Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


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corresponde al término de toda historia, una escena denominada “desenlace” —sin contar con los “créditos de cierre”: los índices de las películas seleccionadas y las referencias bibliográficas—, en la que más que deshacer el lazo, según el uso tradicional, pretendo plantear un final abierto que ofrece dos caminos distintos y complementarios: las encuestas a estudiantes de primaria, secundaria y educadores de colegio; y, finalmente, un conjunto de “sugerencias para aplicar en la escuela” que me parecen posibles de realizar con buena voluntad y un cambio de mirada en la educación. Puedo afirmar que después de visitar y revisitar tantas películas me siento gratificado por este mirador de ilusiones y confiado en su utopía persuasiva.

      No debo terminar estas líneas sin hacer justicia a las personas que colaboraron conmigo para elaborar este libro, a quienes agradezco de corazón. A María Teresa Quiroz y Rosario Nájar Ortega, del Centro de Investigación Científica de la Universidad de Lima, por su confianza y afecto; a mis asistentes Martina Chacón y Alejandro Núñez, por su estupendo trabajo; al equipo del Fondo Editorial de la Universidad de Lima, que pone tanta dedicación y talento en la labor que desempeña; y, finalmente, un agradecimiento especial a mi esposa Rosario de la Hoz, que leyó la primera versión impresa y me hizo valiosas anotaciones, además de acompañarme toda una vida a disfrutar de muchas de las películas que aparecen en estas páginas.

       Jorge Eslava

      INTRODUCCIÓN

      El poeta Valéry tenía una frase que gustaba repetir François Truffaut: “El gusto es el resultado de mil disgustos”. Solo de la constancia en el encuentro con la obra estética puede surgir una manera nueva de sentir. Se trata de ver buen cine, leer buena literatura. Y esto, aunque no guste. La confianza proviene de lo que ha ocurrido con la humanidad; es el trato frecuente, el roce, lo que produce esos órganos interiores que permitirán eso que la ley denomina, pretenciosamente, “apreciación crítica”. […] En cine se trata, pues, de ver buen cine. Tal vez resulte aburrido, para un adolescente, contemplar Ciudadano Kane o Intolerancia. Pero solo este trato con la gran obra puede forjar el gusto que buscamos. Hace falta leer El Quijote, contemplar pinturas de Van Gogh, visitar Machu Picchu; si perseveramos, algo irá creándose en nosotros. Algo que nos emparenta con el creador, con su obra, y solo así llegaremos a educar, es decir, a elevar el gusto hasta darle la facultad invalorable de disfrutar, más tarde, con la buena lectura o la visión conmovedora de un gran filme.

      Constantino Carvallo Rey*

      Hace muchos años, tal vez en mi época de estudiante universitario, leí un libro sobre cine que he olvidado, salvo unas líneas que he venido repitiendo a lo largo de mi vida como una lejana canción de adolescente: “Purilia es una tierra misteriosa de la que todos hablan, pero en la que muy pocos han estado”. Recurro a ese enunciado cada vez que me dispongo a hablar de cine en alguna clase, porque recuerdo vagamente que el libro hacía referencia a una novela que examinaba el mundo del cine, en Los Ángeles de los años treinta y que lo presentaba disoluto y libre de conflictos sociales, frenético y rebosante de emociones; ni más ni menos que un olimpo moderno poblado de gente poderosa o de dioses, enérgicos y hermosos.

      Desde entonces había imaginado una Purilia desenfrenada como el País de los Juguetes de la novela Las aventuras de Pinocho (1883); aunque, por supuesto, con personajes adultos y amorales. En aquel capítulo XXX de la novela de Carlo Collodi, Pinocho se escapa con su amigo Lucignolo a este lugar soñado, animado por sus argumentos: “Allí no hay colegios, ni maestros, ni libros. En ese bendito país no se estudia nunca” (1987, p. 263). Un paraíso donde se juega de la mañana a la noche, luego a la cama y al día siguiente a empezar de nuevo con la diversión.

