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Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente


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es solo que no existan casi asignaturas dedicadas a prácticas pedagógicas, colaborativas, comunitarias, etc., sino que se trata de un antagonismo fundacional que se manifiesta incluso en la negación de la posibilidad de la institución “facultad de arte” misma, como demuestra el hecho de que en su seno encontremos a docentes que afirmen que no es posible formar a artistas (afirmación que, de ser cierta, debería hacernos considerar la necesidad de retirarnos de tal práctica “imposible”). Que haya algunas líneas laterales u optativas relacionadas con las pedagogías o las prácticas colaborativas, de nuevo, no cuestiona la posición hegemónica de la negación de la educación, sino que solo la refuerza por cuanto son consideradas manifestaciones del “fracaso” de quienes se dedican a ellas, a manera de aviso para todos los demás. Esta negación, entre otros factores, contribuye al fuerte ensimismamiento de estas instituciones, que forman artistas para nutrir un mercado cerrado sobre sí mismo, como demuestra el hecho de que el público de exposiciones y museos de arte contemporáneo se componga principalmente de individuos pertenecientes o cercanos al mismo gremio (además de blancos, de clase media, con formación superior, etc.).

      La situación se debate entre la resistencia a las presiones del mercado laboral, y la necesidad de cambiar modelos anclados en una idea anacrónica de universidad. Los estudios artísticos deben responder al momento en que vivimos y, a la vez, seguir desempeñando la función radicalmente crítica que los ha hecho valiosos y significativos. Y no nos engañemos: no es posible formar a un sujeto que sea crítico y simultáneamente adaptable a las necesidades del mercado.

      Difícil dilema éste. Nadie quiere formar a futuros desempleados. Así que normalmente lo que acabamos haciendo como docentes es familiarizar a los y las estudiantes con los sistemas dominantes de producción, distribución y consumo propios del arte, pero aún más con sus críticas y disidencias, con la esperanza de que sean capaces de poner en cuestión las opciones que se encontrarán al salir de la universidad en las industrias culturales o educativas, y de situarse en un lugar en el que la contradicción les sea soportable personalmente. O bien que sean capaces de crear sus propias oportunidades y proyectos alternativos, alineándose, al fin y al cabo, con los imperativos de la emprendeduría y las economías de la creatividad. Y sabiendo, en todo caso, que siempre deberán negociar con fuerzas económicas más poderosas que ellos.

      Me permito hacer aquí una pausa a manera de pie de página, pero para mí fundamental, para matizar este cuadro algo desalentador. Si bien libros de referencia como Art School. Proposals for the 21st century (2009) confirman en buena medida este diagnóstico, es verdad que se centran en el contexto estadounidense y británico (asimilables sin duda a muchos otros países europeos y del resto del mundo), donde las presiones del mercado hace tiempo que hacen sentir su influencia en los procesos de formación. Pero es importante señalar que en otros contextos existen programas que contemplan dimensiones como las políticas de la práctica artística y cultural, los procesos culturales comunitarios, las prácticas educativas, o el retorno social de la universidad. Y en relación con estas experiencias deberíamos tomar muchas lecciones de Latinoamérica.

      Volviendo a mi argumento, considero que, se resuelvan o no felizmente estas cuestiones, el hecho de convivir permanentemente con ellas contribuye a crear en parte del cuerpo docente y estudiantil de las facultades de artes una actitud reflexiva que, para mí, siempre ha sido lo más interesante y potencial de estos contextos formativos. Al conocer a fondo las trampas de estos territorios, como hacen los elementos más críticos en las facultades de artes, es posible crear resistencias o desviaciones tácticas frente a la neoliberalización global. Por otro lado, las máquinas performativas institucionales siempre tienen fugas y en las facultades de artes ocurren todo tipo de cosas constantemente que abren fisuras esperanzadoras.

      Ahora bien, el cambio no ocurrirá sin responsabilidad ni decisión. Se abre una encrucijada. Ante esta situación podemos colocarnos por lo menos en tres posiciones (digo tres por simplificar, pero podríamos imaginar muchos matices intermedios): 1) podemos adaptarnos voluntariamente intentando encajar todo lo posible y más en el imperativo neoliberal; 2) podemos producir una resistencia inconsciente al intentar encajar -o no hacer nada para resistirnos- pero no lograrlo; o 3) podemos resistirnos conscientemente haciendo de esta imposibilidad de encajar un arma de crítica y transformación institucional y social.

      Por ejemplo, podemos tomar todas las limitaciones de los marcos teóricos y pedagógicos del ámbito de las artes que he descrito y comprender lo subversiva que es la acción de aquellos y aquellas que las cuestionan en sus propios contextos docentes y estudiantiles. Que no nos engañe el efecto óptico: aunque los modelos dominantes sean los descritos, hay una multitud de termitas institucionales socavando y a la vez construyendo alternativas, experiencias que a veces son como marcas de agua, solo perceptibles cuando sabemos mirar el sistema al trasluz. Que algunos sectores del profesorado y el alumnado de las facultades de artes tengan que llevar a cabo sus proyectos usando estrategias de ocultación, mímesis, parodia y contrabando, les dota sin duda de una panoplia de armas muy valiosa en esta batalla que debemos librar.

      En el ámbito de la investigación artística, la situación es muy similar. Estos campos de conocimiento y de práctica han tenido que asimilar sus modos de producción de saber a los de las ciencias humanas o incluso naturales, y todos ellos juntos han tenido que someterse a su vez a los imperativos de la productividad económica, directa o indirecta (Hernández 2010). La investigación artística puede intentar plegarse a los modelos dominantes, adoptando teorías homologables, aplicando metodologías transparentes, produciendo datos objetivos y fiables, y publicando en forma de textos académicos en revistas indexadas. Pero esto conduce al absurdo, puesto que obliga a contradecir esencialmente las premisas y objetivos de tal investigación. Otra posibilidad que algunas están intentando llevar adelante es la de partir de la resistencia para cuestionar los parámetros de evaluación de la investigación en general. Ciertamente esta tampoco es una posición segura, puesto que no es fácil remar a contracorriente, evitando tanto el academicismo de torre de marfil como el utilitarismo neoliberal, y realizar a la vez la investigación que responsablemente creemos que debemos llevar a cabo. Pero este es, de nuevo, el lugar precario desde el que se pueden trenzar laboriosamente esas líneas de fuga que buscamos.

      Para pensar qué otros saberes, sujetos y realidades serían posibles en la universidad y fuera de ella existen muchas vías y es una exploración que precisaría de volúmenes enteros que aún no se han escrito. Por el momento, compartiré algunas reflexiones acerca de apenas tres ámbitos de crítica, con las que concluiré este texto. Responden, por así decirlo, a tres escalas: una más amplia que la universidad, una relativa a la propia institución académica, y una referida a la posición de los sujetos dentro de la universidad. Aunque los dos últimos ámbitos no se abordan desde una perspectiva exclusiva de las artes, como he intentado argumentar a lo largo de mi discusión, ellas están especialmente familiarizadas con dichos debates por lo que pueden tener un papel fundamental en los mismos.

      En primer lugar, haré una reflexión extra-académica general y me referiré al muy discutido papel social del arte y de la cultura. Sobre esta cuestión sugeriría que mantuviésemos una visión amplia y compleja de lo que suponen las prácticas culturales, puesto que los artistas sin duda tienen responsabilidades sociales, pero no tienen por qué ser reformadores sociales (del mismo modo que el carácter de bien público de la universidad no vendría dado por acomodar sus saberes a fines sociales instrumentales inmediatos).

      Las prácticas artísticas muestran una diversidad indomesticable, y está bien que así sea. La creencia de que es necesario el compromiso de múltiples ámbitos de acción humana -entre ellos el arte y la cultura- para enfrentar un estado de cosas que consideramos preocupante es un objetivo loable, pero no debería determinar las formas de creación consideradas correctas. Porque, al hablar de transformación, ¿dónde está la fina línea que separa efecto, utilidad e instrumentalización? Es más, ¿quién es capaz de prever los efectos que puede producir el arte? De paso, también convendría dejar de hablar del arte y la cultura como una medicina que todo el mundo debería tomar para volverse más cívico y tolerante, ser más inteligente, tener mejores sentimientos o ser más productivo. La cuestión de la capacidad transformadora de la cultura es algo bastante más indirecto y complejo.

      En este sentido, la cuestión no es solo si hay que hacer