de la definición de la función semiótica es muy significativa a este respecto: en la tradición saussuriana y hjelmsleviana7, la relación entre las dos caras del signo, o entre los dos planos del lenguaje, es siempre una relación lógica, cualquiera que sea su formulación: necesaria o arbitraria, según el punto de vista adoptado, o de presuposición recíproca. Ese tipo de relación pasa por alto el operador: se constata, posteriormente, una vez que el signo ha sido estabilizado, o que el lenguaje ha quedado instituido, que el significante y el significado, la expresión y el contenido, están en relación de presuposición recíproca: no hay, pues, por qué preguntarse por el operador de esa relación, ni tampoco por el rol de la enunciación, y menos aún por el del cuerpo. En Saussure mismo, la relación constitutiva del signo, simbolizada por una barra horizontal colocada entre el significante y el significado, está por definición desencarnada. Podríamos incluso hacer la hipótesis de que, en la perspectiva de una semiótica del cuerpo, a contrario, la noción de signo sería definitivamente anticuada e inoperante8, puesto que los dos tipos de “figuras” –en sentido hjelmsleviano– que lo constituyen, el significante y el significado, de ninguna manera podrían ser tratados como cuerpos.
La posición de Hjelmslev (y no de la tradición hjelmsleviana) es de hecho más dubitativa, pues no cesa de proclamar (1) que la distinción entre plano de la expresión y plano del contenido es meramente práctica y que no tiene valor operativo, y (2) que dicha distinción es fluctuante y que depende del punto de vista y de los criterios de pertinencia del analista. La relación de presuposición recíproca expresa, pues, de hecho, en la formulación logicista de la época, una solidaridad entre ambos planos, percibida ya como algo frágil, móvil e inmotivado, y que exige, por tanto, la explicitación de un operador.
Pero desde el momento en que uno se pregunta por la operación que reúne los dos planos de un lenguaje, el cuerpo se hace indispensable: ya sea que se le trate como sede, como vector o como operador de la semiosis, aparece como la única instancia común a las dos caras o a los dos planos del lenguaje, capaz de fundar, de garantizar y de realizar su unión en un conjunto significante.
Otro ejemplo, igualmente significativo, es el del recorrido generativo. En los años setenta, A. J. Greimas se propuso organizar el conjunto de los componentes de la teoría semiótica en un solo modelo generativo, inspirado en las gramáticas chomskianas; en él se escalonan los diferentes niveles, desde los más abstractos hasta los más concretos, des de las estructuras elementales de la significación hasta las estructuras narrativas de superficie9. Pero ahí nos encontramos con la dificultad de justificar las conversiones que se producen entre niveles, ya que la única solución aportada es de tipo logicista: el horizonte es siempre el de los algoritmos de reescritura de Chomsky, con reglas de conversión que no son más que desarrollos lógicos de un nivel a otro, de significación constante.
Pero, desde el Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, resulta claro que lo que es manipulado, de nivel en nivel, en el recorrido generativo, no son formas lógicas, sino articulaciones significantes que el recorrido modifica, aumenta y complejiza progresivamente –y no tendría incluso otra razón de ser—. Sin embargo, el recorrido generativo se queda en un “simulacro formal”, en un modelo de estratificación lógica (que se basa en la oposición entre hiponimia e hiperonimia, preferida de la semántica lógica de los años sesenta), que consideraba que se podía pasar por alto la presencia de un operador; en principio10, es claro que habría que pasar de un modelo de estratificación lógica, estático, a un modelo topológico, dinámico11; pero la “dinámica”, sin operador explícito, no pasa de ser una consigna y no una solución.
La teoría semiótica obedecería, según eso, al régimen de la “historia”, en el sentido que le asigna Benveniste a este término: así como el re lato parece que se cuenta solo, sin narrador alguno, el recorrido generativo “se recorre” y “se convierte” solo, por sí mismo y automáticamente.
