F. J. Medina

La balada del marionetista II


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en sus puestos, o a los que abandonaban los suyos para espiar a las impúdicas mujeres. Las Estrelladas no tenían el menor reparo en dejarse observar mientras follaban unas con otras. En las tiendas apenas se las veía, pero sí en el bosque o en la playa. Parecían estar cogiéndole gustillo a fornicar en la arena de la playa, puesto que su reino no daba al mar y aquello parecía resultarles tremendamente excitante. Había pedido por enésima vez que se las dejara en paz y no se las espiase, pero sabía que era una orden imposible de hacer cumplir, por lo que solo castigaba a los que dejaban las tareas de vigilancia para espiarlas. Era imposible apartar la vista de ellas, incluso para él, quien además se había fijado especialmente en una de ellas.

      «Neríade…» suspiró cuando Gréndhalin le dijo su nombre, nada más verla ante las puertas de Ilien.

      —Es la líder de las Kalís —le informó.

      Hasta entonces, Neríade había pasado desapercibida, manteniéndose en un segundo plano y siempre rodeada de las suyas. Lékar apenas había podido reparar en ella puesto que las Estrelladas no llegaron a entablar combate en Valiar, no participaron en las matanzas y saqueos de las pequeñas poblaciones que se encontraron por el camino y tampoco participaba de las orgías que Gréndhalin le organizaba. Y, sin embargo, ahora las tornas parecían haber girado en las Estrelladas, ya que la reina era quien parecía ser una más de no ser por la corona que portaba puesto que Neríade se había hecho con el mando de las cuarenta mil mujeres.

      —Es algo parecido a lo que hacen los Tigerlam —le dijo Gréndhalin cuando él la cuestionó por ello el segundo día de campamento.

      —No es algo de los Tigerlam. Esa costumbre de Harrezión les viene de tiempos mucho más antiguos. Según dijo el desgraciado tigrecito cuando llegó a Thandroll, esa práctica viene de una ancestral guerra contra la diosa de la Muerte, por lo que si lo de cambiar a un dirigente más apto en tiempos de guerra es una táctica acertada no será mérito de ellos.

      —Tal vez no sean tan famosas como la invencible Guardia Dorada de Álanor, pero estoy segura de que las Kalís están a su misma altura —dijo Gréndhalin.

      De ningún modo Lékar creyó que la destreza de esas mujeres estuviese al mismo nivel que la formidable escuadra de Álanor, pero en su interior sí que reconoció que causaban cierta impresión. No solo eran terriblemente bellas y esbeltas, altas y fuertes, sino que cada una de las diez mil Kalís llevaba un tatuaje de lo más llamativo. Era una gigantesca enredadera que nacía encima de uno de los ojos y descendía por la sien para rodearlo casi por completo con una pequeña ramificación. Después la enredadera seguía descendiendo justo ante la oreja y bajaba por el cuello y el costado, y recorría toda la pierna hasta llegar a los dedos del pie. Además, a la altura del hombro otra ramificación recorría ese brazo hasta llegar a la uña del dedo índice, y también tenían ramificaciones que acariciaban el bello seno del lado en cuestión, así como también la enredadera tocaba el sexo de cada una de ellas. Y, entre ramas y ramas, pequeños puntos relucían como si de mismísimos diamantes se trataran. Unas Kalís tenían la enredadera recorriendo de arriba abajo su lado izquierdo, mientras que otras la tenían en el lado derecho.

      Neríade no era la Kalí más alta, pero sus ciento setenta centímetros desprendían muchísima más energía que cualquiera de los soldados de Khormonh. Su tatuaje recorría todo el lado derecho, y una de las pequeñas estrellas de diamantes estaba en el cuello, justo debajo de la oreja. Era perfectamente visible ya que tenía el cabello muy corto, distribuido en pequeños mechones rizados que le daban el aspecto de estar despeinada. Era pelirroja, de tez clara y firmes ojos amarillos. Un aspecto que primero le pareció fuego puro, pero ahora que llevaba una semana soportándola, le resultaba felino. Y odiaba todo lo que tuviera que ver con gatos, o tigres.

      —¡Te dije que debían participar en las guardias! —gritó Lékar al acercarse a la reina—. En una semana no he visto a ninguna de ellas haciendo turnos —apuntó en un tono más conciliador, tras verse apuntado por una veintena de arcos, cuyas miradas tras la cuerda de cada uno de ellos no le hacía dudar de que dispararían sin el menor reparo por más general o gigante que él fuera—. Mucho me temo que, si tú no lo haces, tendré que ser yo quien la ponga en su sitio.

