F. J. Medina

La balada del marionetista II


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verter esas palabras? Sin duda alguna el dragón exageraba… «Aunque tratándose de Dríamus…».

      —Si mi destino es aquello, ¿por qué no vamos hacia allá?

      —No es tu destino… —espetó el viejo dragón, aunque ahora Kréinhod creyó notar cierta amargura en el tono de su voz, no la solemnidad o la soberbia con la que hablaba anteriormente—. Antes de afrontar ese envite tienes que hacer algo, después… Espero que estés listo para enfrentarte a lo que encontrarás.

      La pequeña mancha negra que dilucidaba le causaba temor. Algo en su interior recelaba de aquello, y también de las intenciones del colosal monstruo. Pero no podía hacer nada. Al menos por ahora. De nada serviría quejarse, gritar o intentar zafarse. Estaba a su merced y podía llevarle a donde quisiera sin que él pudiese impedirlo. Se resignó.

      Viajaba cómodamente entre dos rojizas escamas, asomando cabeza y brazos como si estuviera oteando el horizonte desde el balcón de su casa. Si marchaban a gran velocidad, él no lo percibía. Tenía la sensación de que ni el viento ascendía tan alto, porque no apreciaba que le golpease la cara. Después de agotarse dándole vueltas a su cabeza, pensando en los acontecimientos que habían acaecido, logró evadirse lo suficiente como para saborear la experiencia. Estaba volando, más alto de lo que, posiblemente, ningún humano había hecho. Le hubiera gustado tener quince años para disfrutarlo plenamente y vociferar de alegría, pero el paso del tiempo y la responsabilidad de su estirpe eran una losa de madurez demasiado pesada. Pero logró sonreír, aunque no le resultó fácil llegar a ello.

      Sin embargo, no fue esa la sensación que más le extrañó encontrar.

      Mientras disfrutaba, a su discreta manera, del vuelo, le sorprendió e inquietó sobremanera la embriagadora sensación que comenzó a embargarle. Él, todo un general y ahora rey, con cuarenta y cinco años a sus espaldas, comenzó a sentirse como un recién nacido. Tanto le preocupó esa evocación que se reflejó en su rostro, extrañado y confuso, y enseguida se puso a buscar una explicación medianamente lógica para aquello.

      Y la halló. Al menos eso creía. Estaba bajo la tutela de uno de los seres más viejos de los que narraban los cuentos, incluso más antiguo que siete de los ocho dioses primigenios. La mayoría de esas historias coincidían en que solo Alanild, el unicornio, y Krantor, el primer dios, eran más viejos que los cuatro Señores Dragón. Hizo acopio de memoria, pues hacía mucho que no leía esa clase de libros, desde tiempos más juveniles.

      «Dríamus es el Señor de los Dragones Rojos, y los demás… Recuerdo que Güllpher, Señor de los Dragones Terrestres, murió a manos de la diosa Bede, y que Magnus era el Señor de los Dragones del Mar… Magnus… Dicen que heló las cordilleras del Norte, pero eso es imposible. ¿Cómo iba un dragón a congelar semejantes montañas, y que aún hoy en día siguiesen siendo un bloque de hielo? Así como imposible también que emergiera bajo la gran isla del sur, rompiéndola y haciéndola añicos, creando las cuarenta y nueve islas piratas que hay ahora. Habrá matado a muchos hombres, pero un dragón no podría hacer ese tipo de cosas, solo un dios. Aunque claro, ellos no eran… ¿Son? Ah, ¿qué de cierto puede haber en aquellos libros? Si Dríamus está vivo… No recuerdo haber leído sobre la muerte de Magnus… Y el otro, ¿cómo se llamaba? No me acuerdo, pero sí que era distinto a sus tres hermanos, sí que recuerdo leer que tenía una forma parecida a la humana. Un dragón con cuerpo de hombre, más o menos era así como lo describían. Con la piel verde, y vivía en los bosques… Tengo que dejar de pensar en esas cosas, a saber qué es verdad y qué no».

      Tan solo tenía una certera y rotunda verdad: Dríamus existía. Volaba cobijado en sus escamas, sobre su cuello, y por lo tanto debía tener… «¿Cuánto? Aquellas guerras fueron hará unos ocho mil años… ¿Nueve mil? ¿Diez mil? Yo… solo soy un vulgar humano». Se empequeñeció aún más, pues no era nada comparado con Dríamus.

      Pero no duró mucho esa conclusión en su cabeza.

