F. J. Medina

La balada del marionetista II


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un papelillo. Después abrió el arcón que tenía a su lado y depositó allí la cajita. Intercambiaron unas palabras, no demasiadas, y Hopaniro regresó a la barcaza.

      —¡Dársena catorce! —gritó Hop.

      —¿Dónde están esos barcos tan grandes como los que hemos visto remontar el río? —preguntó Teon.

      —En el puerto de mar —respondió Hop—. Aquí atracan los pequeños y los que nos dedicamos solo al río —aclaró, mientras los marineros amarraban la barcaza en la dársena que les habían adjudicado—. Me gusta la catorce. —Oyó musitar al capitán.

      Era por la tarde, pero la actividad del puerto fluvial era alta. No podía ser de otro modo con la ingente cantidad de barcos que allí había atracados, por lo que debían caminar con cuidado para no llevarse a nadie por delante con los caballos, a los que llevaban tirando de las cinchas. Al despedirse, Hopaniro les había advertido que no podrían subirse a ellos, pues estaba prohibido por precaución, y en la medida de lo posible, que marcharan hechos una piña. A decir verdad, a Harod lo último que le apetecía era subirse al caballo. Tras tantos días embarcado, sus piernas deseaban moverse y caminar todo lo que fuera posible.

      —¡Alto! ¡Por aquí no podéis circular! ¿Acaso no lo sabéis? —esgrimió uno de los dos guardias que, cruzando sus largas alabardas, les cerraban el paso. En Wahl lo normal era prestar servicio ataviado con una armadura metálica y cota de mallas, pero en Saha el clima era templado y los guardias iban provistos de un conjunto de cuero marrón, tachonado y con los brazos al descubierto, como las piernas que asomaban bajo el faldón de curtida piel que se quedaba sobre las rodillas. A la cintura portaba cada uno una pequeña espada.

      —Siempre bajo por aquí —respondió Karadian, en un tono difícil de distinguir, donde lo furibundo y la extrañeza se entremezclaban sometidos a un riguroso control sobre sí mismo.

      —Vendríais siempre sin caballo entonces. Por aquí se baja a pie, entendiéndose solo las personas. Ni carros ni caballos. Si pretendéis bajar al puerto de mar deberéis hacerlo por el camino de carga y caballos —aclaró el uniformado, señalando con su alabarda hacia el camino que Harod veía a la izquierda, uno un poco más alejado del agua, por el que accedían dos carros tirados cada uno por un caballo.

      —Le agradecemos la información, soldado —se adelantó Taria al mago, exhibiendo la autoridad que acostumbraba a mostrar en Wahl, y el respeto que allí mostraban por las normas y los encargados de hacerlas cumplir—. No es nuestra intención incumplir las normas de la ciudad ni armar jaleo con la autoridad local —dijo, tirando de las riendas de su equino para encaminarse hacia aquella dirección.

      —¡Solo una cosa más! —comentó el guardia cuando ya se encaminaban hacia el camino, haciéndoles parar y girarse—. Tenéis que ponerles recogeplastas.

      —¿Recoge qué? —preguntó Téondil.

      —Recogeplastas… —repitió el guardia, que al ver que seguían sin entenderle, hizo un gesto dirigiendo la punta de su alabarda hacia el culo del caballo de Teon—. Allí hay un puesto donde podréis comprar las cuatro que necesitáis —agregó, apuntando nuevamente con su arma, esta vez hacia un tendero apostado cerca del acceso al camino.

      —No esperaba que con la fama de bullicio que Saha tiene se preocuparan tanto por la higiene —apuntó Teon, caminando a su lado por el sendero de amarillenta tierra prensada.

      —A mí también me ha sorprendido lo de ponerles bolsas en el culo —agregó la elfa, que se había quedado justo tras ellos de forma intencionada. Harod supo que lo hacía por cubrirle las espaldas—. Con tanto que vienes, ¿cómo puede ser que no te hubieras dado cuenta de los recogeplastas y de por dónde se va a caballo? —preguntó, alzando la voz para que el mago, que iba en cabeza, la escuchase.

