Gianluigi Pasquale

365 días con el Padre Pío


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en ti a una devoción superficial, que no santifica al alma y que es y le puede resultar perjudicial. Es también querida por Dios para llevar al alma a adquirir la verdadera devoción, que consiste en una voluntad decidida de poner en práctica lo que conduce al servicio de Dios, sin ninguna satisfacción personal. En resumen, obra el bien porque es bien y porque da gloria y agrada a Dios.

      El alma que se encuentra en este estado no debe de ningún modo perder el ánimo; no debe dejar de hacer nada de lo que acostumbraba hacer en tiempo de consuelos espirituales; al contrario, debe procurar multiplicar sus prácticas de devoción y estar siempre atenta y vigilante sobre sí misma.

      (26 de agosto de 1916, a

      Maria Gargani, Ep. II, 236)

      4 de febrero

      Usted sabe bien cómo me hace sufrir el ver a tantos pobres ciegos, que huyen, más que del fuego, de la dulcísima invitación del divino Maestro: «Venid a mí todos los que tenéis sed, y yo os daré de beber».

      Mi espíritu se siente extremadamente triste al encontrarse ante estos verdaderos ciegos, que ni siquiera sienten piedad de sí mismos, de modo que sus pasiones de tal modo les han privado del sentido común que ni siquiera sueñan en venir a beber de esta verdadera agua del paraíso.

      Un momento de reflexión, padre, y después dígame si tengo razón al sufrir por la locura de estos ciegos. Mire cómo triunfan cada día más los enemigos de la cruz. ¡Oh, cielos!, ellos arden continuamente en un fuego vivo, entre mil deseos de satisfacciones terrenales.

      Jesús les invita a que vayan a satisfacer la sed en aquella agua viva. Jesús conoce muy bien la gran necesidad que tienen de beber hasta saciarse de esta nueva agua, que él tiene destinada a quienes verdaderamente tienen sed, para no perecer en las llamas por las que son devorados.

      Jesús les dirige esta tiernísima invitación: «Venid a mí todos los que tenéis sed, y yo os daré de beber». Pero, ¡Dios mío!, ¿qué respuesta recibe de estos infelices? Estos desgraciados dan pruebas de no entender; se alejan; y, lo que es peor, acostumbrados desde hace años a vivir en ese fuego de satisfacciones terrenas, envejecidos entre esas llamas, ya no escuchan estas amorosas invitaciones, y ni siquiera se dan cuenta del peligro grave, horroroso, en el que están.

      (10 de octubre de 1915, al P. Agostino

      da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)

      5 de febrero

      ¿Qué remedio se debe emplear con estos Judas infelices para hacerlos recapacitar? ¿Qué remedio se puede aplicar para que estos verdaderos muertos resuciten? ¡Ah!, padre mío, el alma se me rompe de dolor; también a estos Jesús les ha dado un mensaje, un abrazo, un beso. Pero para estos miserables ha sido un mensaje que no los ha santificado; un abrazo que no los ha convertido; un beso, ¡ah!, estoy por decir, que no los ha salvado y que a la gran mayoría quizá no los salvará nunca.

      La piedad divina ya no los ablanda; no se sienten atraídos por los beneficios; no se corrigen con los castigos; ante las dulzuras se insolentan; con las dificultades se pervierten; en la prosperidad se encolerizan; en la adversidad desesperan; y, sordos, ciegos, insensibles a las dulces invitaciones y a los duros reproches de la piedad divina que podrían sacudirlos y convertirlos, no hacen sino afirmarse en su endurecimiento y transformar en más densas sus tinieblas.

      Pero, padre mío, ¡qué tonto soy!; ¿quién me asegura que no me hallo también yo en el número de estos infelices? También yo siento sed de esta agua del paraíso; pero, ¿quién sabe si no es precisamente aquella otra agua la que ardientemente desea mi alma?

      Y este tormento se va intensificando más y más, a medida que esta agua no apaga la sed sino que, por el contrario, la aumenta cada día.

