F. J. Medina

La balada del marionetista II


Скачать книгу

una fina tela marrón que se anudaba con un simple cordón en la cintura, y arriba una camisola también de algodón marrón y fina, pero sin mangas y con una lazada bajo el cuello, desabrochada. El abrigo que había elegido sí era grueso y bien preparado para el frío, de cuero marrón y forrado con borrego blanco. Lo llevaba enrollado y atado bajo la mochila. Y su espadón. Tenía derecho a elegir un arma y eligió un espadón a pesar de que para enfrentarse a los efemitas era preferible el arco, ya que si permitía que se acercaran demasiado, sus habilidades les permitirían entrar en su cabeza y dominarle o hacerla estallar desde dentro, dejándola como una sandía aplastada por una maza. Al menos eso se decía que podían hacer, aunque él no había llegado a comprobarlo. Lo acomodó bien en su espalda, oculto parcialmente por la mochila. Oteó el panorama, desolador, ya que la tierra fronteriza a la empalizada de los gigantes era un erial desértico de vida y vegetación.

      «Hacia el sur hay demasiado terreno, y está la empalizada de la coalición… No, no quiero pasar por allí si es que pudiera llegar. Seguro que les habrán puesto en aviso… Paso de ver sus caras… acusándome… De frente iría de lleno a sus asentamientos, sería peor que abrirme en canal yo mismo con mi propia espada, y si tuviera la potra de sortearlos toparía con los thargros…». Echó un ojo hacia el norte, hacia la única dirección en la que no había nada. «Tal vez pueda hacerme a la mar. En Pequeña Isla suelen parar los barcos del Norte cuando se dirigen o vuelven de Saha… Si encuentro madera para hacer una balsa…».

      —¡General, general! —Oía en sus adentros, de forma repetitiva, mientras visualizaba el terreno que le llevaría hasta Pequeña Isla. «General…». Entonces le prestó más atención a las voces, y cayó en que estaba soñando, recordando, en la playa… Abrió los ojos de sopetón para regresar a la realidad. Se halló solo y rodeado de agua, oyendo cómo le llamaban. El sonido parecía lejano y tumultuoso, y al indagar sobre su procedencia, se dio cuenta de que el mar se lo llevaba muy adentro. La playa estaba lejos y llena de puntitos, los cuales supuso que debían de tratarse de soldados, apostados en la arena, llamándole.

      —¡Joder! ¡Puto mar traicionero! —Comenzó a dar poderosas brazadas.

      «Y ninguno de esos mierdas ha venido a buscarme. ¿Iban a dejarme ir, a dejar que desapareciera? Hijos de su puta madre…».

      Salió del mar completamente desnudo, siendo observado por los numerosos bañistas, que no eran otros que sus soldados que estaban en turno de descanso.

      —¡¿Qué, ninguno pensaba lanzarse al agua?! —Nadie habló, todos los que lo rodeaban estaban realmente acongojados—. Putos cabrones hijos de puta, la próxima…

      ¡Orúúú! ¡Orúúú! ¡Orúúúúúú!, se oyó de pronto en el campamento.

      —Mira por dónde… —dijo al oír los tres berridos del cuerno, apresurándose a terminar de vestirse para salir corriendo a recibir a su rey—. Menos mal, porque si no va a parecer que en lugar de venir a conquistar un castillo hemos venido a conquistar la playa —se dijo, mientras se acoplaba el pantalón.

      —Mi general, yo… —musitó Venterk, cabizbajo y avergonzado por su tono de voz.

      —Lo sé, Venterk. No tienes que reprocharte nada. No iba por ti. Sé que no sabes nadar y que le tienes auténtico pavor al mar.

      —Sí, pero, aun así…

      —¡Déjalo! Ya te he dicho que no iban por ti… Aunque deberías intentar quitarte ese miedo y aprender a nadar de una puñetera vez.

      —Eeeh, sí.

      Cuando el gigante llegó al campamento, Torkian ya llevaba medio camino recorrido. Los soldados habían formado un pasillo por el que avanzaban los cinco jinetes en dirección a la fortaleza asediada. Torkian marchaba en el centro, en cabeza, bien flanqueado por los cuatro jinetes que vestían túnicas negras.

