F. J. Medina

La balada del marionetista II


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amigos… también. Pero no me importaría ver de lo que puede ser capaz el Señor de los Territorios Oscuros si vuelve a darse la ocasión. Tal vez cuando salga el pajarraco. Por cierto… ¿Ha comprobado Münhscrol si las defensas mágicas de Álanor continúan activas?

      —Ehhhh… creo… creo que no —respondió dubitativo el general—. No que yo sepa.

      —¡No que tú sepas! —exclamó encrespado Torkian, mirándole airado con sus ojos oscuros—. ¿Qué respuesta es esa? ¿Acaso te está quedando grande el puesto?

      Ningún humano, ni gigante, era capaz como Torkian de hacerle bajar la cabeza. Se avergonzaba de ello, pero no podía hacer nada por remediarlo, y menos sabiendo que le reprendía con razón. Era una de las pocas tareas que le había encargado, pero entre los holgazanes de sus hombres y las promiscuas mujeres, se había despistado y no tenía ni idea de si Münhscrol había llevado a cabo su cometido.

      —Siguen activas. —Oyó de pronto, de forma pausada y con voz cavernosa, como si aquella voz hubiera salido de las profundidades más recónditas de una mina abandonada por los enanos.

      —Sííí… —apuntó, dilucidando que había sido otro de aquellos encapuchados, con una voz que le pareció idéntica a la del anterior—. Sigue ahí.

      Lékar no levantó ni giró la cabeza. A la vergüenza que sentía por cometer errores tan sencillos de haber sido subsanados se había sumado lo que aquellas voces emanaban. No parecían haber sido proferidas por un hombre, por algo humano. La piel se le había erizado y las entrañas se le habían constreñido fríamente.

      «¿Qui… quiénes son estos tipos? Si no sirven a Münhscrol… ¿De dónde coño han salido? ¿Y para qué mierda están aquí si el conjuro de protección de Álanor continúa vigente y está claro que solo se puede tomar la fortaleza por la fuerza física?».

      Capítulo 3

      En las nubes

      —Muy bien, iré contigo —farfulló el humano al ser izado por la garra del dragón—. Pero antes necesito que me lleves al…

      —¡Lo que tú necesites no es importante, Kréinhod Thunderlam! Vendrás conmigo de todas las maneras.

      —Sí, iré, pero te advierto que no es lo mismo llevarme secuestrado que tenerme de compañero. Si me llevas al bosque de…

      —¡Cállate! —le ordenó el gran dragón, levantando su zarpa hasta poner al ridículo humano ante sus ojos. Porque así se sentía Kréinhod ante el dragón, ante tal ser, y más aún tras la imperativa que profirió—. ¡Te… equivocas! Es irrelevante que vengas contra tu voluntad.

      Y nada más decirlo, Dríamus salió despedido al cielo. No necesitó tomar impulso al saltar, ni dar unos pasos o desplegar totalmente las alas. Aunque estaba bien sujeto por la bestia, se aferró como pudo, con sus diminutas manos, a la gigantesca garra roja. Subían a una velocidad brutal, incomparable al corcel más rápido que había cabalgado nunca, sufriendo una desorbitada presión que ansiaba aplastarle la cabeza. Afortunadamente, no duró mucho. En un santiamén se hallaron ocultos por las nubes. Entonces el dragón desplegó sus colosales alas y comenzó a agitarlas plácidamente para mantenerse en el aire. Kréinhod estaba pálido, esforzándose por no vomitar tras la meteórica ascensión.

      —Tu hijo está bien. Y no está en ese bosque.

      «¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Puede leerme el pensamiento? Que yo sepa los dragones no hacen eso. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Cómo sabe que Harod está bien? ¿Cómo sabe dónde está?».

      Kréinhod se hacía mil preguntas al mismo tiempo, y mil veces llegaba a la misma conclusión. Por sí mismo no halló respuesta a ninguna de ellas y, aunque deseaba tenerlas, no osó preguntarle a su captor. El dragón parecía enojado y parecía evidente que no se las iba a responder. Sin embargo, sintió cómo iba encontrándose mejor. No sabía cómo, pero el gusanillo que roía su estómago desde que Harod desapareció se había esfumado. Y las ganas de vomitar, también. Las palabras del Señor de los Dragones Rojos resultaron convincentes a pesar de ser tan escuetas. Le bastaba con saber que Harod se encontraba bien, lejos del bosque de la bruja.

