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Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente


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así como de las derivaciones que ello debería tener en su formación académica. El presente texto surge de la charla que compartí con los y las asistentes, y de las discusiones posteriores. Agradezco a la organización que contara conmigo para estas jornadas, puesto que fue una extraordinaria oportunidad de reflexionar conjuntamente desde realidades distintas, pero que tienen puntos en común.

      Antes de entrar en materia quisiera situar desde dónde voy a hablar y argumentar la relevancia de estas cuestiones. Escribo estas líneas en tanto persona ligada al mundo de la academia, en concretodesde los ámbitos del arte y la educación, especialmente en sus dimensiones relacionadas con la crítica y el compromiso sociales. A lo largo de mi trayectoria me ha interesado reflexionar sobre cuál es el papel social de la cultura, así como contribuir a proyectos artísticos y educativos que se sitúan de manera compleja en el incierto territorio de la transformación social basada en la búsqueda de grados diversos de cambio en las estructuras institucionales y en las políticas relacionales. Por ello hablaré aquí como persona que atribuye al arte y la cultura una responsabilidad política, tanto simbólica como estructural, sin heroísmos pero con compromiso.

      También querría aclarar que mi intervención está necesariamente marcada por el contexto que me es más conocido y que he vivido más de cerca (es decir, el español y el europeo). Su puesta en diálogo con otras realidades es precisamente lo que puede dar vida a una reflexión productiva. Sin embargo, quisiera remitirme a la aportación de Boaventura de Sousa Santos (2007), que traza un panorama de la situación global de la universidad que confirma la tendencia general sobre la que se basará mi posterior discusión de la enseñanza superior.

      En este texto intentaré argumentar la necesidad de repensar la formación de artistas de manera que se integre orgánicamente en todas sus dimensiones una perspectiva reflexiva respecto a un doble eje: el papel del arte y los artistas en la producción de símbolos y significados, y la participación -lo quieran o no- en políticas y economías locales y globales. Obsérvese que esto no es lo mismo que animar simplemente a los estudiantes de arte y artistas en general a dedicarse a la crítica social, o al arte en comunidad, o a la pedagogía. Actitud que sería simplista e irresponsable (los artistas no tienen la misión ni la capacidad de “cambiar el mundo” por sí solos) y además supondría sesgar el rango de prácticas artísticas consideradas válidas, o que deban atender a una responsabilidad social cuando de hecho todas deberían hacerlo.

      Otra parte de mi argumento es que esta transformación en la formación de artistas atañe a todas las instancias con las que aquellos se relacionan. Esto es así porque los artistas nunca se han formado solo en las escuelas de arte, y porque en el momento actual es hora de concebir de manera más global la educación y desafiar los límites y muros defensivos de las instituciones.

      Para desarrollar estos argumentos me centraré en las dinámicas que caracterizan, por un lado, a la universidad contemporánea y, por otro, a la práctica artística y cultural, para ocuparme después de lo que ocurre en la intersección entre ambas esferas, es decir la formación superior de artistas. Finalmente plantearé cómo podríamos desbordar los límites actuales de dicha formación, atendiendo tanto a las nuevas posibilidades como a los nuevos problemas que esto nos obligaría a enfrentar.

      Empiezo, pues, por compartir algunas reflexiones sobre dos proyectos primos hermanos en el linaje de la Ilustración: la educación (superior en este caso) y el arte. Como ya he mencionado al inicio, desde hace algunas décadas la universidad está experimentando cambios dramáticos tendentes a su mercantilización y liberalización. En el plano de la experiencia personal, de alguna manera sentimos la pérdida -gradual pero claramente perceptible- de una universidad democrática y basada en la libertad de cátedra e investigación, en parte porque, al coincidir con nuestras primeras experiencias universitarias como estudiantes, o como profesoras noveles, y desconocer vivencialmente períodos anteriores de la universidad, a veces tendemos a idealizar un pasado teñido de la intensidad de los afectos de lo que podríamos asimilar a una adolescencia y primera juventud académica.

