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Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente


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de trabajo flexible y reconocimiento individualizado […], pero también a una progresiva jerarquización de la carrera docente. (Ferreiro 2010: 123-124)

      Como es fácil imaginar, esta situación conduce a la corrosión de la solidaridad no solo entre los diferentes colectivos de la comunidad universitaria, sino también dentro de cada colectivo, ya que el compañero o compañera son antes que nada competidores a vencer o eliminar.

      Pero, junto con la tentación de idealizar, también es necesario vencer la de tirar la toalla. Estas reflexiones no pretenden desprestigiar la universidad pública, sino diagnosticar los problemas que la aquejan con el fin de resistirlos, combatirlos y encontrar alternativas más justas. Es imprescindible que no demos por pérdidas instituciones que, como la universidad, nos pertenecen colectivamente. Aunque podamos ser críticas con el proyecto ilustrado y la modernidad de los que es producto por su universalización e imposición de valores eurocéntricos, racionalistas, colonialistas y patriarcales, los legados de este proyecto han adoptado sentidos muy diversos al arraigar en realidades culturales y sociales infinitamente más complejas y diferentes que las que presuponía inicialmente dicho proyecto.

      Cuando la universidad (al igual que la escuela) ha asumido la responsabilidad de contribuir a la justicia social, ha supuesto para las clases populares, y para otros colectivos de una u otra forma subyugados, un acceso a las herramientas del amo, por usar la célebre expresión de Audre Lorde. Aunque, como nos previene la misma Lorde, sabemos que éstas nunca desmantelarán la casa del amo, al menos nos permiten conocer las reglas de su juego, aprender cómo hacernos otras herramientas (probablemente usando y retorciendo fragmentos de las del amo), y -tal vez- cómo construir otras casas que sean nuestras.

      La universidad es, casi a pesar de ella misma, un lugar de inmensa potencia, de coexistencia de seres incalculables en sus capacidades, de condensación casi eléctrica de recursos y energías; un momento excepcional en las vidas de los sujetos que aprenden, y una ocasión de autodesafío cotidiano para los sujetos que enseñan. Es virtualmente imposible que no surja algo maravillosamente valioso de todo esto.

      Adentrándonos ahora en el campo del arte y la cultura, antes que nada, es fundamental considerar la infinita variedad de sus manifestaciones y, por lo tanto, de sus efectos políticos. Como nos recuerda Howard Becker (2008), no podemos hablar del arte más que en plural, puesto que no hay una única forma o esfera de producción, circulación y recepción de arte. Por lo tanto, hablar de EL arte es no decir nada, o al menos dejarnos un 90% por el camino.

      Y, sin embargo, sí que hay un “mundo del arte” hegemónico que copa las representaciones sociales dominantes de lo que es el arte y lo que es ser un artista, y que se concreta en lo que podríamos llamar sistema del mercado globalizado euro-estadounidensecéntrico, articulado en redes de instituciones cómplices. En el caso de las artes visuales, por ejemplo, sería la red academia-galería-museo-bienal; cada sector artístico posee el suyo específico, aunque todos comparten el mismo objetivo. En este sistema institucional al servicio de la cultura como producto y mercado, lo privado y lo público confluyen al servicio de la circulación del capital y la producción de beneficio (y aquí no cabe distinguir entre beneficio simbólico y material, puesto que ambos se mueven en la misma dirección).

      Así, el arte suele ser visto como algo elitista u ornamental, una actividad practicada por individuos muy concretos (antes llamados genios, actualmente conocidos como “el sector”) para otros individuos privilegiados, que ha perdido inteligibilidad y significación para el común de los mortales, y que en muchos casos solo sirve para alimentar la especulación en un mercado de lujo. Esta percepción del arte como un territorio exclusivo, ya sea por motivos intelectuales o económicos, o ambos a la vez, ha sido explorada por la sociología del arte, que ha documentado extensivamente las experiencias y actitudes de los públicos de museos y de otras formas de recepción artística (Bourdieu 1991, Bourdieu y Darbel 2003, Laboratorio Permanente de Públicos de Museos 2011). Por otro lado, se ha producido una gradual especialización y división del trabajo por la que la ciudadanía ha dejado de conocer y practicar lenguajes artísticos comunes y ha devenido sobre todo consumidora de producciones profesionales. Así se explica, en parte, la brecha que existe entre unas prácticas artísticas especializadas y una ciudadanía que no considera que el arte tenga una parte significativa en sus vidas.

