Gianluigi Pasquale

365 días con el Padre Pío


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Pero es entonces cuando me siento incapaz de sostener el peso de este amor infinito, de mantenerlo entero en la pequeñez de mi existencia; y me invade el terror, porque quizá tenga que dejarlo por la incapacidad de poder contenerlo en el estrecho espacio de mi corazón.

      Este pensamiento, que, por otro lado, no es infundado (mido mis fuerzas, que son limitadísimas, incapaces e impotentes para tener siempre fuertemente abrazado este divino amor), me tortura, me aflige y siento que el corazón salta de mi pecho.

      (12 de enero de 1919, al P. Benedetto

      da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)

      22 de enero

      Padre mío, no puedo sobreponerme a este dolor; en el esfuerzo que me supone, me siento aniquilado, me siento desfallecer; y no sabría decirle si vivo o no en esos momentos. Estoy fuera de mí. Dolor y dulzura se contraponen en mí y reducen mi alma a un dulce y amargo desvanecimiento.

      Los abrazos del bienamado, que en este momento se suceden con gran profusión y, diría, que sin pausa y sin medida, no son capaces de extinguir en ella el agudo martirio de sentirse incapaz de llevar el peso de un amor infinito.

      (12 de enero de 1919, al P. Benedetto

      da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)

      23 de enero

      ¿Para qué, pues, vivimos nosotros? Después de habernos consagrado a él en el bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, el cristiano debería tener como suyo el dicho de este santo Apóstol: «Para mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo para servirlo, vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el sentimiento, el afecto, que tendríamos que tener, debería ser precisamente el de quien, después de la fatiga, va a recibir la recompensa, el de quien, después del combate, va a recibir la corona.

      ¡Gustemos, sí, gustemos, oh, mi querida Raffaelina, saboreemos esta excelsa disposición del alma de tan gran apóstol! Sí, es verdad que todas las almas que aman a Dios están dispuestas a todo por amor al mismo Dios, teniendo el convencimiento pleno de que todo redundará en su propio beneficio. Estemos preparados siempre para reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sapientísimo de la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla siempre y en todo a la de Dios, ya que de este modo glorificaremos al Padre celestial y todo nos será beneficioso para la vida eterna.

      (23 de febrero de 1915, a

       Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)

      24 de enero

      El apóstol se alegra al pensar que por nada será confundido y que de ningún modo descuidará su deber de apóstol de Jesucristo. Se alegra también de que en su cuerpo, incluso en medio de todas las cadenas a las que está sometido, Jesús siempre será glorificado. Si vive, exaltará a Jesucristo por medio de su vida y de su predicación, también estando en cárcel, como ya lo había hecho hasta ahora predicando a Jesucristo a los del pretorio; si, en cambio, es martirizado, glorificará a Jesucristo ofreciéndole el supremo testimonio de su amor.

      Por tanto, declara abiertamente que su vivir es Cristo, que es para él como el alma y el centro de toda su vida, el motor de todas sus acciones, la meta de todas sus aspiraciones. Y, después de haber dicho que su vida es Jesucristo, añade también que su morir es una ganancia para él, porque con su martirio dará a Jesús testimonio solemne de su amor, conseguirá que su unión con Jesús sea más irrompible, y aumentará también la gloria que le espera.

      ¿Qué dices, Raffaelina, de este modo de hablar? ¡Las almas mundanas, al no tener ningún conocimiento de gustos sobrenaturales y celestiales, al oír semejante lenguaje, se ríen y tienen razón! Porque el hombre animal, dice el Espíritu Santo, no percibe las cosas que son de Dios. Ellas, pobrecillas, que no tienen otros gustos que no sean de barro y de tierra, no pueden hacerse una idea de la felicidad que las almas espirituales dicen experimentar al padecer y morir por Jesucristo.

      ¡Oh, cuánto mejor para ellas si, en lugar de maravillarse y de reírse, reconocieran su culpa y admiraran, al menos en silencioso respeto, la entrega afectuosa de estas almas, que tienen un corazón tan encendido en amor divino!

