F. J. Medina

La balada del marionetista II


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fin a su tormento.

      «No sé cómo he llegado a esto, ni por qué. Ha sucedido todo tan rápido. No lo entiendo».

      Kréinhod se lamentaba por lo que el destino tenía deparado a los de su sangre, usando al grandioso Dríamus como instrumento. Y acabó resignándose a él. En ese momento no necesitaba más detalles, hasta que la imagen de su hijo se cruzó entre sus temores.

      —¿Qué pasaría con Harod? ¿Él también debe seguir mis pasos, o solo yo?

      —No tiene por qué. De ti depende el nombre del Thunderlam que cruce por aquella negrura...

      Kréinhod pensaba, daba vueltas al futuro de su hijo, el cual dependía directamente del suyo. No deseaba que corriese la misma suerte. Harod debía vivir, bajo ningún concepto permitiría que su hijo pudiera pasar por algo que Dríamus describía como peor que la muerte.

      —Es tu última oportunidad. Necesito una respuesta, Kréinhod Thunderlam, Señor del Trueno. ¿Te… sacrificas?

      Y entonces, resignado al comprender que jamás volvería a ver a su hijo, que no le vería madurar hasta convertirse en un hombre, que no disfrutaría de sus vástagos… Lo decidió. Pero no pudo hablar. Su nuez estaba tan resignada y abatida que no podía ni tragar saliva para pronunciar la sencilla palabra.

      Así que le bastó con una mirada a los expectantes ojos amarillos del dragón.

      —Muy bien, como quieras —respondió Dríamus—. Así será.

      Y lo soltó. Separó sus dedos y Kréinhod cayó arrojado súbitamente al vacío, desapareciendo estupefacto entre las nubes.

      ―¡Dríamus! ¡Dríamus! ¡Acepto mi destino! ¡Lo acepto! ―vociferaba con desesperación, mirando arriba, esperando la aparición que lo rescatase y llevase a ese destino tan cruel―. ¡Yo tomaré ese destino! ¡Deja libre a mi hijo! ¡Dríííaaamuuus!

      Capítulo 4

      Ethernia

      Los primeros rayos de luz penetraban por los ojos de buey de la madera. Téondil, en la litera superior, comenzaba a desperezarse al sentir el suave impacto del sol en sus legañosos ojos. Por fin había dormido una noche entera y ahora, por más que se los frotaba, las pequeñas motas legañosas no se desprendían de sus rubias pestañas. Incluso la neblina que cubría sus ojos ahora le resultaba agradable, y el hecho de estirarse de piernas y brazos al mismo tiempo que se retorcía entre las sábanas era una sensación de lo más placentera. Hasta el finísimo colchoncillo le parecía ahora un mullido lecho de plumas calentado por una atractiva jovencita.

      Hasta que la cama dio un vuelco y cayó violentamente de bruces al suelo.

      —Había olvidado que estaba en un barco —se dijo rascándose la cabellera en el lugar donde se había golpeado.

      Se levantó aparatosamente, apoyándose en el hierro de la litera, dispuesto a salir del amplio camarote. Había cuatro hileras con muchas literas de hierro, pintadas en gris oscuro. Las dos filas exteriores estaban pegadas a las paredes del barco y las otras dos estaban juntas en el centro, creando dos pasillos a todo lo largo del habitáculo. El derecho era de la tripulación, y el izquierdo era compartido por tripulación y por los viajeros que contrataban el pasaje. Téondil estaba al fondo de ese pasillo, sin nadie más en la estancia. Avanzó por él con la intención de salir a cubierta cuando un rudo marinero entró de golpe y se topó con él de frente. El hombre le echó una insinuante miradita, de arriba abajo y de abajo arriba, que le incomodó sobremanera.

      —Bonito pijama —espetó socarronamente y con voz fina, un tono que no encajaba en absoluto en alguien con ese aspecto.

      El marinero entró al pasillo derecho y Téondil, estupefacto y sonrojado, se miró de pies a cabeza.

      —¡¿Qué demonios hago yo con esto puesto?!