      —¿Ponerla en su sitio? —dijo medio riéndose Gréndhalin.

      —Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo —esgrimió, mostrándole rabiosamente el puño ante su cara—. Y te aseguro que no le gustará. Ni a ella ni a ti.

      —¿Y qué harás? ¿Castigarla con unos azotes? —continuó hablando con sus pícaros ojos celestes y su sensual sonrisa, denotando estar a punto de estallar en carcajadas. Se enfureció aún más.

      —Tiene los humos demasiado subidos. Si tú no puedes hacerlo, te repito que seré yo quien tenga que enseñarle quién manda aquí. —Nada más decirlo se giró para emprender airoso el camino en busca de la líder de las Kalís, quien como había hecho estos días atrás a media mañana estaba aleccionando a sus mujeres en el interior del bosque.

      —¡Te aconsejo que no lo hagas! —exclamó la reina. Se detuvo tras los dos pasos dados, girándose para encarar de nuevo a Gréndhalin—. Lékar, a mí misma me cuesta a veces que las Kalís acaten mis órdenes porque, aunque yo sea la reina, las Kalís solo obedecen sin rechistar a su líder, y esa… esa es Neríade. Y si lo que piensas es retarla a un duelo para demostrar tu virilidad, te advierto de que lo único que harás será perderla. Incluso si consiguieras vencerla. ¡Piénsalo! ¿Cómo crees que se sentirán tus hombres viendo cómo su gran general, un enorme y poderoso gigante, desafía a una mujer? Lo único que conseguirás será perder. Pero te advierto que no perderías tu hombría solo por retar a una mujer, sino por morder el polvo ante ella. Te crees invencible por ser un gigante, pero Neríade está acostumbrada a batallar cada día con thargros, y muchos de ellos son más grandes y bestias que tú. Híbridos entre hombres y lobos, gigantes y osos, cruzados también con leones o tigres… Neríade se ha merendado a más de uno que medía tres metros, y con las manos desnudas, por lo que puedo asegurarte que no se intimidaría ante ti, y que debido a su férrea y venerada disciplina, tampoco te subestimaría y no dudaría en destriparte vivo para usarte como ejemplo. Así que déjala en paz y métete en tus asuntos, asuntos de débiles y perezosos hombrecillos a los que les cuesta más trabajo de la cuenta mantener la polla mirando para abajo.

      —Es… es una mujer —espetó Lékar, a regañadientes y apretando los puños—. No me impresionas con tus… fábulas. Ninguna mujer podría derrotarme. ¡Haz que te obedezcan! No te lo diré más. Si no obedece, yo la haré obedecer.

      Lékar, airado, se dirigió hacia la playa. Necesitaba darse un baño para templar los ánimos… «Pero solo esta vez. A la próxima…». Se propuso dejar de pensar en ella.

      Hasta el agua salada estaba caliente, por no mencionar los vientos excesivamente cálidos y húmedos que provenían del oeste. Estaba más que acostumbrado al calor, pero el que imperaba en Ilien era seco, mientras que el calor del sur le estaba resultando insoportable. Flotando, con los brazos y piernas extendidas, se quedó observando el inmenso azul del cielo de Harrezión.

      El sol también brillaba aquella mañana, despuntando sobre otro cielo azul, aunque salpicado con nubes que se asemejaban a borregos y empujadas por una brisa fría.

      —Nos has deshonrado a todos —le reprochó Durgón, empujándole él mismo junto a Yackem, arrojándolo al Páramo de los Efemitas. No cayó al suelo por poco, pero se sintió como si lo hubieran arrojado al fondo de un pozo y vertieran la tierra de medio monte sobre su cabeza—. ¡Lárgate y no vuelvas por aquí! Espero que te revienten la cabeza. —Lékar alcanzó a oír el quedo deseo del Señor de los Gigantes mientras se daba la vuelta y cerraban ambas hojas del grueso portón de madera.

      «El destierro efemita…».

      Lo habían expulsado de Thandroll por su intento de asesinato sobre Darion. No lo negó, sino que alzó la cabeza y lo admitió libremente. Aquello le había costado la repulsa por parte de los gigantes, que lo expulsaron al Páramo como condena.

      «Algún día volveré. Volveré y haré que clavéis la rodilla en el suelo».