      Al margen de este “mundo” dominante, otros mundos operan a veces entrecruzándose con él, sin que esto suponga necesariamente una diferencia de valor, es decir, no tienen por qué ser antihegemónicos o críticos (aunque también pueden serlo, y mucho), sino que aspiran y pugnan por otra hegemonía, y pueden acabar siendo otros brazos armados del poder político y económico, voluntaria o involuntariamente. ¿Cómo, si no, debemos interpretar el viraje de entidades filantrópicas, fundaciones y gobiernos hacia formas de arte “para la transformación social”, “comunitario” o “colaborativo”? Sin cuestionar el valor intrínseco que puedan poseer estas prácticas, este queda completamente resignificado cuando se enmarca -y, de hecho, depende- de los intereses de estos poderes económicos y políticos. En palabras de George Yúdice:

      En la actualidad es casi imposible encontrar declaraciones que no echen mano del arte y la cultura como recurso, sea para mejorar las condiciones sociales, como sucede en la creación de la tolerancia multicultural y en la participación cívica a través de la defensa de la ciudadanía cultural y de los derechos culturales por organizaciones similares a la UNESCO, sea para estimular el crecimiento económico mediante proyectos de desarrollo cultural urbano y la concomitante proliferación de museos cuyo fin es el turismo cultural. (2002: 24)

      Aunque en algunos contextos estas prácticas puedan ser marginales, lo cierto es que ya están siendo asimiladas como una forma de práctica perfectamente reconocible, bien como “tendencia” estética, bien como herramienta gubernamental para la mejora social. Muestra de lo primero es su presencia en el circuito dominante del arte (por ejemplo en el Turner Prize de 2015 otorgado al colectivo Assemble, la Bienal de Venecia de 2015, o las últimas documenta desde 1997), y de lo segundo, los múltiples programas, conferencias, publicaciones, concursos y políticas públicas sobre arte y transformación social que han llegado a arrinconar la financiación de propuestas que no tengan un fin social explícito (algunos ejemplos de esto serían el programa en arte social del Ontario College of Art and Design, el Master en artes y acción social del Hampshire College, la plataforma Creative Time, la línea de arte y transformación social del Fondo Nacional de las Artes en Argentina, o la convocatoria Art for Change de la Obra Social “La Caixa” en España).

      Incluso las prácticas artísticas llamadas autogestionadas o independientes no solo tienen una relación simbiótica con las prácticas institucionales (mediante el uso de recursos materiales comunes, la derivación de fondos mediante becas, premios y residencia, etc.), sino que también abren las puertas a la consagración de formas de trabajo autoexplotadoras basadas en la motivación y en una paradójica aspiración a la “libertad”. Como argumenta Isabell Lorey:

      Quienes trabajan de forma creativa, estos precarios y precarias que crean y producen cultura, son sujetos que pueden ser explotados fácilmente ya que soportan permanentemente tales condiciones de vida y trabajo porque creen en su propia libertad y autonomía, por sus fantasías de realizarse. En un contexto neoliberal son explotables hasta el extremo de que el Estado siempre los presenta como figuras modelo. (2008: 74)

      Así, el artista, por una vez, ha devenido punta de lanza del sector productivo puesto que permite experimentar con las posibilidades de un modelo de trabajador sin ataduras laborales (ni derechos), deslocalizado, infinitamente explotable (en todas sus facultades físicas, intelectuales, afectivas, y en todos los espacios y tiempos), y además apasionado por su trabajo, que identifica como realización personal. ¿Qué más puede pedir el mercado de trabajo?

      Dado este contexto que acabo de trazar, al arte se le otorga un estatuto ambivalente puesto que se lo considera simultáneamente, aunque desde posiciones diferentes, como: a) un lujo irrelevante y prescindible; b) un producto de consumo que forma parte de un sector económico más; c) un ámbito estéticamente desinteresado en el que las emociones afloran y el espíritu se eleva; d) una herramienta efectiva para resolver de manera instrumental problemas tanto personales como sociales; o e) una actividad que resiste toda instrumentalización