la comedia Estás en el ejército ahora (1941), de Lewis Seiler.
De los envidiables besos mencionaría el que protagonizan Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en la notable Casablanca (1942), un clásico de Michael Curtiz. Aunque sea un filme sensiblero y con George Peppard como partner, la chispeante Audrey Hepburn, sumada al precioso fondo musical y el aguacero sobre sus cabezas en la escena final de Desayuno con diamantes (1961), de Blake Edwards, justifican su mención. Y llegamos al nuevo siglo con la comedia francesa Amélie (2001), de Jean-Pierre Jeunet, en la que Audrey Tautou no presiona sus labios contra los de Mathieu Kassovitz, sino que apenas los toca rozando la comisura de sus labios, su cuello y su párpado.
Otro beso original es el de Tobey Maguire y Kirsten Dunst en El Hombre Araña (Spider-Man, 2002) de Sam Raimi. Un adolescente Peter Parker colgado boca abajo, también en una escena lluviosa como en Desayuno con diamantes, acaba de propinar una paliza a unos hampones que atacaron a su vecina Mary Jane Watson y deja que ella descubra parte de su rostro para gratificarlo rendidamente. En Diario de una pasión (The Notebook, 2004), de Nick Cassavetes y protagonizada por Ryan Gosling y Rachel McAdams, tenemos otro beso empapado —esta vez con borrasca, lago y patos amaestrados— que parece durar una eternidad. Pero mi beso de cine favorito es uno intenso y desesperado entre dos desconocidos: un Marlon Brando maduro y una jovencita Maria Schneider, quienes apenas se han cruzado un instante en la cabina telefónica y se reencuentran unos minutos después en un apartamento vacío. Usted ha adivinado, es la polémica película El último tango en París (1972), dirigida por Bernardo Bertolucci. Una película que, ciertamente, yo jamás pasaría en una clase de colegio.
ÉPOCAS QUE MARCARON
Antes de entretenernos con esas veleidades, quisiera referirme al asunto central del presente capítulo y abordar algunos períodos o movimientos decisivos en la historia del cine. Conviene recordar que este arte no nace de la noche a la mañana, sino que es consecuencia de un largo proceso de inventos y eventos, de progresos tecnológicos y de actividades artísticas conquistadas por la humanidad. Contribuyeron tanto el diorama, que fue un entretenimiento popular en la sociedad del siglo XVIII, como los principios del teatro aristotélico; la fotografía y, más precisamente, la cronofotografía; como los espectáculos de feria; o la linterna mágica y la novela europea del siglo XIX. Creo que lo que hizo fue valerse de toda la sagacidad e imaginación que fue dispensando la historia.
Antiguamente se sostenía que el origen del cine se producía en el encuentro entre dos concepciones y prácticas antagónicas que presentaba la producción cinematográfica. Por un lado, una vertiente objetiva, de carácter documental y cuya fundación se podría atribuir a los hermanos Lumière; por otro lado, una más artificiosa, con voluntad ilusoria, que correspondería a la vertiente creada por Georges Méliès. Con el tiempo ambas irían adaptándose e integrándose, conformando el complejo producto que es el cine. No conviene hoy caer en este esquematismo didáctico, porque sería una tarea muy ardua o infructuosa encasillar las películas de los primeros años solo en realistas o fantásticas.
Contaré una anécdota familiar para graficar el cine mudo, que es del primer período del que quiero hablar. Veíamos con mi primer hijo El pibe (1921), de Charles Chaplin. Ni él ni yo cruzábamos una palabra. Era evidente que la historia sencilla y sentimental —ciertamente melodramática— lo tenía cautivado, pero no imaginaba qué otras consideraciones pasaban por su mente infantil. Un par de veces lo vi sonreír, nada más. ¿Ustedes recuerdan las experiencias de abandono y miseria que narra la película? Sin embargo, el genial director se las ingenia siempre para hacer gala de su humor más tierno, no exento de crítica social.
Cuando terminó la película me interesó conocer su opinión y conversamos un buen rato, tal vez no hubo nada que me sorprendiera. Hasta que me hizo un par de preguntas propias de la intuición de un niño: “Pa, ¿antes la gente solo veía en blanco y negro?” y “¿Por qué todos se movían tan rápido?”. Seguramente sonreí y traté de contestar de la manera más convincente; con los años he comprendido mejor la hondura de las preguntas. Que mi hijo no cuestionara la falta de color, que aceptara el código cromático, era aceptar parte del lenguaje que ofrece el cine mudo2.
