F. J. Medina

La balada del marionetista II


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con desdén. No le gustaba tener que ir a Ethernia, a entregar ese mensaje a los airins. Ya había dejado bien claro que no le gustaban, y que a ellos tampoco les gustaban los elfos.

      —Tampoco les gustan los magos, pero tenemos que ir —habló de repente Karadian, que había aparecido tras ellos sin que se diera cuenta—. Si ya habéis terminado de contar barquitos, sigamos. Hay que contratar peaje en el primero que vaya a Zarinia. A ver si hubiera alguno que parta esta misma noche.

      —¿No vamos a dormir aquí, aunque sea una noche? —cuestionó Harod, sorprendido. Tras tantas jornadas en la barcaza de Hop deseaba pasar al menos una noche en tierra firme.

      —Cuanto antes lleguemos, mejor —intentó zanjar el mago, inútilmente.

      —Yo también quiero quitarme esto de encima cuanto antes —apuntó Taria, que antes de dedicarle al mago su acerada mirada azul le había dedicado una a él cargada de complicidad—, pero una noche sobre una cama que no esté en continuo vaivén nos vendrá bien a todos.

      —Yo estoy con la elfa —agregó tímidamente Teon, levantando la mano, susurrando a continuación—: Si mi opinión cuenta para algo…

      —Entiendo…

      Karadian dio media vuelta y reemprendió solo la marcha, siguiéndoles ellos algo despegados, con Taria detrás. El camino discurría casi recto, con ligeros serpenteos a la vera del barranco, donde abajo se encontraba la zona portuaria y sobre el imponente muro de la izquierda residencial. No había demasiado tránsito a esas horas, pero, aun así, se cruzaron y fueron también adelantados por algunos carros, señal de que la actividad no cesaba al menos hasta la noche. Llegaron a una bifurcación hacia la derecha, donde un letrero en forma de flecha indicaba que por ahí se accedía a la zona norte del puerto. Se veía una larga avenida, pavimentada con lisa piedra gris, pero el mago había pasado de largo, por lo que decidieron seguirle. También obvió la señal que indicaba hacia la zona centro norte, y después tampoco hizo caso de la del centro. Se detuvo en la siguiente, en la que la flecha de madera mencionaba que por ahí llegarían a la parte centro-sur del puerto.

      —Por aquí encontraremos una posada que no esté tan metida en el bullicio —les informó—. Con suerte también tendrá establo para los caballos.

      Los edificios que flanqueaban la avenida de grandes y rectangulares losas grises eran altos, muy altos. En Wahl había algunos altos, pero pocos, no era lo habitual. En Saha parecían ser todos así. Los más bajos tenían tres o cuatro plantas, y cuando contó uno con seis dejó de hacerlo, pues se cansó de estar todo el rato mirando hacia arriba, contando pisos. Tuvo la impresión de que algunos de los que vio desde el mirador debían tener aún más. Habían pasado ya por cuatro posadas, pero por ningún establo. El primer posadero les informó que había establos en el puerto, directamente relacionados con las dársenas y que también cumplían funciones de almacenamiento, pero como no era su caso, también les dijo que había establos independientes a las afueras, aunque también otros más metidos por el centro, dirección que Karadian se negaba a tomar. En la tercera posada, sin embargo, la posadera les indicó la dirección de un pequeño hostal que tenía espacio para seis o siete caballos. Tras preguntar por ella en la cuarta posada, el muchacho que les recibió fue un poco más preciso y amablemente les acompañó hasta una esquina, señalándoles con el dedo la fachada del pequeño hostal.

      «Esperemos que tenga sitio para los caballos».

      Lo tenía. Karadian se quedó cerrando el pago con el recepcionista mientras ellos llevaban los caballos a la parte de atrás, donde había un pequeño establo. Contó hasta ocho pequeñas dependencias, no muy grandes, pero al menos tendrían espacio para descansar. Solo había allí otros dos equinos, yaciendo plácidamente sobre la paja.

      —¡Arriba! —Los despertó Karadian de repente, apareciendo de improviso en la habitación que compartía con Téondil—. Nos vamos. El barco zarpa en una hora. —Aún no había amanecido.

