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Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente


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podemos tener visiones, gestos corporales, ruidos o sonidos recurrentes, que vuelven persistentemente como en sueños, pesadillas y borracheras, pero que no aparecen acompañadas por ninguna claridad racional respecto de sus significados. En ambos casos, la perspectiva senderista afirma que el arte es una lengua que habita el movimiento. Y nos referimos tanto a la lengua-órgano (a nuestros cuerpos puestos a vibrar) como al conjunto de signos, símbolos y códigos, puestos a moverse ¿Y qué significa habitar el movimiento? Significa habitar la capacidad o potencia de la lengua del arte para desestabilizar los consensos que dan fundamento a los códigos y codificaciones sociales y culturales. Tambien activar su aptitud para producir el desborde del sentido hegemónico de los signos y los símbolos. Habitar el movimiento significa habitar en nuestra práctica artística y pedagógica, junto a otros, una fuerza de contrapoder. Esta particular fuerza, da forma a una articulación inestable entre significantes y significados, también entre imágenes y palabras, y da origen a lo que podríamos llamar Imalabras o Pamágenes: elementos anfibios, flotantes, mestizos, en disputa. Semillas no transgénicas de un arte situado, de una geopoética o geoestética que busca su tierra fértil. Nos dice el filósofo y antropólogo argentino Rodolfo Kusch:

      “Y hacer el relato por el lado de la semilla es difícil. Implica hacer jugar la pura vida, aún antes de saber si se trata de un indio o un árbol. Porque ahí se funden los opuestos, dios y diablo, miseria y pobreza, indios y porteños. Allí se halla pegada la realidad aún a nuestra carne, fundida con nuestra piel, como si se creara recién el mundo, en su primer balbuceo, antes de que haya cosas.” (Kusch, 1994,p.18)

      Sea en consenso o no, toda práctica artística produce textualidades (relatos, narrativas, discursos, poéticas). Más nos interesa destacar que no hay texto sin contexto. Afirmación cuya vitalidad contrahegemónica radica en no fijar ni cristalizar el significado de ambos términos: ¿a qué llamamos texto y qué es contexto para cada uno de nosotros?

      “El hombre mató al pájaro y con el pájaro mató al canto, y con el canto se mató a sí mismo.” (Mora, 2012, p.15) Partiendo desde la afirmación con la que concluimos el punto anterior (no hay texto sin contexto) deseo analizar una segunda condición contemporánea que condiciona nuestros lenguajes y prácticas artístico-pedagógicas.

      La máquina de lavar es una imalabra o pamágen que no refiere al blanqueo de capitales de origen oscuro, incierto, ilegal (aunque algo de esto también podríamos encontrar en el “maravilloso mundo del arte”). La máquina de lavar es una metáfora que nos permite introducir la principal operación semiótica a la hora de comprender las formas narrativas hegemónicas y dominantes del presente cultural neoliberal: la recombinación.

      “En sus formas tradicionales la actividad semiótica tenía como producto específico el significado, pero cuando la actividad semiótica se vuelve parte del ciclo de producción de valor, producir significado no es ya la finalidad del lenguaje. La nueva forma productiva se funda sobre un principio tecnológico que sustituye a la totalización por la recombinación. Informática y biogenética están fundadas sobre dicho principio: unidades capaces de recombinarse, multiplicarse y proliferar (…) En el semiocapitalismo o capitalismo semiótico, extractivista y financiero (el agregado en cursiva es mío) la mera recombinación de signos y símbolos produce mayor plusvalía que la creación de sentido o significado. Con la expresión semiocapitalismo defino el modo de producción predominante en una sociedad en la que todo acto de transformación puede ser sustituido por información.” (Bifo, 2007, P.107)

      ¿Qué ocurre entonces con nuestros relatos, narrativas, discursos y poéticas al interior del capitalismo semiótico? ¿Podemos preservar el sentido y significado de nuestros textos en semejante contexto? Y también: ¿podríamos imaginar al semiocapitalismo y sus industrias culturales como una enorme lavandería? ¿pueden sus museos e instituciones artísticas y educativas transformarse en gigantescas máquinas de lavar? ¿pueden sus sistemas expositivos, de investigación y catalogación blanquear hasta “purificar” los conflictos sociales, las guerras, la violencia genocida, ecocida, racista, machista, patriarcal? ¿pueden las fuerzas centrífugas y centrípetas de estas máquinas de lavar moldear micropolíticamente nuestra subjetividad en el presente cultural neoliberal? ¿pueden nuestros imaginarios y el arte convertirse en commodities?