      «Hay algo más. Debe de haberlo. Lo sé. Esto que noto va más allá de la inferioridad y la fragilidad que siento. De algún modo, creo que estoy relacionado con él. Por eso me esperaba. Por eso asistió al nacimiento de Harod. Por eso asistía al nacimiento de cada Thunderlam. Por eso asistió en… No, no asistía».

      Conforme sus pensamientos se sucedían uno tras otro, su vello se erizaba bajo su blanca y brillante armadura. Palidecía, unas gotas de sudor frío descendieron de su frente, otras recorrieron gélidamente su espalda, y otras encharcaron sus manos.

      —Cuando nací, mi padre me llevó al vértice norte de la muralla de Wahl. No sé cómo, pero recuerdo tu sombra tras la niebla. Es algo que tengo grabado en mi mente, y lo mismo le pasa a Harod. Y a mi padre. Antes de que muriese me dijo que cuando tuviera un hijo debía mostrarlo al mundo en la esquina norte del reino, que era algo que se hacía en cada generación, y por eso cada Thunderlam que nace es mostrado en ese lugar. Te vi cuando te enseñé a Harod. Sin embargo, empiezo a pensar que no se trataba de enseñarnos al mundo… Algunos piensan que sirve para que seamos bendecidos por los dioses, y otros para que tanto thargros como efemitas vean que los Thunderlam continuarán protegiendo el reino durante una generación más. Pero creo que no, que no se trataba de nada de eso. No asistías a nuestro nacimiento, no venías a vernos… Éramos nosotros quienes te mostrábamos al recién nacido, y no al revés…

      Dríamus guardó silencio, reacio como con anterioridad a contestar algunas preguntas. Sin embargo, poco después consideró responderle.

      —Cierto —dijo escuetamente y con tono neutro.

      —Cierto —replicó Kréinhod del mismo modo—. Venías a conocer al nuevo Thunderlam. El acto, la presentación en sí, toda la parafernalia… Era para ti. Debías ver a cada recién nacido, la tradición era para enseñártelo a ti, a nadie más. Por eso estás en cada nacimiento. Fui a enseñarte a Harod, igual que mi padre conmigo.

      Dríamus se mantenía impasible, silencioso en su vuelo, y Kréinhod era incapaz de interpretar aquel silencio. No sabía si era porque no iba a responderle o, por el contrario, estaba meditando la respuesta que iba a ofrecerle.

      ―¿Por qué merecemos tanta atención? ¿Quién soy? ¿Quiénes somos? ¡Contéstame!

      Estaba impacientándose, y sus manos sudorosas apretaban la escama en la que estaba apoyado.

      —¿De verdad quieres saberlo? —espetó el dragón, y esa vez sí que el general creyó notar cierta resignación en su grave y anciana voz.

      —Sí. Por supuesto. Quiero saber quién soy.

      —¡Hummm! —resopló Dríamus aparentando cierta tristeza—. Querrás saberlo, pero cuando lo sepas desearás no haberlo sabido. Él… él… él tampoco lo deseaba, por eso sé que tú tampoco lo querrás. Porque tu destino es peor que la muerte, es rojo y negro, lleno de sangre y oscuridad. ¿Quieres saber quién eres? ¿Quieres saber lo que te espera? Síííííí. Yo lo he visto, sé dónde acabarás, y cómo serás. Por eso tengo ese debate en mi interior, porque, a pesar de las consecuencias, desearía no llevarte a ese oscuro y rojizo puerto.

      —¿De… de qué… de qué estás… hablando? —balbuceó el horrorizado y atemorizado humano.

      —Thunderlam es solo una palabra, un nombre, un vulgar título humano inventado para ser adulados. Lo importante es lo que tienes dentro, la sangre que corre por tus venas. Sangre que nada tiene que ver con truenos, rayos o relámpagos.

      En ese momento, Dríamus detuvo el vuelo y con su garra derecha agarró a Kréinhod y lo puso ante sus ojos amarillos. Los ojos miel del rey-general mostraban inquietud y miedo. Su diminuto cuerpo estaba paralizado por las palabras del dragón.

      —Hay pocas cosas peores que la muerte, y tu destino es el peor de todos ellos. Podría librarte de él. Si lo deseas, puedo hacerlo. Solo tienes que pedírmelo, y lo haré en este mismo momento.

      Kréinhod permanecía callado, incapaz de articular palabra. Jamás hubiera imaginado que algo así pudiera pasarle a él, nadie lo hubiera pensado. Estaba realmente acongojado, pálido como nadie había llegado