Y sobre el movimiento podría afirmar casi lo mismo. Usted, amable lector, sabe que se rodaba con frecuencia de dieciséis fotogramas por segundo, pero se proyectaba con frecuencia de veinticuatro. Este disloque descomponía el ritmo, pero no era ese detalle lo que incomodaba a mi hijo. Lo aceptaba así; le preocupaba más bien que las personas vivieran tan agitadas. Es decir, él aceptaba la “realidad” del filme; ahora me digo que tal vez permitir que ingresen dichos códigos en la sensibilidad del espectador es una forma de conocer y valorar los méritos del cine mudo. Los recursos rudimentarios son, cuando existe talento, una valiosa fuente de inspiración.
Claro que no olvido otro detalle: el silencio. No el de nosotros, espectadores atentos, sino el de la pantalla. ¿Por qué no me dijo nada sobre la mudez de los personajes? ¿Realmente no “hablaban”? ¿Acaso no escuchó susurrar a los ladrones para hurtar el carro, tampoco el llanto de la criatura ni el ruego del vagabundo ante el juez para evitar que ingrese al niño a un hospicio? Creo que sí y muy claramente, porque le bastó interpretar las imágenes. He sabido que el formalista ruso Boris Eichenbaum propuso un concepto sugestivo dentro de la semiótica, el del discurso interior, que es precisamente el contacto que se produce entre el espectador y las imágenes, prescindiendo del sonido. Por eso lamento que se hayan ensayado algunas fórmulas para dotar de diálogo a los personajes, con globos a manera de los comics, que desvirtúan la precariedad y el desafío que significa apreciar una película muda.
Tal vez muchos recuerden la terquedad de Chaplin para no introducir el sonido en sus películas, cuando ya a fines de la segunda década del siglo XX empezaba a ser el camino de cineastas y productoras. Él opta, más bien, por incorporarlo con pinzas y sin alterar la estructura narrativa de su propuesta original. Y, sobre todo, sin traicionar a su personaje que personificaba el arte de la pantomima. Así lo hace en Luces de la ciudad (1931), una película que se ajusta a las convenciones del cine mudo, pero que sí apela a efectos de sonido.
Un buen ejemplo lo encontramos en la escena inicial, en la que unos señorones dan un discurso de inauguración de una estatua y lo que escuchamos son pitidos incomprensibles, que en el fondo podrían tomarse como rechiflas de las películas sonoras. Sin embargo, el mejor ejemplo lo tenemos en el portazo —que no se oye— de un coche de lujo justo cuando pasa el vagabundo pobretón delante de la florista ciega, quien lo confunde con un hombre acaudalado. Este embrollo es un eje importante de la trama sentimental que une a los dos personajes. Lo cierto es que, por otras vías, tal vez principalmente a través de la comedia y los dibujos animados, la voz y la música fueron convirtiéndose en sustrato esencial del cine a partir de los años treinta.
Permítame, amable lector, saltarnos una década y media en la historia del cine; me refiero a la época de oro del cine norteamericano, la golden age de Hollywood, que cubre desde 1930 hasta mediados de la década del cuarenta. Ya instalado completamente el sonido —para lo cual recibió un gran impulso del desarrollo de la radio—, este cine perfecciona sus mecanismos artísticos y de producción; modela y da brillo a su star system con actrices y actores de la talla de Greta Garbo, John Gilbert, Vivien Leigh o Clark Gable; define mejor sus géneros privilegiando el melodrama, el film noir y el wéstern. Pero todo este esplendor empieza a declinar con la invasión de la televisión.
Así llegamos al neorrealismo, movimiento cinematográfico italiano del que quisiera ocuparme brevemente. La primera película que conocí de esta escuela fue Umberto D. (1952), de Vittorio de Sica, en el canal 4 o 5 de entonces. Le encantaba a un tío, pero a mí me pareció aburridísima. Narra la historia de un viejo y solitario empleado del gobierno, que apenas puede sobrevivir con su pensión de jubilado. Casi al final de su vida atraviesa una adversidad tras otra —pierde su habitación, a su perro fiel y la amistad de una joven criada—, su salud es cada