      (23 de febrero de 1915, a

       Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)

      25 de enero

      En san Pablo estos dos sentimientos procedían de la caridad perfecta. El de ser disuelto para unirse a Jesucristo en perfecta unión en la gloria, que habría sido mejor para él, es decir, que le era más deseable que el continuar viviendo sobre esta tierra; y este deseo era impulsado únicamente por la caridad perfecta que tenía por su Dios. En cambio, el otro sentimiento o deseo le venía también de una caridad perfecta, pero que tenía por objeto inmediato la salvación del prójimo. En otras palabras, este deseo estaba motivado por el objeto principal, Dios, pero se concretaba por reflejo en la salvación de las almas.

      El primer deseo, es decir, el de ser disuelto de este cuerpo, él lo ve y lo encuentra más útil para sí, y lo desea con todo el ardor con que un alma justa puede desear unirse a su Dios. En cambio, el segundo deseo, es decir, el de dejar o, mejor dicho, el de seguir viviendo en medio de los trabajos y de las fatigas para procurar la salvación de las almas, él, lleno del espíritu de Jesucristo, lo ve más necesario para los demás o, mejor, al haber tenido la revelación (como parece deducirse de lo que dice inmediatamente después, y el mismo hecho parece que confirma mi interpretación, porque él no fue martirizado por entonces, sino que recuperó la libertad) de que no moriría entonces, se resigna y lo padece por amor de la salvación de las almas, como un hijo que ama tiernamente a su padre se somete, por el afecto que le tiene, a todas las humillaciones y también al cumplimiento exacto de ciertos servicios bajísimos que a su padre le agrade imponerle.

      Este tierno hijo lo hace todo, no sólo para no contravenir en nada el deseo de su padre, sino con el fin de complacerle en todo.

      (23 de febrero de 1915, a

      Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)

      26 de enero

      Mantén el buen ánimo; abandónate en el corazón divino de Jesús; y todas tus preocupaciones déjaselas a él. Colócate siempre en el último lugar del grupo de los que aman al Señor, teniendo a todos por mejores que tú. Sé verdaderamente humilde con los demás, porque Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes. Cuanto más crezcan las gracias y los favores de Jesús en tu alma, más debes humillarte, imitando siempre la humildad de nuestra Madre del cielo, la cual, en el instante en que llega a ser Madre de Dios, se declara sierva y esclava del mismísimo Dios. En las cosas prósperas y adversas que te sucedan, humíllate siempre bajo la mano poderosa de Dios, aceptando con humildad y paciencia no sólo aquellas cosas que son de tu agrado, sino también, y con humildad y paciencia, todas las tribulaciones que Él te mande para hacerte cada vez más grata a Él y más digna de la patria celestial.

      Ser tentada es signo evidente de que el alma es muy grata al Señor. Acepta, pues, todo en actitud de agradecimiento. No creas que esto es sólo una opinión mía, no; el mismo Señor empeñó su palabra divina: «Y porque tú eres grato a Dios –dice el ángel a Tobías (y en la persona de Tobías a todas las almas gratas a Dios)– fue necesario que te probara la tentación».

      Anímate, pues, hija queridísima de Jesús; y alégrate también, incluso en medio de las tentaciones y tribulaciones, sabiendo bien que todo esto es un regalo singularísimo que la bondad del Padre del cielo hace a tu alma; y en todo sé agradecida siempre a tan buen Padre, por medio de su queridísimo Hijo Jesucristo.

      (29 de enero de 1915, a

      Annita Rodote, Ep. III, 48)

      27 de enero

      Si la Providencia ha alejado de nosotros el motivo de descuidar el alma para poder preocuparnos de mejorar nuestro cuerpo, ha sido infinita la sabiduría de Dios al haber puesto en nuestras manos todos los medios para poder hermosear nuestra alma, también después de haberla deformado con la culpa. Basta que el alma quiera colaborar con la gracia divina para que su belleza pueda alcanzar tal esplendor,