Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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el espejo de la brisa y la luna.

      Mantenían Xifeng y Pinger esa conversación en el capítulo anterior cuando en eso fue anunciada la llegada de Jia Rui.

      —Que pase —ordenó Xifeng inmediatamente.

      Encantado de haber sido recibido por fin, Jia Rui la saludó irradiando efusivas sonrisas. Ella, por su parte, le ofreció asiento con grandes muestras de consideración y lo invitó a tomar té. Él se sintió como en éxtasis cuando la vio vestida con ropa liviana dé andar por casa, y mientras ardía en deseo le preguntó:

      —¿Cómo no ha llegado todavía tu esposo Jia Lian?

      —No sé —contestó ella.

      —¿No será que se ha encontrado por el camino con alguien que le impide volver a su hogar? —sugirió Rui entre risitas.

      —Es posible. Los hombres sois así; cualquier cara bonita os embruja.

      —No todos, cuñada. Yo no soy de ésos.

      —¿Pero cuántos hay como tú? Ni uno entre diez.

      Jia Rui, loco de alegría por el halago de Xifeng, se frotó las orejas y las mejillas e insinuó:

      —Seguro que te aburres mucho, sola durante todo el día.

      —Cierto —contestó ella—. De hecho siempre estoy esperando que alguien me visite para entretenerme con su charla.

      —Yo tengo mucho tiempo libre, cuñada, ¿te gustaría que viniese a distraerte todos los días?

      —Bromeas —respondió Xifeng riendo—. ¿Cómo puedo esperar que vengas todos los días?

      —¡Que me parta un rayo si no hablo en serio! Si no me he atrevido a venir antes es porque todo el mundo me decía que eras una persona temible y te ofendías por cualquier cosa. En cambio, ahora veo lo amable y encantadora que eres. Puedes estar segura de que vendría aunque me costara la vida.

      —Ciertamente eres más comprensivo que Jia Rong y su hermano —dijo Xifeng—. A ellos se les ve tan educados que cualquiera pensaría que son personas comprensivas, pero al cabo resultan unos estúpidos, incapaces de calar en los corazones.

      Espoleado aún más por el elogio, Jia Rui siguió arrimándose a Xifeng mientras miraba la bolsa que llevaba colgada en la cintura y le preguntaba si podía ver sus anillos.

      —Por favor —susurró la joven—, ¿qué van a pensar las doncellas?

      Él se retiró inmediatamente, obedeciendo con la misma celeridad que si se hubiera tratado de un edicto imperial o un mandato de Buda.

      —Será mejor que te vayas —le dijo Xifeng sonriendo.

      —No seas tan cruel, cuñada —protestó Jia Rui—. Deja que me quede contigo un poco más.

      —Éste no es lugar conveniente durante el día, con tanta gente entrando y saliendo —le susurró ella—. Vete ahora, pero vuelve esta noche durante la primera vigilia y espérame en el pasaje de entrada del oeste.

      —No te burles de mí. ¿Cómo voy a esconderme allí si por ese lugar pasa la gente sin parar, de un lado a otro?

      —No te preocupes —le dijo Xifeng tranquilizándolo—. Daré permiso a todos los pajes del turno de noche para que se retiren y, una vez cerradas las puertas, nadie más podrá pasar.

      Exultante de alegría, el joven Rui se alejó convencido de que esa misma noche saciaría el deseo que sentía por Xifeng.

      Así pues, a la hora convenida llegó a tientas hasta la mansión Rong, introduciéndose en el pasaje poco antes de que fueran atrancadas las puertas. Era una noche muy oscura y no se veía un alma. Las puertas de los aposentos de la Anciana Dama ya habían sido cerradas y sólo una de entrada quedaba abierta en el este. Rui esperó durante un rato conteniendo la respiración y atento a cualquier ruido, pero nadie venía. Entonces, con súbito estrépito, cerraron también la puerta oriental. Estaba furioso, pero no se atrevía a hacer el mínimo ruido. Sigilosamente se acercó a la puerta y la encontró firmemente atrancada; los muros, por otra parte, eran demasiado altos y carecían de agarres para intentar escalarlos. Salir de allí era imposible.

