Mónica Alvarez Segade

Nacido para morir


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¿estás bien? —quiso saber Jim, preocupado.

      —¿Eh? —Volví a la realidad de golpe; había estado recordando la imagen de los colmillos de Reed—. Sí, solo nervioso, ya sabes, por las pruebas.

      A pesar de la hostilidad de Kyle, quería entrar en el equipo, no solo por Hunter, sino también por mí. Hasta el momento, las clases de Educación Física habían ido bien e incluso había recibido los halagos del entrenador en alguna que otra ocasión, lo que ponía furioso a Kyle, pero necesitaba la rutina de los entrenamientos para completar mi cuota de ejercicio semanal. No podía evitarlo, era un yonqui de las endorfinas.

      Las pruebas de baloncesto eran de las primeras en celebrarse. El nerviosismo desapareció en cuanto comenzamos con los ejercicios de calentamiento que tan familiares me resultaban y, como esperaba, también lo hicieron todos los demás pensamientos. Para mí, el baloncesto era algo tan natural y fácil como respirar y, lo mejor de todo, era igual en todas partes.

      Me sorprendió un poco que mi padre estuviera en la grada observando, pero recordé que ahora tenía mucho más tiempo libre; por lo general, su horario de trabajo terminaba al acabarse las clases. Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Después de mi aventura en el bosque (de la cual aún no habíamos hablado), era mejor que me comportase lo mejor posible, por mi propio bien.

      La prueba en sí era simple: un partido de los aspirantes contra los miembros del equipo. El entrenador me puso a mí como capitán de los aspirantes.

      —Te he estado observando en Educación Física, Connor —me dijo—, y creo que eres bueno, así que no me defraudes.

      —No lo haré, señor.

      Entendí por qué Kyle era el capitán en cuanto empezamos a jugar. En comparación, en clase se había contenido, pero ahora se estaba tomando las cosas muy en serio: jugaba de una forma muy agresiva, tanto en defensa como en ataque. No es que anduviera a codazos con el resto, pero no le importaba caer o toparse con otro jugador con tal de que sirviera para anotar puntos. Me hizo esforzarme al máximo y, aun así, cuando el entrenador pitó el final su equipo nos sacaba dos puntos.

      —Muy bien, se acabó —anunció—. El lunes tendréis la lista con el nombre de los que han entrado en el equipo en la puerta de mi despacho. Y ahora id a las duchas, ¡apestáis como una banda de mofetas!

      —Buen trabajo, tío —me dijo Hunter, palmeándome la espalda.

      —Gracias.

      —Contigo en el equipo esta temporada va a ser mucho mejor que la anterior.

      Parecía bastante animado, así que decidí no recordarle que la decisión era del entrenador Benson, no suya. Supongo que daba por sentado que entraría, y la verdad es que deseaba con todas mis fuerzas que tuviera razón.

      Cuando salí de las duchas, mi padre seguía en las gradas, esperándome mientras consultaba algo en su portátil, así que fui a su encuentro. Las animadoras habían tomado el gimnasio y estaban celebrando sus propias pruebas.

      —¡Hola! —me saludó con una jovialidad exagerada, cerrando el portátil y guardándolo en su maletín—. Enhorabuena.

      —Todavía no sé si he entrado, papá —le recordé.

      —Lo que tú digas, agorero. Esas chicas lo hacen bien, ¿eh? —comentó. Una de las animadoras me sonrió y me saludó agitando un pompón; recordé que se llamaba Stella y estaba en varias de mis clases. Le devolví el saludo por educación—. Creo que en mi época las coreografías no eran tan complicadas. Y los uniformes eran menos… reveladores.

      —¡Carroza! —bromeé de forma un tanto forzada.

