Mónica Alvarez Segade

Nacido para morir


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los ojos durante un segundo, pero estaba tan oscuro que no vi nada. Cerré los ojos de nuevo y menos de medio minuto después descendimos.

      —Ya puedes respirar —dijo.

      Abrí los ojos. A la luz de las farolas vi que estábamos en la linde del bosque y mi casa estaba a unos pocos metros, cruzando la carretera; nunca me había parecido tan acogedora hasta el momento. Pensando en cómo iba a explicar lo que había pasado y en la bronca que me iba a caer, di unos pasos hacia la casa, saliendo del dosel de árboles, antes de recordar mis modales.

      —Gracias por traerme —dije volviéndome hacia ella, pero ya no estaba.

      Crucé la calle y llamé a la puerta, preparándome mentalmente para el chaparrón. Abrió mi madre.

      —¡Ben! —exclamó abrazándome—. ¡Oh, Ben, estábamos tan preocupados! ¡Tu padre estaba a punto de llamar a la policía!

      —Lo siento mucho, mamá, no quería…, no quería preocuparos.

      Entonces me soltó y creo que estuvo a punto de cruzarme la cara de un bofetón, de lo enfadada que estaba. Mi padre salió entonces de la cocina y, extrañamente, se mantuvo al margen mientras ella me echaba la bronca.

      —No vuelvas a hacer eso nunca, ¿de acuerdo? —dijo. Su voz era dura, pero en ningún momento la elevó por encima del volumen normal; era peor que si me hubiera gritado. Bajé la cabeza, avergonzado y arrepentido—. Nunca vayas al bosque tú solo después de que anochezca, y menos sin el equipo adecuado.

      —No lo volveré a hacer.

      —Más te vale. —Volvió a abrazarme.

      —¿Cómo has encontrado el camino de vuelta? —preguntó entonces mi padre.

      —Por accidente —mentí—. Salí a un sendero, me puse a seguirlo, este me llevó a la carretera y a partir de ahí reconocí más o menos dónde estaba.

      —¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó mi madre. Se apartó un paso para observarme bien, acunando mi cara entre sus manos—. Si te hubiera pasado algo, yo… no sé lo que habría hecho.

      —Lo siento mucho, mamá, no volveré a hacer una cosa así nunca —repetí.

      —Será mejor que te vayas a la cama; demasiadas emociones por un día —dijo mi padre—. Ya hablaremos de tu castigo mañana.

      —Sí, papá.

      Me fui a mi habitación sin rechistar, aunque una vez allí, tumbado en mi cama a oscuras, no pude dejar de pensar en los mellizos en su cabaña del bosque, en especial en Evelyn, en su belleza salvaje y en cómo había flirteado conmigo.

      CAPÍTULO 5

      Hincar el diente

      Después de dejar a Ben en su casa, volví a la cabaña. Reed me esperaba sentado a la mesa, listo para empezar una discusión.

      «¿Me vas a contar ahora por qué no querías borrarle la memoria?», preguntó en cuanto entré.

      «No, déjame en paz», contesté.

      «Eve, no esperarás que lo deje pasar así como así, ¿verdad? ¡Esto es serio!».

      «Eso es exactamente lo que espero —respondí—, y ahora sal de mi cabeza».

      «Como quieras», rezongó.

      Sorprendentemente, le sentí retirarse lo suficiente como para poder volver a subir mis barreras. Rara vez discutíamos en voz alta cuando no había humanos cerca, pero no estábamos en la cabeza del otro constantemente, eso habría resultado confuso y mentalmente agotador.

      Sin mirarle, comencé a desvestirme.

      —¿Vas a salir? —preguntó.

      —Sí, necesito hincarle el diente a alguien —respondí buscando entre mi ropa.

      —Ese chico te ha puesto nerviosa, ¿eh? —dijo burlón. Me encogí de hombros―.Trae a alguien bueno.