      El pasaje era un espacio desolado que cruzaban todas las corrientes de aire. En pleno invierno, de aquel recinto vacío se enseñoreaba un frío viento del norte que caló los huesos del joven pretendiente, de manera que casi vino a perecer congelado.

      Así llegó el alba y apareció una matrona para abrir la puerta oriental. Cuando se dirigió hacia la del oeste para ordenar que también por allí franquearan el paso, Jia Rui aprovechó para escabullirse como un rayo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos atenazando los hombros. Afortunadamente no había nadie por allí a esa hora tan temprana, y así pudo huir corriendo a su casa sin ser visto.

      Jia Rui, huérfano desde muy joven, había sido tomado a su cargo por el venerable Jia Dairu, su abuelo, un hombre severo que nunca le concedió libertad por temor a que se diera a la bebida o al juego y descuidara sus estudios. La ausencia de su nieto hasta ja madrugada siguiente enfureció a Jia Dairu, quien pensó que había estado bebiendo, o en las timbas, o en las casas de putas; pero en ningún momento sospechó la verdad del asunto.

      Atemorizado y empapado en sudor frío, Jia Rui trató de zafarse de las preguntas de su abuelo mintiendo:

      —Estuve en casa de mi tío y como se me hizo tarde me obligó a que pasara allí la noche.

      —Nunca te habías atrevido a dejar la casa sin mi permiso —tronó el abuelo—. Mereces una paliza por escaparte de esta manera, y otra más por haber intentado engañarme.

      Le propinó treinta o cuarenta estacazos con una vara de bambú, lo privó de alimentos y le hizo estudiar los textos de diez días de escuela arrodillado en el patio. La paliza, el estómago vacío y tener que permanecer de rodillas expuesto al viento leyendo ensayos aumentaron el malestar que sentía después de su noche de frío en el pasaje de la mansión Rong.

      Pero, todavía demasiado envanecido para entender que Xifeng estaba jugando con él, aprovechó la primera ocasión que se le presentó, un par de días más tarde, para acudir a su encuentro. Ella le reprochó no haber cumplido su palabra, mientras él hizo vehementes alegatos de inocencia y varias veces, de rodillas, golpeó con su cabeza el suelo. Viéndolo tan rendido, Xifeng urdió otro plan para desengañarlo.

      —Espérame esta noche en el cuarto vacío del pasillo que hay detrás de este aposento —le dijo—. Pero cuida esta vez de no cometer errores.

      —¿Lo dices en serio? —preguntó él.

      —Si no me crees, no vengas.

      —Vendré. Vendré aunque me cueste la vida.

      —Y ahora vete.

      Suponiendo que esta vez todo marcharía bien, Jia Rui se retiró.

      Cuando se hubo marchado Jia Rui, Xifeng convocó un consejo de guerra y preparó minuciosamente la trampa mientras el joven se consumía de impaciencia en su casa, pues, para su desesperación, uno de sus parientes había venido de visita y se había quedado a cenar. Cuando por fin se despidió, las lámparas ya estaban encendidas y Rui tuvo que esperar a que su abuelo se retirase a dormir para poder ir corriendo a la mansión Rong a esperar en el punto acordado. Daba por el cuarto zancadas nerviosas, como una hormiga sobre una parrilla caliente, pero no se oía ni se divisaba a nadie.

      —¿Vendrá realmente? —se preguntaba—. ¿O también esta noche tendré que congelarme?

      En ese momento hizo su entrada un bulto oscuro. Seguro como estaba de que se trataba de Xifeng, Rui olvidó toda cautela, y en cuanto la figura cruzó el umbral se le echó encima como un tigre hambriento o un gato saltando sobre un ratón.

      —¡Cuñadita! ¡Querida mía! Me estoy muriendo de ganas —decía arrastrándola hasta el kang mientras la cubría de besos y se echaba mano al pantalón mascullando incoherencias—: