaxis, así que su clase no era de mis preferidas. Entre la perspectiva de las pruebas de baloncesto y el recuerdo de lo que había ocurrido en el bosque, me costaba concentrarme. Fallé todas las preguntas que me hizo la señora Mason, y Raven, que era su alumna predilecta, no perdió la oportunidad de lanzarme miradas de suficiencia todas y cada una de las veces.

      Terminé por desconectar de todo, incluso de las conversaciones con los demás en el recreo y la comida, en las que participé lo mínimo posible. Charlie fue el primero en darse cuenta de que algo