      Agujerear la máquina de lavar se presenta como un desafío posible para mi práctica artístico-pedagógica, para las nuestras. Perforar, agrietar, fisurar su cuerpo blanco, metálico, hermético e impermeable, de modo que a través de esos agujeros e intersticios circulen nuevos posibles y saberes. Pinchar sus tuberías y conductos, de modo que se hagan visibles y dispersen hasta desaparecer los flujos residuales y la suciedad que esa aparente acción limpiadora y purificante crea y recrea día a día. En suma, no dejarnos succionar ingenuamente por las fuerzas que reproducen una narrativa recombinante y dominante.

      A fines de los años 90 mi práctica artística sufrió una mutación de importancia.

      Como señalé anteriormente, mi formación fue en la pintura, aunque siempre mi práctica incluyó el dibujo y el collage manual. En 1999 visité por primera vez el Departamento Fotográfico del Archivo General de la Nación, la dependencia estatal que cuenta con el mayor patrimonio documental escrito, visual y audiovisual sobre la historia argentina. Fui allí sin tener ninguna preparación como investigador pero sí bajo la influencia de mi herencia familiar: mi abuelo y mi padre eran historiadores. La historia siempre estuvo en el centro de mis lecturas. La historia nacional pero también de la humanidad, la historia “del pasado” pero también la historia contemporánea.

      La visita al archivo tuvo enormes consecuencias en mis metodológicas artísticas y en la construcción de pensamiento desde mi práctica artística. La relación cercana con los documentos fotográficos despertó en primer lugar una fascinación muy fuerte asociada a la materialidad y cualidades visuales de las fotografías. En su gran mayoría imágenes blanco y negro, de origen analógico, fotos de fotos. Muchas veces marcadas, deterioradas. Las cualidades lumínicas y gráficas (de impresión) de esas imágenes de la historia comenzaron ser enigmáticamente atractivas. El complejo y un tanto torpe método burocrático de acceso a ellas también generó en mi muchas intrigas, debiendo tomar decisiones muchas veces sólo por intuición. En segundo lugar, una serie de perturbadores interrogantes surgieron respecto de la construcción de las narrativas históricas a partir de la labor archivística oficial: ¿quién construye archivos en una comunidad? ¿para quién los construye? ¿quién y porqué determina que una imagen es un documento y otra no lo es? ¿es un archivo un dispositivo para ordenar y clasificar imágenes o podemos encontrar allí otros objetivos, dimensiones y potencias? ¿es posible crear archivos que propongan narrativas multilineales y polifónicas?¿qué formas archivísticas interpelan las narrativas oficiales y dominantes? ¿son los archivos espacios de acceso abierto, democrático?

      La sumatoria “fascinación material + interrogantes metodológicos” sobre el archivismo me llevaron a tomar dos decisiones: 1) la compra de mi primer cámara fotográfica (con objetivos sólo de registro) y 2) comenzar con una serie de itinerancias, recorridos y derivas en los sitios vinculados a los hechos históricos fotografíados (calles, placas, monumentos, edificios, parques, direcciones de domicilios privados, etc.). Estas dos decisiones me llevaron a un paulatino abandono de la pintura y a concentrarme, como artista visual, a explorar las relaciones entre dibujo, fotografía y collage, junto a sus diversas posibilidades de emplazamiento. Lentamente se fue fortaleciendo una subjetividad caminante o senderista en busca de imágenes, saberes e informaciones que solamente podían surgir de un ejercicio dialógico e intercultural, junto a otros provenientes de diferentes realidades sociales, culturales, geográficas.

      En mi andar me fui dando cuenta que dejó de tener prioridad el lugar de destino de mi caminata para tomar protagonismo los desplazamientos de ida y regreso a casa. Los procesos de transformación interior ocurridos durante esos desplazamientos cobraron suma relevancia a la hora de interpelar las narrativas hegemónicas