En el encuadre ingresan dos hombres y una mujer vestidos con trajes formales y cargados de maletas. Se encuentran en el interior de una mansión y acaban de volver de un viaje turístico a Egipto. Lucen cansados, aunque felices con el retorno. Detrás de ellos ingresa un hombre joven con indumentaria de arqueólogo. Mientras los primeros hombres comentan que no volverán a “mirar un camello” y la mujer señala que no ve la “hora de cambiarme de ropa e ir a los clubs”, el joven investigador está impresionado de conocer ese “lugar estupendo”.
“No dejo de pensar que hace 24 horas estaba en Egipto —dice y agrega después de una pausa—: No conocía a nadie de esta gente maravillosa y aquí estoy, al borde de un alocado fin de semana en Manhattan”. Y continúa la conversación con unos martinis secos que ofrece el anfitrión y que el arqueólogo no acepta cordialmente. En esta escena se produce el punto de quiebre, cuando ella la ha visto varias veces…
“No conocía a nadie de esta gente maravillosa… —repite él, pero esta vez algo se trastoca: titubea, mira con inquietud la platea— y aquí estoy, al borde de un alocado fin de semana en Manhattan…”. De pronto fija su mirada en un punto del público y se dirige a alguien en particular. Exclama: “¡Dios mío, realmente te debe gustar esta película!”. En su butaca, Cecilia se siente aludida. “¿Yo?”, pregunta desconcertada. “Has estado allí todo el día —dice él y agrega—: Antes te vi dos veces”. Ella vuelve a preguntar: “¿Te refieres a mí?”. “Sí, tú. Has estado… Es la quinta vez que la miras”. Un zoom acerca a él a la pantalla. “Debo hablarte”, suplica a la vez que consigue escapar de la ficción. Los otros personajes le reclaman: “¡Escucha, estás del lado equivocado! ¡Regresa, estamos en medio de una historia!”. Él responde muy suelto de huesos: “Quiero echar un vistazo. Sigan sin mí”.
Se acerca a su butaca y le pregunta: “¿Quién eres?”. “Ce… Cecilia”, balbucea ella. Él la toma de la mano y la apura a seguirlo: “Vayamos a un lugar donde podamos hablar”. “¡Estás en la película!”, aclara ella. “¡No, Cecilia, estoy libre!”, exclama el galán.
Cruzan la platea y huyen de la sala, ante el terror de todos los espectadores de la película que vemos maravillados. Es, ciertamente, una película dentro de otra. Ella y él viven un romance al margen de todo compromiso, sin libretos ni reflectores… Hasta que una señal y luego otra de la realidad amenazan su mundo idealizado, delatando que viven en dos planos —sugeridos por el doble cromatismo del filme: el blanco y negro, y el color— y que la colisión de estos dos planos coincide con la despedida de Cecilia. No diré más de la historia. Sin duda es un hermoso e inteligente homenaje al buen cine y al espectador consciente de desvanecerse ante la pantalla.
PLANO I
CINE Y EDUCACIÓN ESCOLAR
Toda pedagogía tiene que adaptarse a los niños y a los jóvenes a los que se dirige, pero nunca en detrimento de su objeto. Si no respeta su objeto, si lo simplifica o lo caricaturiza a ultranza, incluso con las mejores intenciones pedagógicas del mundo, está haciendo un mal trabajo. Especialmente en el caso del cine, ya que los niños no han esperado que se les enseñe, como se suele decir, a “leer” las películas para ser espectadores que se consideran a sí mismos perfectamente competentes y satisfechos, antes de cualquier aprendizaje. A menudo, la principal causa de todos los peligros es el miedo (legítimo) de los docentes que nunca han recibido formación específica en este campo y que se aferran a cortocircuitos pedagógicos tranquilizadores, pero que sin lugar a dudas traicionan el cine. Estos cortocircuitos provienen casi siempre de abordar la película como productora de sentido (el autor ha elegido este ángulo o este encuadre para significar tal cosa) o, en el menos malo de los casos, de emoción. Lo decisivo, estoy cada vez más convencido, no es siquiera el “saber” del docente sobre el cine, sino la manera como se acerca a su objeto: se puede hablar de cine de un modo sencillo, y sin temores, a poco que se adopte la buena postura, la buena relación con ese objeto que es el cine.
