F. J. Medina

La balada del marionetista II


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Los tres iban vestidos con túnicas de lino, aunque no eran exactamente blancas, sino que tenían cierta tonalidad amarillenta. Era una prenda sencilla, pero se veía exquisita y de bella factura, ceñida la de Nereides con un cinto dorado que debía estar atado o cogido a la espalda. Teon se fijó en que el ceñidor tenía bordado con hilo celeste unos delfines, además de distintos trazos imitando las olas marinas, y que en los pies calzaba lo mismo que los demás airins que había visto: unas sandalias hechas de una fibra similar a la de ciertas cuerdas o sacos, que no tenían ni medio dedo de suela y que parecían ser espantosamente incómodas. «Sin embargo tienen buena factura y están bien rematadas…». Esperaron pacientemente a que terminara de hablar con aquellos, y cuando por fin lo hizo y le explicaron el motivo de su visita, descubrieron lo que era un airin engreído a más no poder, prohibiéndoles tajantemente adentrarse en Ethernia.

      —¡Ya se lo he dicho! —comentó Harod intentando mantener la compostura ante el imperativo rostro del airin de ojos verdes y cabellos dorados—. Tenemos un mensaje para vuestro señor Eiziriel. Solo podemos entregárselo a él. ¡Mire!

      Nereides se había mostrado incrédulo ante la petición de unos extranjeros, como les llamó, para adentrarse en Ethernia e ir hasta la mismísima Torre Blanca. Y donde un humano tal vez se hubiera reído de ellos por mostrar tal ingenuidad, pensando que les otorgarían un salvoconducto solo por decir que iban de parte de quien iban, en los labios del airin no hubo atisbo de sonrisa, sino más bien todo lo contrario. En ese momento Harod sacó de un bolsillo un papel que estaba doblado infinitamente hasta haber sido reducido al tamaño exacto del gran sello lacrado en verde que tenía.

      —¡Mire, mírelo bien! ¡Lleva el sello de Xáinvier!

      Nereides bajó la vista un instante, altivo e indiferente, subiéndola después para mirar de nuevo a su amigo. No dijo nada, se limitó a fustigar con aquellos grandes ojos verdes a Harod.

      —¡¿Puedo verlo?! —esgrimió una joven de pronto desde su espalda, propinándole un ligero empujón para hacerse hueco.

      La muchacha salió a su vera, de entre el corro de airins que se había formado por el griterío, y se acercó hasta ponerse de lado junto a Harod caminando sin apartar un instante la vista del papelillo. Tenía pinta de ser una mestiza entre airins y hombres, aunque a simple vista parecía tener mucha más influencia de los humanos. No era ni alta ni baja, muy delgada como los airins y de piel negra pero bastante clara, con los ojos marrones y claros. Tenía una redondeada melena rizada de color castaño dorado. Aparentaba tener poco más de veinte años, pero al llevar sangre airin en sus venas podría tener muchos más y seguir aparentando esa juventud. Harod, ante la recelosa mirada de Nereides, le mostró a la bella mestiza el dibujo que llevaba el lacre.

      —¿Dices que es de Xáinvier? ¿Deee… «ese»… Xáinvier? —le preguntó, recalcando, con lógica extrañeza.

      La joven hizo el ademán de coger el papel, pero Harod retiró la mano y le advirtió de que solo podía verlo, nada de tocarlo.

      —¿Conoces dicho símbolo, Sarinia? —preguntó Nereides, desconfiado.

      —Sí, recuerdo haberlo visto en un par de libros.

      —Procede pues.

      —Vamos a ver… —Cavilaba perspicazmente la mestiza mientras lo oteaba, frunciendo el ceño y afinando la mirada—. El lacre lleva grabado los símbolos del agua y de la tierra. Están mezcladas las cuatro ondas del agua con las siete hileras de siete granos de arena de la tierra. Y sobre ellos están las dos varas, cruzadas en cruz…. Sí, podría tratarse del hijo de Bálabier, el antiguo y extinto dios del Agua, pero lo cierto es que también podrías haberlo visto como yo, en algún libro, y haberle encargado a un indecente y tramposo herrero que te lo fabricase.