      Las cuatro amatistas que culminaban la corona de Torkian refulgían bajo el imponente sol de Harrezión. La corona negra iba a juego con sus oscuros ropajes de cuero, y la H de pecho y capa combinaban con el color de las cuatro piedras preciosas de la corona. Solo la enorme y plateada hebilla del cinturón se desmarcaba del negro y del morado. Torkian siempre mostraba un cuidado aspecto físico, por eso su corta melena y su también corta barba resplandecían impecablemente aseadas sobre su clara piel. Cada vez que lo visitaba en Orguen oía a las mujeres babeando por él. «Es el puto rey. Cómo no iba a ser atractivo. Si le quitas la corona, lo lanzas al barro y le vistes de harapos, verías cómo solo las gordas y feas le dedicaban una mirada». Se complacía diciendo eso a Venterk cuando el rey no podía oírle.

      «¿Por qué coño viene con esos?» se preguntó Lékar mientras se acercaba, divisándolo por encima de las cabezas de sus hombres. «Dijo que vendría con escolta, pero no sabía que acudiría con tan solo cuatro Oscuros de Münhscrol».

      —¡Majestad! —saludó Lékar cuando llegó hasta la comitiva tras haberse hecho paso arrojando a ambos lados, sin miramientos, a sus soldados.

      Ni Torkian ni sus escoltas se detuvieron. El monarca continuó su camino hacia el sur del campamento, acompañado por el gigante que comenzó a caminar a su lado. Gracias a su gran altura podía mirarle desde arriba, a pesar de que Torkian fuera sobre un caballo. Los cuatro túnicas negras se retrasaron un poco, pero no demasiado.

      —¿Ha habido algún problema? —le preguntó el rey. A diferencia de los otros cuatro caballos, que eran negros, el suyo era blanco y con motas y pelaje grisáceo. A Lékar le parecía feo, pero reconocía que el porte del animal resultaba impecable.

      —Ninguno que no tenga fácil remedio —contestó de forma seca Lékar—. A decir verdad, el asedio está resultando demasiado cómodo y tranquilo «excepto por esas putas». Incluso tedioso.

      —Solo ha pasado una semana. Echarás de menos esta calma —habló Torkian, sin mirarle y con la cabeza alta—. ¿Está lista la tienda de mis invitados?

      —Sí, tal y como me pidió. Es negra, cuadrada, y está junto a la suya. También hemos puesto las camas como ordenó, una en cada esquina.

      —Bien —suspiró Torkian mientras se acercaba al límite del campamento—. ¿La otra también?

      —También, siguiendo sus indicaciones. Mi señor… ¿Puedo preguntarle por qué ha venido desde el castillo hasta aquí solo con ellos? —le preguntó en voz baja, intentando que no le escuchasen los cuatro jinetes oscuros que los escoltaban—. No creo que los… hombres… de Münhscrol, ni él mismo, sean de fiar como para hacer de escolta vuestra.

      Lékar los llamó hombres, pero la realidad era que no sabía si aquellos seres encapuchados eran humanos. Salvo a su líder, Münhscrol, no había visto el rostro de ninguno de ellos. Lo único que había llegado a ver eran unas esqueléticas y blanquecinas manos que de vez en cuando asomaban por las anchas y largas mangas de las túnicas.

      —Haces bien en no fiarte de ellos —contestó el rey—. Pero ellos no… no son siervos de Münhscrol.

      Lékar quedó abstraído, indagando aún en las palabras de su monarca.

      «Si no sirven a Münhscrol… ¿quiénes cojones son?» se preguntaba, a sabiendas de que hacía muchísimo tiempo que ningún brujo oscuro abandonaba sus territorios. Al menos eso tenía entendido.

      Torkian y Lékar se detuvieron al llegar al límite del campamento. Ante ellos solo quedaba una pradera verde de unos mil metros que ascendía suavemente antes de llegar al muro norte de Álanor. El rey observaba minuciosamente la muralla y sus alrededores cuando los cuatro desconocidos jinetes se situaron a la derecha del monarca. Lékar medía casi tres metros, por lo que su cabeza quedaba un poco más alta que la de su rey y sus acompañantes.

      —¿Han intentado ponerse en contacto? —preguntó Torkian.

      —No. Se mantienen en alerta sobre el muro, pero no han enviado ningún emisario.

      —¿Y solo ha entrado la drínan? —le dijo, girando por vez primera su rostro al hablarle. Quedó mudo, sin saber qué responder—. Pudimos verla mientras