      Capítulo 2

      Álanor

      El asedio a Álanor estaba resultando de lo más tedioso. En la vida había pensado que un asalto a una fortaleza, la más famosa e inaccesible de todas, además, pudiera resultar tan aburrido. Llevaban una semana acampados alrededor del fortín y ni unos ni otros habían hecho el menor acto de guerra, excepto por los cuatro soldados, calificados como estúpidos e ineptos y merecedores del castigo, que se acercaron más de la cuenta a los muros y fueron abatidos ipso facto por los arqueros de Álanor. Tres eran errantes, pero uno era un soldado de Khormonh. Le fastidió que, mientras él disfrutaba de un baño en la playa, uno de los suyos pudiera ser tan memo como para querer comprobar la dureza de la muralla palpándola con las manos. Evidentemente, no tuvo tiempo de cerciorarse de ello. Había sido tan absurdo que aquello no podía considerarse como un acto de guerra, ni de agresión, ni de defensa siquiera, sino más bien como un acto divino, como si del azulado y despejado cielo hubiera surgido divinamente un rayo y lo hubiese fulminado.

      —Por gilipollas —gritó Lékar cuando se enteró de ello—. Como algún otro vuelva a intentar avergonzarme con otra gilipollez así me adelanto y lo desollo vivo antes de cortarle las manos y los pies y clavarlo en una pica hasta que muera con el palo metido por el culo. —Aquella idea le gustó. En cuanto visualizó la puesta en escena empalando a uno de los suyos para dar escarmiento al resto, supo que de algún modo u otro debía de ponerla en práctica.

      Lékar no paraba quieto en el mismo sitio, siempre yendo de un lado para otro, ordenando por aquí, organizando por allá, mandando a unos y otras, aunque esas otras no le hacían demasiado caso, algo que comenzaba a exasperarle. Caminaba sin prenda alguna que le cubriera el torso, al igual que la mayoría de los soldados que tenían turno de descanso, aunque adornado con su espadón a la espalda. Debido al creciente calor, solo vestía un fino pantalón gris, el cual había cortado toscamente por encima de las rodillas. Por otro lado, Lékar quiso dar ejemplo a sus hombres, así que fue el primero que renunció a la compañía de una mujer, aunque también era cierto que ya no gozaba de los favores de Gréndhalin y las suyas, por lo que el deseo carnal era prácticamente nulo. Habían raptado un buen número de mujeres en algunos de los poblados que habían asaltado por el camino, pero violarlas no era comparable a yacer con alguna de las Estrelladas. Y tampoco deseaba que sus soldados, preparados desde hacía tiempo para tal momento, convirtieran el hastiado campamento en un burdel que los distrajera demasiado de sus cometidos. Impuso la norma de que mientras durase el asedio, nadie bebería, ni fumaría hierba ni follaría. Nadie.

      Todos parecían estar cumpliendo la norma a rajatabla, aunque eso no significaba que estuvieran de acuerdo con ella. Sin embargo, había un grupo que no hacía demasiado caso a las palabras del gigante, saltándose cada noche la última de las indicaciones. Todas las Estrelladas practicaban el sexo asiduamente entre ellas, y es que los cantares sobre sus multitudinarias orgías eran famosos y conocidos en cada rincón de Ixceldior. Lékar había pillado a muchas de ellas realizando esos actos, pero sabía que no podía hacer nada con ellas, algo que sabía que tarde o temprano le traería consecuencias ya que no era capaz de explicárselo adecuadamente a sus hombres. Primero porque él no era su rey y se pasaban por el forro su cargo de general, y segundo porque sabía que era imposible prohibir dicho acto a esas mujeres. Había comprobado que la fama de las Estrelladas acerca de que eran excesivamente promiscuas y lascivas era totalmente merecida. Lo había visto y lo había comprobado en sus propias carnes hasta el punto de que todas las noches anteriores al desencuentro con Gréndhalin tuvo que decir basta, estando más que cansado y harto de follar. Cada mañana se había levantado con el nabo casi desollado y con un dolor tremendo en la punta al mear. Según le contó la reina, ya fuera de día o de noche, cada estrellada lo hacía al menos día sí día no. Y Gréndhalin, según comprobó y le confesó sin el menor reparo, era de las que follaban cada noche con una o más de sus súbditas.

      —Al menos follan entre ellas —se consoló Lékar a la tercera noche, tras descubrir a varias decenas de ellas fornicando salvajemente entre los árboles, esperando que sus hombres no se rebelaran y que, pasado un tiempo, perdieran todo deseo carnal. Aunque también era cierto que las esperanzas