F. J. Medina

La balada del marionetista II


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la portezuela. Acurrucado y más empapado de lo que le gustaría, esperaba pacientemente la llegada a la capital, justo en el vértice norte del reino.

      —¡Alto ahí!

      La autoritaria voz, seguida de la orden de parada del enano a los caballos, le obligaba a prestar atención. Afinando sus oídos pudo oír los metálicos pasos de dos personas, dos robustos hombres provistos de armaduras, supuso. Enseguida llegaron hasta la parte delantera del carromato, notando que cada uno se detuvo a uno y otro lado del asiento del enano.

      —¿Otra vez? —se quejó furibundo el enano—. Es el cuarto, no el… quinto. No, la sexta vez que me paran dentro del reino. ¿Puede saberse a qué viene tanto control?

      —¡Eso no es asunto tuyo, Tágalin! —espetó seco uno de los guardias—. ¿Traes el berio para la «enana»?

      —¡Por supuesto! —respondió enojado el enano—. ¿Qué iba a traer si no? ¿Cerveza? —concluyó despectivo.

      Tágalin iba bien resguardado por el tejadillo que se extendía sobre su cabeza, y desde su posición pudo oír cómo el enano arrastraba una pesada caja de madera. Como ya lo había hecho antes, el viajero supo que la colocaba en el borde de su puesto, justo ante el guardia.

      —¡Es el trayecto más caro de todos los que he hecho! Si en La enana borracha os cobran el doble… sabréis el motivo. —Oyó quejarse al enano Tágalin—. ¿Pensáis mantener este estado de alerta mucho más tiempo?

      —¿Crees que a nosotros nos gusta? —Escuchó quejarse también al guardia—. Son órdenes del Trueno, así que hasta que no vuelva seguiremos así.

      «El Trueno… Estoy impaciente por conocerle. Desde luego, el nombre promete».

      A pesar del incesante sonido de la lluvia, afinando el oído podía oírlo todo con extraordinaria claridad. El guardia cogió la caja de berio y se alejó de la carreta.

      —Cogemos una cajita y hacemos la vista gorda —dijo el otro guardia—. ¿Si lo prefieres le digo a Emker que la traiga y echamos un vistazo a lo que llevas?

      El enano guardó silencio ante la sarcástica voz, aunque dedujo que más que porque se lo estuviera pensando, debía de ser porque debía de estar echándole una inquisitiva mirada al guardia. No podía verles, solo oírles, pero se le daba bien interpretar ese tipo de escenas, por lo que no se preocupó demasiado.

      —No será necesario —espetó Tágalin a regañadientes.

      Acto seguido mandó a los caballos proseguir con la marcha y, tras atravesar unas cuantas calles empedradas, se detuvo nuevamente.

      —Bueno, creo que se acabó el viaje —suspiró, justo antes de echarse la capucha para tapar su rostro.

      La puerta del carromato se abrió.

      —Hemos llegado —le dijo instigadoramente el enano—. Baje antes de que salgan mis… clientes.

      —No se preocupe —le contestó, mientras descendía grácilmente del carromato—. Saldré y nadie sabrá que me ha traído. Aquí tiene el resto.

      Entonces le dio a Tágalin una bolsita de piel marrón.

      —He metido un extra por las molestias y las cajas de más que ha tenido que pagar, además de pagar así su silencio…

      El enano abrió enseguida la bolsita, comprobando de un rápido vistazo que estaban las monedas de oro que le adeudaba y, para su sorpresa, un pequeño rubí entre ellas.

      —Estaré unos días por aquí —habló el enano—. Lo digo por si necesita que le saque.

      —Lo tendré en cuenta —dijo antes de salir del almacén de la taberna.

      No había mucha gente paseando por las calles. La piedra del suelo tenía dos dedos de agua encima y, a pesar de estar acostumbrados a semejante aguacero, el desconcertante estado de guerra parecía haber apagado a los wahlianos. Así que dio la vuelta al edificio, guiado por el hambre y la sed, pero también por la querencia de obtener algo más de información local.

      —¡Qué mejor que una taberna pa…! —decía, a la vez que traspasaba la entrada del local.

      Pero enmudeció al entrar. Esperaba un lugar lleno de hombres, bebiendo alcohol y jugando, pero en la famosa taberna apenas había un par de mesas ocupadas y un tipo en uno de los taburetes de la barra.

      «Creo que aquí escucharé poco», pensó decepcionado pues esperaba poder curiosear entre las habladurías de los lugareños. Era algo que le encantaba y que, viendo aquel hastiado panorama en la taberna más famosa del reino, le sobrecogía.

      —Espero que al menos lo que pueda oír sea interesante —se dijo al decidir que quería animar aquello un poco.

      Así que echó hacia atrás su capucha, liberando sus largos cabellos azules que, como si de un resorte hubiesen tirado, se enderezaron puntiagudos apuntando al techo del edificio. El tabernero se le quedó mirando los pelos, atónito y paralizando la limpieza de la jarra que tenía en su mano. Estaba acostumbrado a ver el mismo rostro, una y otra vez, cada vez que dejaba al descubierto su tiesa melena azul.

      —¡Una cerveza negra! —pidió en voz alta, para que todos le escucharan, acomodándose en uno de los numerosos taburetes vacíos.

      Desde luego algo sí que llamó la atención pues, aunque no miró, sintió cómo el silencio que imperaba se hizo todavía más… silencioso, además de notar que todas las miradas apuntaban a él.

      «Nunca falla», se felicitó un instante antes de escuchar cómo un seco eructo retumbaba de pared a pared.

      —¡Vaya pelos! —Oyó decir sutilmente al atronador, el cual ocupaba una de las mesas junto a otro tipo.

      —¡Es forastero! —afirmó el tabernero mientras le servía la jarra—. ¿De dónde viene?

      Resignado, no levantó la mirada de la astillada madera de la barra, haciendo caso omiso al hombre.

      «Son todos iguales —pensó jocosamente—. Soy yo el que quiere sacarles información y, sin embargo, no dejan de preguntarme continuamente las mismas cosas».

      —¡Eh! ¡Oiga! —instigaba el delgado hombre.

      —Ya le he oído —contestó, molesto ante la insistencia, sin subir la vista.

      Entonces se hizo un breve silencio, roto nuevamente por el pesado tabernero.

      —¿De dónde viene? ¿Cómo se llama?

      —¿Enseñan a formular esas preguntas en la escuela de taberneros? —contestó sarcásticamente, dejándolo un pelín anonadado.

      —Es sureño. ¿A que sí? —le preguntó con perspicacia.

      —Soy un raschtzeno —soltó sin más, sabiendo que aquel tipo no tendría ni idea de lo que le decía, justo antes de dar un trago a su cerveza negra.

      —¿Un qué?

      —¡Raschtzeno! Vengo de Raschtz Nay Clovelly. —«No le gusta nada que mencionemos aquí algo de lo que hay fuera… Como se entere me va a dar una buena azotaina».

      —¿Dónde carajos está eso? Rasch…

      —Raschtz Nay Clovelly —dijo rápidamente ante la clara imposibilidad del tabernero por repetir ese nombre.

      —No tengo ni idea de dónde está ese sitio. ¿Está por Kelatjav?

      —No, un poquito más lejos.

      —¿Más aún? Sí que ha viajado. ¿Cómo se llama?

      «¡Jooo-der! ¡Será pesado! Si no fuera porque les gusta hablar de más, les cortaba la lengua».

      —Desconocido —respondió finalmente, puesto que no quería revelar su nombre. Ya había hablado, y mostrado, demasiado.

      —¿Desconocido? —espetó extrañado el tabernero.