      —¡No es falso! —gritó Karadian de sopetón tras haber permanecido, entre los airins, en un segundo plano. Hasta entonces. Se abrió paso enfurecido y llegó hasta Harod y la incrédula muchacha—. Si no lo crees, rompe el sello y compruébalo.

      —¡Échate atrás, brujo! —espetó imperativo Nereides, dando un paso adelante con el brazo alzado y mostrando a Karadian la palma de la mano.

      Téondil no podía ver la mirada del mago, pero la suponía furibunda y con el entrecejo fruncido, desafiante ante Nereides y la joven. Se había creado un inesperado brote de tensión, con todos los presentes en silencio. Incluso parecía que todo el puerto se había percatado y aguardaba un desenlace, y por las miradas que veía en aquellos que les rodeaban, supuso que la bienvenida podría volverse aún más agria de lo que estaba siendo. Todos miraban desafiantes a Karadian, al que veía rígido, tenso. No sabía prácticamente nada de los airins, pero sí que había oído alguna vez que los airins eran la única raza que tenían capacidades innatas para la magia. «Podríamos… Podrían… No… Sí… Puede que… ¿Podrían ser todos ellos magos?». Su cuerpo se encogió atenazado, tragando saliva con dificultad ante tal perspectiva.

      Entonces, cortando el largo intercambio de tensas miradas, la hoirin, como se llamaba a los mestizos entre airins y humanos, adelantó la mano hacia el mensaje con la aparente intención de cogerlo.

      Pero se detuvo. Paró la mano justo cuando estaba a punto de rozarlo.

      «No se atreverá».

      Se la veía dubitativa, recelosa tal vez por las amenazadoras palabras provenientes de un mago. Todos la contemplaban en silencio, expectantes al ver la delicada mano a punto de tocar el lacre, hasta que la joven retiró súbitamente la mano.

      —No percibo atisbo de magia… —expresó, aunque aun así se la veía confusa y contrariada.

      —¡Por favor, solo es un poco de cera con un dibujo! —exclamó escandalizado Nereides ante la visible perturbación de la mestiza. Dio dos pasos adelante, alargó su larga, blanca y huesuda mano y le quitó de forma brusca el papel a Harod. Y después, de manera aún más brusca y sin preocupación, rompió el sello como si quisiera demostrar que no había nada de especial en aquello—. ¿Veis? —espetó, preparándose enseguida para desdoblar mil veces el viejo papelillo.

      «Lo… lo ha abierto…». Téondil estaba perplejo.

      Sin embargo, tras romper el sello, Nereides no parecía ser capaz de desdoblarlo una sola vez.

      —¡Ohhh! —exclamaron de golpe todos los reunidos, sonando atónitos y también aterrados.

      Harod y Sarinia se apartaron dando un salto hacia atrás, como todos los presentes, sorprendidos y horrorizados por lo que había comenzado a producirse. Todos excepto Karadian. Teon no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Miles de granos de arena salían del papelillo y avanzaban por los brazos de Nereides, girando alrededor, subiendo poco a poco hasta el hombro. El pavor que reflejaba el rostro del airin ya no podía ser mayor.

      «¿Qué…?».

      La arena continuó su giratorio avance cubriendo la cabeza, bajando velozmente por el torso y las piernas hasta terminar de rodearle por completo. Y en cuanto lo hizo, los granos se agolparon violentamente a su enclenque cuerpo. Las expresiones de terror que profirieron todos y cada uno de los airins se sucedieron casi al unísono. En unos segundos, el débil cuerpo del airin se había transformado en una sólida y horrorizada estatua.

      Capítulo 5

      Wahl

      La lluvia caía torrencial, creando una espesa cortina de agua que impedía la vista mucho más de lo deseable. A pesar de estar acostumbrados a ella, pocos lugareños transitaban el pedregoso camino que conducía a la capital. Las ruedas de la carreta crujían constantemente, en armonía con los goterones que traspasaban la cubierta del carromato. Una nueva y gigantesca gota fue a parar a la punta de su nariz.

      —¡Joder! —expresó para sus adentros—. Para esto hubiera venido a caballo. Habría llegado hace tiempo y no me habría mojado mucho más.

      El carruaje iba lleno, hasta arriba de cajas de berio. El enano que lo manejaba había tenido que apretujarlas un poco para poder