      En este debate, no obstante, es imprescindible resistir la tentación de volver la mirada a un pasado ideal en el que la universidad habría sido un espacio de intercambio desinteresado de conocimientos y debates intelectuales. La universidad que, al menos en España, hemos llegado a echar de menos (la universidad de los años 70, 80 y 90 que formó desde la generación de mis hermanos mayores a la mía propia – los primeros en mi familia en poder acceder a la enseñanza superior), era una universidad que, ciertamente, ya no estaba solo a alcance de los hijos de las élites pero que, por otro lado, era disciplinadora, tecnocrática, rutinizada, masificada, y hacía de nosotros un número; una universidad orientada a la formación de cuadros técnicos medios en el mejor de los casos, y de trabajadores sobrecualificados, abocados a un mercado de empleo precarizado, en el más habitual.

      Si hemos llegado a echar de menos este modelo es porque lo que llegó después, en un período marcado simbólicamente por el llamado proceso de Bolonia en 1999, fue mucho peor. El proceso de Bolonia tiene, sobre papel, la voluntad de facilitar el intercambio de titulados y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad a través de una mayor transparencia y un aprendizaje basado en el estudiante, que se cuantifica a través de los créditos ECTS. Sin embargo, este proceso constituye solo uno de los factores en un marco más amplio de iniciativas orientadas a alinear la universidad cada vez más con el sector productivo (de hecho, a someterla al mismo) y a convertir a la propia universidad en una fuente de beneficios económicos (Edu-Factory y Universidad Nómada 2010, Hernández 2010).

      Esta neoliberalización de la universidad se caracteriza por la retirada de la financiación pública (al igual que ocurre en otros ámbitos como la sanidad), su sometimiento a las dinámicas de flujo de capital y de rentabilidad financiera, y la concurrente conversión de la educación en un bien de consumo (que se vende a un precio cada vez más elevado) del que sus “compradores” (es decir, los estudiantes) esperan que produzca un rendimiento en forma de un trabajo lo más arriba posible de la pirámide alimentaria capitalista. Esto contribuye a configurar nuevas formas de distinción y exclusión por la vía de la devaluación de los grados y la aparición de costosos másteres que reinscriben las diferencias económicas y de clase entre los estudiantes. Todo lo cual va acompañado de un modelo de competencia cuasi empresarial entre instituciones formativas -independientemente de si son públicas o privadas- por captar estudiantes, financiación privada, etc. En este contexto, la conversión del conocimiento en mercancía con valor predominantemente de cambio tiene importantes consecuencias:

      Transformar el conocimiento en mercancía significa incrustarlo en la reproducción de capital limitándolo a su función como «recurso de capital», incluso en su forma de «capital humano», y limitar su acceso a las condiciones mercantiles, o sea compraventa de patentes, derechos intelectuales, acceso a la formación, cursos diversos, máster y postgrados, eliminación de espacios gratuitos, separación del entorno social y ligazón a las empresas, etc. (Galceran 2010: 33)

      Por otra parte, emerge el sujeto estudiante-cliente; es más, el estudiante-cliente-endeudado:

      La formación ligada al empleo pugna por construir una subjetividad acorde con las exigencias económicas y disciplinarias del mercado capitalista, una subjetividad que interiorice los objetivos de la empresa, la obligación de [obtener] resultados, la gerencia por proyectos, la presión del cliente, así como la constricción pura y simple ligada a la precariedad, es decir una subjetividad sumisa como única opción de supervivencia. (Id.: 37)

      Y, correspondientemente, el profesorado se ve dualizado: cada vez se tiende más a establecer, por un lado, un pequeño segmento consolidado y estable, o privilegiado, y, por otro, un amplio cuerpo de docentes precarizados, con contratos temporales, o becas, y salarios muy por debajo de lo que es necesario para el mantenimiento de la vida. A ello se añade la necesidad de competir por posiciones cada vez más escasas y precarias, y someterse a los criterios cada vez más exigentes de las agencias de evaluación:

      La progresiva segmentación del profesorado trasciende la división: investigador en formación / profesor en formación / profesor contratado / profesor funcionario / catedrático, a través de diversos mecanismos de clasificación y separación