      Al llegar se encuentran con una versión moderna del famoso cuadro de Pieter Bruegel el Viejo, Juegos de niños (1560): más de doscientos niños practicando un centenar de juegos diferentes. No hay adultos, solo la libertad y el movimiento imponen su dominio. Por estas sensaciones de disfrute, tanto la pintura de Bruegel ambientada en los Países Bajos como la novela de Collodi situada en el reino de Italia y la novela sarcástica de Elmer Rice, autor auténtico de El viaje a Purilia (1930)1, pueden vincularse entre ellas —a pesar de sus diferencias— gracias al sortilegio de una emoción común. A manera de ejemplo, recordemos un pasaje del capítulo XXXI de Las aventuras de Pinocho (Collodi, 1987):

      Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. La población estaba compuesta exclusivamente por chicos. Los más viejos tenían catorce años, los más jóvenes tenían apenas ocho. En las calles había una alegría, una bulla y un vocerío como para volverse locos. Bandas de pillos por todas partes: unos jugaban a las nueces, otros al tejo, otros a la pelota, otros corrían en bici, otros en caballitos de madera; estos jugaban a la gallinita ciega, aquellos, al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida; unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales […]. En resumen, un tal pandemonio, una tal endiablada algazara, que había que ponerse algodón en los oídos para no quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de chicos desde la mañana hasta la noche y en todas las paredes de las casas se leían escritas con carbón cosas tan bonitas como estas: “¡Viva los jugetes!” (en lugar de “juguetes”), “No queremos más hescuelas” (en lugar de “No queremos más escuelas”), abajo “Larín Mética” (en lugar de “la aritmética”), y otras florituras por el estilo.

      Adviértanse las múltiples representaciones de personajes y acciones, la manipulación de títeres en los teatrillos de lona, el vocerío múltiple y la imitación de sonidos; en fin, el “pandemonio” que se crea ante el lector merced a la vivacidad y la audacia de los movimientos consigue acelerar el ritmo, recortar las escenas y acentuar la repetición que semeja la barahúnda del rodaje de una película. Y luego ya más ordenado, depurado una y mil veces, se traduce en el sortilegio que produce su proyección. Ese es el goce que busca la gran mayoría de personas: suspender la rutina y sentirse bien consigo mismo e, incluso, compartirlo con las demás sombras que pueblan la sala de cine.

      Claro que los juegos que aparecen en la pintura de Bruegel se han extinguido de las calles; ya nadie juega a la gallinita ciega, al caballito de palo, a los zancos, al aro que gira… con las justas sobreviven el trompo y las canicas en algunos barrios populares de hoy. Tampoco creo que los niños fantasean con un País de los Juguetes —el apellido Collodi ha sido reemplazado por las marcas Samsung, Apple o Huawei—, del mismo modo como no creo que Hollywood siga siendo la ciudad mítica retratada por Elmer Rice en su novela El viaje a Purilia; en las últimas décadas, varios escritores la han despellejado de todas sus apariencias de gran capital cinematográfica2.

      Por eso mismo, y no obstante el placer que sentimos ante la pantalla, también una película puede transmitirnos una carga negativa, como tantas historias que nos provocan un temblor emocional y nos arrancan lágrimas, o nos producen un malestar. En uno u otro caso y a pesar de los fingimientos de la pantalla, nos gusta ir al cine con amigos o rara vez solos. Y así ha sido desde los inicios del siglo XX en que el arte aceleró su tren de sombras.

      Solo siete años después de la primera proyección presentada por los hermanos Lumière en el Grand Café de París3, el ilusionista francés Georges Méliès proyecta su película de ciencia ficción Viaje a la Luna (1902)4, escrito por su hermano Gaston Méliès. El guion basado en novelas de Julio Verne y de Herbert George Wells presenta una convulsionada convención de astrónomos (medio magos y medio chiflados), en la que el presidente propone efectuar un viaje a la Luna. Discuten, agitan sus barbas blancas, diseñan un plan y deciden fabricar una cápsula espacial. Una comitiva de seis científicos aborda la nave, que es lanzada al espacio por un inmenso cañón.

      A continuación vemos, desde la perspectiva de la nave, cómo se va aproximando a la Luna hasta que se incrusta en el ojo derecho del satélite. Los astrónomos salen de la cápsula, se desperezan y observan la hermosa vista que les ofrece el ojo de la Luna. Se precipitan luego tres minutos de escenas trepidantes: