F. J. Medina

La balada del marionetista II


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las zapatillas… Esas no las pudo esconder, aunque tampoco cayó en la cuenta de hacerlo. Una leve, sutil y gozosa sonrisa se perfiló en los labios de Karadian, que volvió a cerrar los ojos para intentar seguir disfrutando de la calidez de la mañana.

      —Me da la impresión de que tienes algo que ver con esto —le acusó el muchacho, pero sin osar mostrar los rosados trapitos.

      —Llevabas muchas noches sin dormir, no dejabas de recordárnoslo, y anoche… —Dio un soberano bostezo a la vez que estiraba los musculados brazos.

      —¿Anoche? ¿Qué pasó anoche que justifique lo que me has hecho? ¿Y desde cuándo gastas bromas? No sabía que tuvieras sentido del humor.

      —Pues eso. Anoche estabas… contentillo, por así decirlo. Y se te fue un poco la lengua —mientras Karadian hablaba, Téondil intentaba recordar algo, pero no llegaba a conseguir una imagen nítida de lo que ocurrió.

      —¿Qué… dije? —preguntó dubitativo, temiendo haber contado un millón de vergonzosos secretos.

      —¡Ahhh! —exclamó gustoso el mago, doblando los codos y sujetando su nuca con ambas manos y sin dejar de sonreír, presumiblemente deleitándose de la velada que les brindó anoche—. ¡Fueron tantas cosas! —dijo, recreándose al contemplar con el ojo derecho el desconcertado rostro del muchacho—. No deberías jugar a las cartas, fumar y beber al mismo tiempo. Solo eres un crío.

      —¿Yooooo? ¿Fumar? Yo no fumo.

      —Pues anoche lo hiciste.

      —Imposible. Odio el tabaco.

      —No fue tabaco precisamente lo que fumaste. Ya me entiendes.

      Téondil comenzaba a recibir algunos fogonazos de la bochornosa velada de naipes. Vio la mesilla redonda, con un tapete verde, en el rincón de alguna sala. Vio puros en la boca de un marinero, varias botellas vacías y vasos que se derramaban, otro marinero a carcajadas con varias cartas en la mano, a Karadian con algo que parecía un cigarrillo y después… se lo ofrecía y él lo terminaba de consumir. Su rostro daba síntomas de estar recordando la ociosa noche.

      —¡Qué! ¿Ya recuerdas la noche que pasaste con una tal… Daíra? ¿En serio te pusiste su pijama sin llegar a cepillártela?

      No podía creer que hubiera contado aquello, pero era la única explicación a su atuendo.

      —Verás… —comenzó a confesar una vez que recordó a la tal Daíra—. Esa noche bebí mucho, y también…

      —Ahórrate las excusas —le interrumpió con gran regocijo—. ¡Anoche lo narraste minuciosamente con un sinfín de detalles!

      Tras soportar varios comentarios más sobre esa y otras noches, Téondil acabó por suplicar con su mirada de ojos azules, rogando compasión a un desconocido Karadian. El mago se compadeció finalmente y extrajo su varita de un bolsillo del pantalón y, con un sutil gesto, transformó el pijama rosa de Téondil en algo más adecuado. Le vistió con un pantalón blanco, por encima de las rodillas, y una fina camisa de manga corta de color azul. El rubio se lo agradeció enormemente y se encaminó para reunirse con Taria, cuando miró al suelo para sortear un obstáculo y… aún conservaba las peludas zapatillas rosas. Regresó junto al mago, con furibunda mirada, y este las cambió por unas sandalias de cuero marrón. Ahora sí podía acudir junto a la elfa.

      —¿Tú lo sabías? —le espetó al abordarla en la punta de la proa.

      —¿Saber? ¿El qué?

      Al joven le dio la impresión de que la rubia elfa no tenía ni idea de la broma de Karadian, así que intentó cambiar la conversación para que no acabara enterándose. No le haría gracia que Taria y Harod se lo imaginaran con esa guisa.

      —Nada, nada. Parece que hace un poco de calor —dijo realizando algunos aspavientos.

      —Si a mí me hubiesen vestido de ese modo tampoco me gustaría comentarlo.

      Pues sí que lo sabía. A Téondil pareció caérsele el mundo encima. Su ego había dado un buen salto al vacío. Que una mujer, aunque fuese elfa, le hubiera visto tan… rosado.

      —Pero bueno, reconozco que esa ropa que llevas ahora te queda mucho mejor. Incluso pareces marinero. Un marinero… señorito.

      Y comenzó a reírse. Desde que el tabernero de la odiosa Haivind le llamó de ese modo, Taria la elfa había cogido la costumbre de recordárselo constantemente. Al menos surgido el mote de los labios de la elfa no sonaba tan mal. Aunque lo dijese con sorna, no le resultaba tan hiriente, incluso podría decirse que le agradaba que ella lo pronunciase de esa manera. El retintín con el que la capitana mencionaba dicha palabra le parecía de lo más sensual, sobre todo porque lo acompañaba con esa mirada tan insinuante.

      —Sí, no está mal. Ese Karadian… —Pero se detuvo en su frase al ver a Harod, completamente solo observando el horizonte azul.

      El joven se hallaba sentado en un relieve del lateral de la cubierta de proa. Tenía las rodillas casi en el pecho, abrazadas por ambos brazos. No le veía la expresión de su rostro, pero tuvo la sensación de que estaba triste y melancólico, con la mirada perdida en la nada.

      —Ya se encontraba mal desde que salimos del bosque de Illdren, pero desde que habló con ese tipo… —espetó Téondil, quien sentía una gran impotencia por no poder ayudar a su amigo—. Está mucho peor. No sé lo que le dijo, no quiere contármelo, pero me gustaría ayudarle. No se merece estar así.

      Taria también observaba al joven trueno, aparentemente conmovida por las amigas palabras de Téondil. Entristecida, se giró para apoyarse de nuevo en la baranda y contemplar el avance del navío.

      —Si no nos cuenta lo que sucedió no podemos ayudarle —le comentó apenada—. Pero le entiendo. Creo que ninguno de nosotros deseamos hablar de lo sucedido en el bosque, así que puedo comprender por lo que está pasando. Quiere guardárselo para él solo, aunque tal vez debería compartirlo con alguien en quien confiase. Alguien como tú.

      —De verdad, todavía no sé qué es lo que os pasó a vosotros en el bosque. Estáis muy raros desde entonces. Aunque, a decir verdad, a ti y a Karadian apenas os conocía de antes. Lo mismo siempre habéis sido así. Menos mal que ese, en cuanto toma un poco de hierba, parece transformarse en un tipo que puede resultar incluso simpático. Espero que le dure el efecto.

      Taria le oía, pero parecía no prestarle demasiada atención. Por suerte el mar parecía reconfortarles de sus penas, aunque él se arrebujó un poco al mirar al oeste, a la lejanía del horizonte donde se hallaba el fin del mundo. «La Niebla, la Niebla en la que se acaba el mundo, la Niebla que rodea Ixceldior y que ni los dioses pueden atravesar…». Aunque no la vislumbraba pues estaba demasiado lejos, quedó absorto mirando en aquella dirección como si la estuviera viendo ante sus narices. Hasta que un brusco movimiento del barco le espabiló, devolviéndole junto a la elfa. Taria observaba al grupo de delfines que acompañaban al barco.

      ―Parecen los mismos desde que zarpamos de Saha.

      Era lo que creía. Pero durante el transcurso también pudieron ver algunas ballenas, gigantescas y grises, de casi veinte metros. Dos noches atrás sus cánticos provocaron que el grupo abandonara las literas y las contemplara bajo la luz de la luna. Les resultó lo más hermoso que habían escuchado nunca, excepto a Karadian. Incluso entonces, los delfines seguían acechándoles, y parecían intercambiar sonidos con las ballenas.

      —Taria, no pueden ser los mismos delfines —contestó al verla tan absorta en aquellos cinco mamíferos—. Son animales, seres vivos como nosotros, tienen que dormir —dijo arqueando las cejas para intentar resultar más convincente y tierno a la vez—. El barco no ha parado, así que es imposible que sean los mismos delfines.

      —¡Bah! —exclamó con un ligero aspaviento, girando y dándole la espalda a los animales—. He oído que acompañan a los barcos en numerosas ocasiones.

      —¡Oye! —espetó Téondil tras unos instantes de silencio—. ¿Estás preocupada por el recibimiento