      —Tu madre fue animadora cuando estudiaba aquí, ¿sabes? —dijo—. Creo que su anuario todavía debe estar por casa…

      Ellos se habían conocido en la universidad, por supuesto. Papá había crecido en Queens, donde iba a un instituto público. Siempre había pensado que para mi madre debía de haber sido un alivio salir de un pueblo tan pequeño; pero tenía sus ventajas, como la posibilidad de pasar una infancia tranquila, libre de los peligros de la gran ciudad. Aunque los peligros de la gran ciudad eran comparables a los vampiros, así que quizá no fuera un sitio tan idílico como aparentaba.

      En cuanto llegamos a casa, mamá nos reunió en el salón para hablar del castigo.

      —Las acciones tienen consecuencias, Ben —dijo muy seria—. No te voy a castigar sin salir, pero solo si mantienes tu habitación limpia y ordenada y lavas los platos.

      —¿Todos los días? —pregunté.

      —Todos los días —repitió—. Si quieres quedar con tus amigos, tienes que cumplir esas condiciones, además de hacer tus deberes, claro. Y me ayudarás en el jardín cuando te lo pida.

      —De acuerdo.

      Era lo justo, ¿no? Había hecho algo malo y ahora iba a tener que pagar.

      —Da gracias de que ha sido idea de tu madre y no mía, porque yo te habría dejado sin internet un mes —me dijo mi padre.

      Así que esa tarde, además de hacer los deberes, ordené mi habitación y, por si acaso, también el baño.

      Después de la cena (gracias a Dios, cuando ya había terminado de lavar los platos), Hunter vino a casa y preguntó si podía quedarme a dormir en la suya, ya que al día siguiente no teníamos clase.

      —¿Qué vais a hacer? —preguntó mi madre.

      —Nada especial, jugar a videojuegos… o quizá ver una peli de terror —dijo Hunter.

      —¿Has ordenado tu habitación como te pedí? —me preguntó. Asentí—. De acuerdo, pero te quiero aquí mañana antes de mediodía.

      —Gracias, mamá.

      Subí a mi cuarto para coger mis cosas. Hunter vino conmigo y aprovechó para echar un vistazo a mi habitación. Era más grande que la que había tenido en Nueva York, pero los muebles estaban más gastados y, pese a la claraboya en el techo, casi encima del escritorio, había mucha menos luz.

      —Eres muy ordenado, ¿eh? —comentó Hunter.

      —No te creas, mi madre me ha castigado con no dejarme salir si no hago mis tareas —repliqué.

      Ese mismo día había habido ropa amontonada en la silla del escritorio y los deberes habían estado esparcidos sin orden ni concierto sobre la mesa, casi tapando mi portátil.

      —Entiendo… Bonito equipo estéreo —se maravilló mientras yo metía un pijama y una muda limpia en una bolsa de deporte—. ¡Vaya! ¿Tienes un Mac?

      —Eh… Sí.

      Me sonrojé: había sido un regalo de mis padres por mi trece cumpleaños y apenas lo usaba para otra cosa que no fuera hacer los deberes y ver películas, me habría conformado con un portátil más barato.

      —Mola.

      Fuimos hasta su casa y nos instalamos en el sótano; Charlie y Jim llegaron poco después. Hunter preparó palomitas para parar un tren y nos dispusimos a escoger una película de terror para ver en la tele del sótano, donde habíamos estudiado el jueves. Jim quería ver Drácula, la de Coppola con Gary Oldman y Keanu Reeves, pero me opuse: nada de vampiros. Por suerte, los demás me apoyaron. Terminamos eligiendo la cuarta entrega de la saga Saw.

      —Hoy en día se abusa mucho del gore fácil, ¿no creéis? —comentó Charlie.

      Casi me atraganto de la risa; Charlie tenía un extraordinario parecido con el personaje de Carl Grimes de la serie The Walking Dead, de la que era gran fan. En ese mismo momento llevaba una camiseta con el logo. Miré la pantalla: mostraba un hombre reventándole los sesos a martillazos a otro. No había gore más fácil que ese.

      —Y del «basado en hechos reales» —apuntó Hunter, poniendo pausa—. ¿Y si hacemos otra cosa?

      —Eso, podemos