Alain Bergala*
TOMA 1
PEDAGOGÍA DEL CINE
Imagino que el lector curioso revisará las referencias bibliográficas de este volumen, donde figuran los libros consultados para el presente estudio. Entre ellos hay dos que han sido cruciales para ajustar el enfoque pedagógico que buscaba: Cineclub (2009), una novela aleccionante de David Gilmour, y La hipótesis del cine (2007), del profesor y cineasta francés Alain Bergala. En este subcapítulo, reseñaré solo el primer libro y dejaré el segundo para atenderlo páginas después. Asimismo, han resultado importantes numerosas películas sobre el tema y que nutren nuestros apartados de “Función continuada”, pero he reservado dos que no han sido comentadas: El atelier (2017), de Laurent Cantet, y La escurridiza, o cómo esquivar el amor (2003), de Abdellatif Kechiche. También abordaremos ambas películas más adelante.
Tanto las novelas como los filmes mencionados nos aproximan al concepto primordial de la pedagogía, que es educar, formar sujetos sociales1, y que ha hecho del arte de la educación un objeto central de estudio. Tal vez no exista disciplina —pienso sobre todo en la sociología, la psicología y la política— más interesada que la pedagogía en incorporar a las personas a una sociedad determinada. Y mantener, mal que bien, una herencia cultural propia. En este sentido, la historia nos ha dejado grandes pensadores como Émile Durkheim, Jean Piaget y María Montessori; también en nuestro medio tenemos nombres muy significativos como Teresa González de Fanning, José Antonio Encinas y Augusto Salazar Bondy. Claro que la lista, en los dos casos, podría ampliarse y llegar hasta los tiempos actuales con educadores de la dimensión de Inger Enkvist, Constantino Carvallo y Michael W. Apple.
Empecemos por Cineclub (2009), del escritor canadiense David Gilmour. Entiendo que el autor es principalmente un crítico de cine y eso se advierte desde el planteamiento de la novela que, dicho sea de paso, ha sido considerada como una obra de autoficción2: un típico adolescente de padres separados; ella desesperada por su hijo “descarriado” y él algo menos exasperado, lo que le permite ensayar con el muchacho un plan nada convencional; apelando a una estrategia de educación sentimental, le propone una insólita negociación. Leamos el fragmento del diálogo donde el padre acepta los desbarajustes de conducta del adolescente, siempre y cuando él respete dos condiciones:
—La verdad es —susurró— que no quiero volver a pisar el instituto.
Se me revolvió el estómago.
—De acuerdo, entonces.
Me miró estupefacto. Estaba esperando el quo del quid pro quo.
—Pero con una condición. No tienes que trabajar, no tienes que pagar el alquiler. Puedes dormir hasta la cinco de la tarde todos los días. Pero nada de drogas. Si tomas una droga, no hay trato.
—De acuerdo —dijo.
—Lo digo en serio. Como te metas en ese mundo, te daré para el pelo.
—De acuerdo.
—Otra condición —dije. (Me sentía como el detective Colombo).
—¿Cuál? —dijo.
—Quiero que veas tres películas a la semana conmigo. Yo las elijo. Es la única educación que vas a recibir. (Gilmour, 2009, pp. 19-20)
Desconcertado y todo, el muchacho acepta. Al día siguiente empiezan con un programa de películas, a manera de un cineclub, que se inicia con Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, y que incluye películas de diversa procedencia, tanto clásicas como contemporáneas: La dolce vita (1960), Desayuno con diamantes (1961), Pulp Fiction (1994), RoboCop (1987), El bebé de Rosemary (1968), Lolita (1962), Manhattan (1979)… a lo largo de los treinta y tantos meses que dura el tratamiento de rehabilitación. Exagero, claro está. Lo curioso es que, junto con estas joyas, el