      Se llevó las manos a la cabeza, horrorizado por la espantosa visión que acababa de tener. Sintió desfigurarse su rostro tanto como cuando sintió el helor en el bosque de Illdren. Y no era para menos. Llevaba puesto un monísimo pijama de algodón rosa, varias tallas más pequeño que la que le correspondía, y unas peludas zapatillas del mismo color. El pantalón se quedaba una cuarta por encima del suelo, en medio de sus pantorrillas, y era tan ajustado a su cuerpo que sus partes sexuales se marcaban exageradamente. La parte de arriba también estaba adosada a su piel. Las mangas apenas traspasaban los codos, pero la barriga… La prenda se le quedaba tan pequeña que se había enrollado y tenía el borde bajo el pecho, en lugar de tenerlo en el ombligo que era donde le debía quedar a tenor del tamaño de la camiseta. Afortunadamente no era un peludo barrigón, si no la estampa le hubiera resultado algo grotesca. Aunque no fuera dado a hacer ejercicio, siempre hacía lo básico para mantenerse delgado y que los músculos estuvieran algo marcados. Debía mantener un buen tipo para ligar con las muchachas que le gustaban, que no eran otras que las más bellas del lugar en el que se encontrase.

      —No puedo salir con esto.

      Desesperado y acelerado, regresó hacia la litera en la que había dormido para buscar su ropa entre sus enseres. Las mochilas estaban atadas bajo la cama inferior, pero por más que rebuscó no halló ninguna prenda en ellas.

      —¿Dónde está mi ropa? —espetó alteradísimo, provocando la risotada del marinero que se hallaba en el otro pasillo.

      Téondil le miró atónito y con ojos acusadores a través del hueco que había entre las camas superiores e inferiores, viendo cómo cogía algo de una gran bolsa que tenía bajo la que debía ser su cama.

      —¡La broma ya ha durado bastante! ¡Devuélveme la ropa! —le dijo exaltado. Tenía ambas manos en el hierro de la cama de arriba, al igual que la frente, apoyada en la misma barra.

      ―¡Nadie te ha quitado la ropa! ―contestó el marinero, ofendido por sus palabras.

      ―Pues no está entre mis cosas. Alguien la ha cogido.

      No esperaba una reacción de ese tipo. El marinero se lanzó bruscamente entre las camas, enojado por la acusación, sorprendiéndole por completo. Le agarró poderosamente del cuello, con una mano, y lo aplastó contra la cama baja acercando su rostro hasta tocar nariz con nariz. Sus ojos se habían desorbitado, pero lo que más le asqueó fue el apestoso aliento a aguardiente que desprendía aquel tipejo.

      —Zorrita rosa, la próxima vez que me acuses a mí o a alguno de mis camaradas de robarte un vestidito te serviré de alimento a los tiburones —le amenazó, con un tono de lo más convincente mientras apretaba la enorme mano alrededor de su frágil cuello, acusando la falta de aire y sintiendo cómo su cara se calentaba hasta ponerse roja e inflada como un tomate.

      —B… b… bi… bien —logró decir cuando el marinero aflojó algo su mano.

      Acto seguido, no sin antes repetir su amenaza, el hombre le soltó y tomó el pasillo balbuceando sobre lo que odiaba a las mariconas, putos de ciudad, hombres que se acostaban con otros hombres...

      Antes de acusarle, a Téondil se le había ocurrido que podría coger algo prestado de alguna otra mochila, pero esa idea se desvaneció completamente tras la reacción del marinero. Ni miraría las pertenencias de los demás. Pensando qué hacer, no le quedó otra que enrollarse una sábana blanca para salir a la superficie.

      «Si alguien me pregunta bastará con decir que tengo frío y me he constipado» pensaba.

      Ascendió las escalerillas y, al contemplar el maravilloso y cálido día que amanecía, la excusa del frío no resultaría nada convincente.

      —Creo que me he resfriado —le dijo a un tripulante con el que se cruzó.

      A tenor de la burlona mueca con la que el marinero le obsequió, le dio la impresión de que no le había creído y que el otro ya había cuchicheado sobre su femenino pijama. Buscó con la mirada a sus amigos, encontrando a Karadian recostado en una silla. Estaba cómodamente vestido con un pantalón muy corto y una fina camisola sin mangas. Ambas