      Finalmente, encontré el vestido que buscaba y me lo puse. Sin que tuviera que pedírselo, me ayudó a subir la cremallera. Después de maquillarme levemente (apenas algo de color en los labios y máscara de pestañas), me puse las deportivas que había llevado antes y cogí unos zapatos de tacón para ponerme después; los tacones no son nada prácticos a la hora de conducir.

      —¿Cuándo te he fallado en eso, hermano? —pregunté, dándome la vuelta para mirarle.

      —Nunca —admitió—. Que tengas buena caza.

      Corrí hasta el lugar donde manteníamos el coche oculto y tomé la carretera que salía del pueblo en dirección norte. Necesitaba alejarme de Reed lo suficiente como para poder pensar sin mantener las barreras subidas por si acaso espiaba mi mente.

      Por mucho que fuera mi hermano mellizo, no podía decirle que la razón por la que no quería borrar la memoria de Ben era que había visto su cara en un sueño años atrás y jamás había podido olvidarla. Verle en el claro había sido una sorpresa; ¡era real! Y era humano.

      Todo sucedió un año después de convertirnos, en realidad, la noche que matamos a nuestro alcoholizado y violento padre humano. Nuestro creador nos había prohibido ir a ver cómo estaba nuestra madre, pero aun así lo hicimos. Encontrárnoslo pegando a mamá nos enfureció tanto que perdimos el control y, cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde.

      Un vampiro no puede emborracharse a menos que tome sangre de un borracho, así que estoy segura de que, si se lo dijera, Reed lo atribuiría al alcohol de aquella sangre. Pero la cerveza barata o el whisky de supermercado no son capaces de crear una cara con tanto detalle. Había sido un sueño confuso y enmarañado, pero su cara destacaba con claridad en medio de todo: Ben era importante. Aquel sueño había sido algo más, quizá un sueño premonitorio, solo que entonces no tenía forma de saberlo.

      Al verle en el bosque, sin embargo, recordé que una vez un monje asceta siberiano había dicho que se avecinaba una guerra entre humanos y vampiros. Si su premonición era correcta, quizá mi sueño se refiriese a ella… o quizá no. El futuro siempre es algo incierto. Pero Ben era una pieza clave, de eso sí que estaba segura.

      Llegué al bar a eso de la nueve y media, aparqué en una de las plazas libres frente al local y me puse los zapatos de tacón y la chaqueta de cuero que guardaba siempre en el maletero. No la necesitaba, por supuesto, pero había que guardar las apariencias.

      El vestido que me había puesto estaba diseñado para atraer la atención. Era rojo, de cuero de imitación, con tirantes y escote en forma de corazón, muy corto y ajustado; algo que las chicas ricas de Hollywood se pondrían para una fiesta, pero yo lo usaba como reclamo. Era, al mismo tiempo, el cebo y la cazadora.

      Como esperaba, todas las miradas se posaron en mí en cuanto crucé el umbral. Caminé hasta la barra sin mirar a nadie y me senté en uno de los taburetes libres. A mi lado había un hombre de unos cuarenta años, con el pelo entrecano y cierta barriga cervecera, pero sin llegar a tener sobrepeso. Olfateé discretamente en su dirección: no olía a ninguna enfermedad que pudiera estropear el sabor, y lo del alcohol se podía arreglar.

      —¿Qué te pongo, guapa? —me preguntó el camarero tras comprobar mi carnet de conducir falso.

      —Un bourbon, por favor —pedí—. Que sea doble.

      —¿Mal día? —preguntó el hombre a mi lado.

      —¡Ni se lo imagina! Me han despedido, mi novio me ha dejado y, por si fuera poco, ¡mi gato ha muerto! —dije, fingiendo echarme a llorar.

      —¡Oh, pobrecita!… —El hombre se compadeció de mí enseguida, tal y como esperaba—. Bueno, este no será el sitio más sofisticado de por aquí, pero tienen buen alcohol para ahogar las penas en él.

      —Tu bourbon, guapa —dijo el camarero, poniendo el vaso delante de mí.

      —Cóbramelo a mí —replicó el hombre.