      Entonces Dríamus le depositó en la parte posterior de su cuello, en un pequeño relieve que tenía entre dos de sus enormes escamas. Ahí estaba resguardado del viento y ni siquiera necesitaba agarrarse para no salir despedido. Estaba cómodamente sentado y oculto, recuperando el aliento producido por la vertiginosa ascensión.

      Cuando el Señor del Trueno recuperó el ritmo de sus pulmones y puso en orden sus pensamientos, se levantó sin demasiadas dificultades para mantener el equilibrio.

      —¿Do… dónde demonios estamos?

      No daba crédito a lo que estaba viendo. No por lo que vislumbraba bajo ellos, ya que el gigantesco cuerpo rojo de la bestia apenas le dejaba ver hacia abajo, sino por lo que había sobre su cabeza y alrededor de ellos.

      «Nada».

      Kréinhod miraba a uno y otro lado, estupefacto ante tal «ausencia», pero maravillándose al mismo tiempo al observar el suave y armónico batir de las demenciales alas del dragón.

      —¿Qué sitio es este? —preguntó con la esperanza de hallar una respuesta por parte de su raptor.

      —El mismísimo cielo —respondió solemnemente el dragón.

      ―¿El cielo? Ya sé que estamos volando, pero lo que quiero…

      No terminó de pensar la frase cuando cayó en la cuenta. Mirando con lejanía y hacia abajo, comprobó que bajo el titánico cuerpo del monstruo había un vaporoso manto blanco, acertando a dilucidar que serían nubes, y que por lo tanto ellos estaban volando por encima.

      —Ya lo entiendo —dijo—. Estamos sobre las nubes. Sobre todas las nubes.

      —Efectivamente. Lo único que hay más alto son el Sol y la Luna, inalcanzables incluso para mí. Y lo he intentado, muchas veces. Pero jamás me acerco.

      Amanecía, y admiraba con fascinación el inmenso azul que les embargaba. Era impoluto, liso, más claro cerca del Sol. Pero al astro no podía mirarlo directamente. Irradiaba tanta potencia que, debido a la altura a la que estaban volando, no podía observarlo ni de reojo. Pero no le importaba, el azul era lo que le fascinaba. Pocas veces había contemplado el mar, y en esas ocasiones le pareció hermoso y eterno. Lo había visto calmado y agitado, liso y ondulado, pero no resistía la comparación con aquello que ahora veía. El cielo. Desde más allá de las nubes, lo cubría todo con un azul perfecto, impertérrito y… acongojante.

      —Da la impresión de que el tiempo transcurre de forma diferente aquí arriba.

      —Es comprensible que tengas esa percepción, pero la realidad es que en Ixceldior el tiempo transcurre a la misma velocidad tanto en la tierra como en el cielo.

      Nada más decirlo, Kréinhod vio cómo una de las zarpas del dragón le cogía y se lo llevaba en el aire. Aunque, en esos instantes, no sintió pánico al ser apresado. Más bien asombro.

      «Parece increíble que, con semejante tamaño y esa fuerza tan descomunal, pueda precisar la fuerza exacta para cogerme sin hacerme el más mínimo daño. Es sorprendente, con que apretara algo más me haría papilla».

      Si antes le asentó sobre su cuello, ahora lo hizo bajo él. Dríamus abrió lo justo una de las escamas de la base de su cuello y depositó al hombre en ella. Ahora tenía ante sus ojos el manto blanco de las nubes, veía la dirección que seguía el dragón y, al girar la cabeza hacia el noreste… Frunció el ceño ante lo que veía allí. Si más allá de las nubes solo estaban el Sol y la Luna…

      —¿Qué… qué es aquello? —preguntó dubitativo y, sin saber muy bien por qué, temeroso por la respuesta.

      —El comienzo de tu destino, algo que cambiará no solo tu vida, sino la percepción que tienes sobre ella, sobre la de los demás,