      ¿No es quizá este, padre, un motivo poderosísimo para pensar con razón que el agua que desea mi pobre alma quizá no sea precisamente aquella de la que el dulcísimo salvador nos invita a beber a grandes sorbos?

      (10 de octubre de 1915, al P. Agostino

      da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)

      6 de febrero

      Quiera el Señor, fuente de toda vida, no negarme esta agua tan dulce y tan preciosa, que Él, en la exuberancia de su amor a los hombres, prometió a quien tiene sed de ella. Yo, padre mío, deseo ardientemente esta agua; se la pido a Jesús con lamentos y suspiros continuos. Pídale también usted que no me la oculte; dígale, padre, que él conoce la gran necesidad que tengo de esta agua, la única que puede curar a un alma herida de amor.

      Consuele este tiernísimo esposo del Cantar de los Cantares a un alma que tiene sed de Él; y la consuele con aquel mismo beso que le pedía la sagrada esposa. Dígale que, hasta que un alma no haya llegado a recibir ese beso, no podrá nunca firmar con Él un pacto en estos términos: «Yo soy todo para mi amado y mi amado es todo para mí».

      ¡Quiera el Señor no abandonar a quien ha puesto sólo en Él toda su confianza! ¡Ah!, que esta esperanza mía no quede nunca defraudada, y que yo le sea siempre fiel…

      (10 de octubre de 1915, al P. Agostino

      da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)

      7 de febrero

      Proponte, por tanto, corresponder generosamente (al amor de predilección de Dios para contigo), haciéndote digno de él; es decir, semejante a él en las perfecciones adorables ya indicadas en las Escrituras y en el Evangelio, y que tú ya has aprendido. Pero, hermano mío: para que se dé esta imitación, es necesaria la continua reflexión y meditación sobre su vida; de la reflexión y meditación nace la estima de sus actos; y de la estima, el deseo y el empeño de la imitación. Todo esto nos viene proporcionado por nuestras leyes. Mantengámonos constantes en la exacta observancia de las mismas y seremos perfectos.

      Sobre todo tienes que insistir en lo que es la base de la santidad cristiana y el fundamento de la bondad: en la virtud de la que nuestro divino Maestro y nuestro seráfico Padre se nos propone como modelos: me refiero a la humildad. Humildad interna y externa; más interna que externa; más vivida que mostrada; más profunda que visible.

      (19 de agosto de 1918, a

      fray Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)

      8 de febrero

      Tengámonos por lo que somos de verdad: nada, miseria, debilidad; una fuente de perversidad sin límites ni atenuantes, capaces de convertir el bien en mal, de abandonar el bien por el mal, de atribuirnos el bien que no tenemos o aquel bien que hemos recibido en préstamo, y de justificarnos en el mal y, por amor del mismo mal, despreciar al Sumo Bien.

      Con este convencimiento grabado en la mente, tú:

      1º: no te complacerás nunca en ti mismo por algún bien que puedas acoger en ti, porque todo te viene de Dios y a Él debes dar honor y gloria;

      2º: no te lamentarás nunca de las ofensas, te vengan de donde te vinieren;

      3º: perdonarás todo con caridad cristiana, teniendo bien presente el ejemplo del Redentor, que llegó incluso a excusar ante su Padre a los que le crucificaron;

      4º: gemirás siempre como pobre delante de Dios;

      5º: no te maravillarás de ningún modo de tus debilidades e imperfecciones; pero, reconociéndote por lo que eres, te avergonzarás de tu inconstancia y de tu infidelidad a Dios; y, ofreciéndole tus propósitos y confiando en Él, te abandonarás tranquilamente en los brazos del Padre del cielo, como un tierno niño en los de su madre.

      (19 de agosto de 1918, a fray

      Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)

      9 de febrero

      Desconfía, mi querida hijita, de todos aquellos deseos que, según el juicio común de las personas que poseen el espíritu del Señor, no pueden alcanzar su objetivo. Tales son, en efecto, aquellos deseos de algunas perfecciones cristianas que pueden admirarse e imaginarse pero no practicarse, y de aquellas perfecciones de las que muchos hablan sin convertirlas en obras.

      Ten