En cambio, si las conversiones se tratan como “fenómenos” y no como operaciones lógicas formales, entonces aparecen como operaciones que implican un sujeto epistemológico dotado de un cuerpo que percibe contenidos significantes y que calcula y proyecta valores. A cada cambio de nivel de pertinencia, podemos atribuir la rearticulación de las significaciones a la actividad de ese operador sensible y “encarnado”: es él el que percibe las significaciones de un primer nivel como tensiones entre categorías, como conflictos graduados, y de esa percepción extrae nuevas significaciones, articuladas en forma de “valores posicionales” en el nivel de pertinencia siguiente.
El “retorno del cuerpo” a la teoría semiótica no significa, como podrá verse a lo largo de este libro, una renuncia a su carácter de proyecto científico ni a la búsqueda de las formas y de las “maneras de significar” que lo caracterizan. En cambio, proporciona una evidente alternativa a las soluciones logicistas: en vez de tratar los problemas teóricos y metodológicos como problemas lógicos, quedamos invitados a tratarlos desde el ángulo fenoménico, y para eso se requiere contar con el cuerpo del operador. Comprometernos a tratar una relación, una operación o una propiedad como un fenómeno, es comprometernos a examinar la formación de las diferencias significativas y de las posiciones axiológicas a partir de la percepción y de la presencia sensible de esos fenómenos.
Pero, como en las demás ciencias humanas, la “encarnación” de los conceptos teóricos y la atención fijada en el cuerpo modifican las relaciones con las disciplinas vecinas. Aduciremos solamente dos ejemplos a este respecto.
Durante el tiempo en que la semiótica anduvo en busca de soluciones “lógicas” y formales, mantuvo relaciones bastante ambiguas con la psicología, y particularmente con el psicoanálisis: como las soluciones retenidas desalojaban buena parte de la significación humana, esa “parte de sombra” de la que se ocupa el psicoanálisis, la semiótica no tenía otro recurso que declararla no-pertinente, o refugiarse, en último término, en la metapsicología freudiana para “semiotizarla”. Sin embargo, la semiótica de las pasiones se ha desarrollado claramente como una alternativa a una semiótica psicoanalítica; hoy, ya no es necesario pasar por la metapsicología, como mostraremos aquí mismo, para comprender el efecto que produce el hecho de “tener” o de “ser” un cuerpo en un actante semiótico y sobre todo en un actante pasional.
Ciertamente, esta posición no deja de tener consecuencias. Por ejemplo, una semiótica de la acción centrada en el cuerpo del actante y no solamente en el encadenamiento lógico y canónico de las pruebas, va a devolver su lugar al acto fallido, a la torpeza y a la peripecia, fenómenos que habían sido suprimidos en una reconstrucción retrospectiva de la lógica de la acción. Igualmente, la enunciación de un cuerpo-actante mezcla inevitablemente balbuceos, períodos vacilantes, fragmentos de “lengua de palo”, lapsus y desarrollos argumentados.
En consecuencia, la pertinencia de tal o cual acto particular no puede ser reducida a un “programa” de búsqueda o a un “proyecto” de enunciación; el acto fallido es tan significativo como el acto programado, y su carácter aparentemente accidental solamente enmascara la confrontación entre diversas direcciones significantes o entre varias isotopías, que se hallan en competencia para encontrar lugar en el espacio y en el tiempo del desarrollo de la acción. El “accidente”, en ese caso, es una figura de discurso comparable a una figura de retórica, puesto que cumple el mismo rol que el “núcleo” de dicha figura, único testigo observable de un conflicto y de una sustitución entre programas, entre recorridos o entre isotopías concurrentes.
Segundo ejemplo. El proceso de semiotización del entorno, particularmente la semiotización de los objetos y de los lugares –paisajes y ciudades, por ejemplo– no se reduce ya, para un operador encarnado, a la simple proyección de un simulacro semiótico sobre objetos que pertenecen a otras disciplinas (la ergonomía, la geografía, el urbanismo, etcétera). Hoy puede ser considerado como un proceso de elaboración de la significación a partir de la experiencia corporal de tales objetos y de tales lugares. Como prolongación del sentimiento de existencia, el cuerpo se despliega a través de “prótesis” y de “interfaces” en forma de objetos o de partes de objetos que conservan la memoria de su origen y de su destino corporales, y