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Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente


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perfecta de desactivarlos de facto, ya que ninguna de las expectativas enumeradas se puede cumplir de forma unívoca.

      Porque los artistas no son celebridades vanas, ni empresarios pujantes, ni genios inaccesibles, ni camilleros sociales, ni héroes morales. Probablemente, para entender su papel de manera más productiva, debamos explorar los territorios intermedios entre todos estos extremos y entender que el arte no es importante per se, o porque nosotras lo digamos en un ejercicio de preocupante narcisismo, sino por cuanto forma parte de un conjunto de prácticas relacionadas tanto con la producción de símbolos, valores y significados, como con dinámicas económicas que afectan aspectos tan clave como las políticas urbanísticas, la gestión gubernamental de lo social, las nuevas políticas de degradación de las condiciones laborales, los flujos económicos globales, etc.

      Por consiguiente, la clave no está en defender o promover el arte como concepto genérico, con la creencia de que es siempre positivo y beneficioso para el individuo y la sociedad (bajo el argumento de que produce individuos inteligentes y equilibrados psicológicamente o fomenta una sociedad pacífica y tolerante, así como una economía floreciente). No olvidemos que el arte y la cultura son también el lugar de reproducción de formas de exclusión, jerarquías sociales y económicas (Bourdieu, Id., Bourdieu y Darbel, Id.), explotación de recursos materiales y subjetivos (Babias 2005, Lazzarato 1997), y expansión de conglomerados de entretenimiento (Miller y Yúdice 2004, Yúdice, Id.). Por ello es más productivo comprenderlos como un campo de batalla o, por lo menos, como un espacio problemático de negociación, que puede desplegarse en formas contradictorias, y no sólo como un lugar de expresión y celebración.

      La lucha consiste precisamente en situarse como artista entre estas tensiones, sabiendo que no es posible esquivarlas, sin dejar de cuestionarse constantemente la posición adoptada, produciendo no obstante obras de arte inspiradoras que provoquen afectos, pensamientos y acciones, y todo ello sin morir en el intento con tanto contorsionismo ideológico. Igualmente --porque esto no es una cuestión individual sino también estructural-, el mismo desafío deben enfrentar las políticas culturales cuestionándose qué tipo de arte y cultura fomentan, al servicio de quién o de qué, producidos por quién, de qué modo y en qué condiciones.

      La cultura y el arte son, como decía, un campo de batalla. En él se libran todo tipo de luchas, tantas, por lo menos, como “mundos” coexisten. También hay agentes, proyectos, teorías y debates que intentan hallar líneas de fuga desde las que desestabilizar la hegemonía del mercado y la instrumentalización gubernamental, así como sus manifestaciones concomitantes de la profesionalización y la genialidad. Siempre en posiciones precarias o casi invisibles, por moverse en los intersticios y cuestionar los campos de saber y los modos de hacer institucionalizados, sus líneas de fuga no son tanto relámpagos de energía que atraviesan la superficie de los sistemas de control -como supondría una definición más deleuziana-guattariana-, como un permanente esfuerzo por coordinar, alinear y combinar fuerzas para rehacer el mundo trazando trayectorias oblicuas que desmantelan (al menos provisionalmente) lo normativo.

      En la intersección de los campos antes descritos se sitúa, de manera ciertamente incómoda, la enseñanza superior de las artes. Desde su conversión de academias de bellas artes a facultades de arte (o de arte y diseño, u otras variantes) -proceso que en España ocurrió a finales de los años 70-, este tipo de estudios se ha visto obligado a encajar en unas estructuras académicas poco afines a sus orígenes institucionales históricos. Si bien ambas eran rígidas, lo eran de formas diferentes, y producían subjetividades diferentes, además de haber seguido transformaciones no necesariamente paralelas a lo largo del tiempo.

      Sin duda, esta incorporación ha tenido efectos normalizadores y estandarizadores en las facultades de arte, al deberse plegar, entre otros, a una estructura curricular, una temporalización de los estudios y una conceptualización de las formas de producción y diseminación del conocimiento que les eran ajenas. Ahora bien, los encajes incómodos también producen chispas interesantes, como por ejemplo la convivencia con otras disciplinas humanísticas, sociales o científicas; la incorporación de modos de enseñanza-aprendizaje menos personalistas y más abiertos al debate colectivo; o la entrada por la puerta grande -o pequeña, según como se mire- de la investigación artística en el panorama de las facultades de arte y de la universidad en general.

      A su vez, estas transformaciones han sido utilizadas estratégicamente por las escuelas de arte para legitimarse por medio de su asimilación a las humanidades o incluso a ciertas corrientes cualitativas de las ciencias sociales. Por lo tanto, nos situamos en una trama compleja de imposiciones, consecuciones, resistencias, adaptaciones, oportunidades, innovaciones, desafíos, liberaciones y riesgos.

      En las facultades de artes actuales se enfrentan múltiples tensiones opuestas y paradojas, desde las más clásicas, como, por ejemplo: ¿es realmente posible formar a un artista?; hasta las más contemporáneas: ¿cómo es posible crear un espacio para la crítica -una de las funciones históricas y clave del arte- en una institución que se ve obligada a producir sujetos adaptables al mercado de trabajo? Y, por otro lado, ¿qué tiene que ver el mercado de trabajo convencional, basado en una mano de obra masiva, intercambiable, móvil y precaria, con el mercado del arte, basado en la figura mítica del artista único, privilegiado y genial? O aún otra: ¿a quién representan y para quién se crean unas prácticas artísticas surgidas de unas universidades con un profesorado y alumnado tan poco diverso, siendo como son mayoritariamente blancos y de clase media – al menos en el contexto del que vengo- al igual que el mercado al que sirven?

      Efectivamente, el diagnóstico de partida de las facultades de arte no siempre es favorecedor. Muy a menudo los contenidos, estructuras curriculares y relaciones de enseñanza-aprendizaje se desarrollan dentro de unos límites de posibilidad que son muy problemáticos si a lo que aspiramos es a transformar radicalmente no solo el campo artístico, sino la cultura y las relaciones sociales en sentido amplio.

      Los contenidos que se imparten en nuestras facultades de arte (y subrayo lo de nuestras, es decir de mi contexto) suelen estar apegados a lenguajes y medios que ya han sido ampliamente cuestionados o hibridados (video, pintura, escultura…). Por otro lado, estas prácticas se decantan de los debates teóricos o conceptuales, sin integrarlos como dimensiones inseparables que son de la producción artística. Del mismo modo, se consagran los saberes expertos y disciplinares, menoscabando o dejando fuera conocimientos y prácticas considerados menores, populares o subalternos. No es de extrañar, pues, que las facultades de artes tengan grandes dificultades para dar pasos significativos en el cuestionamiento de las perspectivas euro-estadounidensecéntricas dominantes.

      Por lo que respecta a las prácticas pedagógicas, se tiende a la hegemonía del modelo del artista individual en su taller, aunque se permitan algunas desviaciones como el trabajo inmaterial, procesual, colaborativo, etc. Su constatación como “desviaciones” o “alternativas” puntuales no hace más que reforzar el modelo central del artista en su taller. En conjunto, se privilegia un entrenamiento en habilidades formales que permitan manifestar una personalidad, creatividad, o estilema expresivo identificables en el futuro por el mercado, siempre necesitado de productos reconocibles que evoquen autenticidad. Por consiguiente, es necesario reconocer la disciplinación que produce la supuesta libertad que se promueve en las escuelas de arte, al anular la posibilidad de fracaso o disidencia que debería poder caber en toda universidad, y todavía más en una de artes.

      Este énfasis en la expresividad y en la creatividad es también una de las piedras de toque del auge neoliberal que he tratado anteriormente: en el marco de las industrias culturales y la economía creativa propias del capitalismo postfordista, los artistas que salen de nuestras facultades están llamados a convertirse en la masa de obreros menores en esta fábrica inmaterial de nuevo cuño, o en los magos que pertrechen de mercancías únicas a un mercado del arte globalizado a las órdenes del capital transnacional, nutriendo además las políticas urbanísticas y la competencia entre ciudades por convertirse en imanes de turismo, recursos e inversiones, mediante barrios creativos, museos, etc. Esto ayuda a entender también, por ejemplo, el interés por la promoción de campus de la creatividad en algunas universidades, esperando que sean punta de lanza para asaltar los supuestos nuevos mercados que han abierto las economías creativas.

      Finalmente,