      No hubo respuesta por parte del mago. Se habían cruzado con un carro que subía cargado de mercancías, tirado por dos caballos, y poco después Teon se echó a la derecha, hacia una especie de descansillo que había en el camino. Le siguió, y Taria tras ellos, mientras que Karadian tardó un poco en darse cuenta de que bajaba completamente solo. Se detuvo, pero no fue hacia ellos. Estaban en un mirador, desde el cual podían contemplar el esplendor del puerto marítimo de la ciudad.

      —No es un precioso lago enmarcado por verdes montañas, ni una puesta de sol sobre el mar, pero podría decirse que es hermoso —comentó la capitana, absorbiendo profusamente la brisa marina que les llegaba.

      —Extrañamente estoy de acuerdo contigo —apuntó Teon—. Me gusta, puede que regrese y me establezca aquí cuando entreguemos esa carta a los airins…

      —Es bonito —musitó Harod, con cierta melancolía al oír hablar a su amigo. Hacía tiempo que no pensaba en ello, en que Teon no podía regresar con él a Wahl.

      —Piénsalo bien, Harod. No es un sitio demasiado lejano, y al ser un puerto tan importante siempre tendrías una excusa para bajar a visitarme.

      —Sí, es posible.

      —No sé por qué, pero me gusta mucho —añadió Teon, aspirando brisa tan profusamente como la elfa—. Nunca había visto el mar, pero por alguna razón no me resulta extraño.

      Ese debía de ser el sitio que el capitán Hop les había comentado. Fue la primera mañana que amaneció sobre la barcaza, en su terracita privada, como casi siempre que hablaban, antes del desencuentro. Les había hablado un poco sobre Saha, y de una parada en el camino desde donde podrían contemplar el puerto. Dijo que la ciudad estaba dividida en dos regiones, la portuaria y la residencial, destinada para aquellos que vivían en Saha y tenían algo de dinero. Esa parte se alzaba a la izquierda del camino de carros, sobre el gran muro de piedra que les acompañaba en la bajada, a la izquierda. Donde también residían sus dirigentes, porque como bien les explicó el capitán, Saha no tenía ni alcalde ni regente alguno como ciudad independiente que era. Las normas y leyes de la ciudad las dictaba un consejo, uno formado por once tipos y tipas que viven en lujosas mansiones, como se refirió Hop acerca de ellos.

      Al otro lado del sendero, a la derecha, habían tenido la parte de atrás de los comercios que tenían su entrada al otro lado, el empedrado camino para peatones. En el mirador el camino se desviaba hacia la izquierda, siguiendo la estela del precipicio en el que abajo se hallaba la zona portuaria, llena de edificios de varias plantas en los que vivían los que menos recursos tenían, además de numerosas tabernas y altas posadas. Todo se veía muy gris, incluso los tejados que la mayoría eran a dos aguas. Era enorme, y no se veía un solo jardín entre sus calles o plazas. Eso estaba reservado para la zona residencial, la de los que ya tenían un poco de dinero y cuyos barrios se alzaban monte arriba. Hopaniro no había estado allí, por lo que no pudo describir dichos jardines, pero sí que les dijo que eso era lo que había oído. Que el monte estaba lleno de casas pequeñas, medianas, grandes y mansiones gigantescas con veinte o treinta habitaciones. Una zona tranquila y alejada del bullicio, les dijo.

      Y luego veían el puerto, los barcos. El atardecer estaba reflejado sobre las aguas del mar, anaranjadas y azules, calmadas más allá de los barcos. Eran decenas y decenas, y más decenas de embarcaciones. «Puede que haya más de cien…». No se propuso contarlos, pero, aunque los vislumbraba desde lejos, sí que pudo distinguir que había muchos tipos de embarcaciones, aunque su vista apenas alcanzaba para ver que unos eran más grandes que otros, con formas algo diferentes y uno… Se detuvo en uno que era tres veces más grande que cualquiera de los otros. «¿Será de los gigantes? Debe serlo, siendo tan grande…».

      —Debe de haber gigantes, Harod —apuntó Teon, despertándole de su anonadamiento. Supuso que se debía de notar hacia dónde estaba mirando.

      —Seguramente, Teon.

      —También hay elfos —agregó Taria. Su voz le resultó envuelta en cierta añoranza

      «Nunca habla de ellos, de su vida de antes».

      —Y enanos —añadió la elfa, cuya vista sí que parecía ser capaz de distinguir los diferentes tipos de naos—. También de Harrezión, y el lobo del norte ondea sobre el mástil de seis embarcaciones.