cautivantes del cine europeo: la honestidad con la que retrata a los personajes y la locación, casi sin maquillaje y bajo presupuesto, que confiere gran verosimilitud a lo narrado. Por otro lado, una cámara inestable —llamada cámara en mano o al hombro— registra con crudeza el vértigo y la confusión que también contagian al espectador. Pronto estaremos frente a un salón de clases, donde distinguimos estudiantes de origen multiétnico, con predominio árabe magrebí y una maestra más bien rubia, de gran atractivo, pero sin glamour. Uno no entiende cómo esta mujer joven y comprometida con la realidad de sus estudiantes se muestra tan apasionada por poner en escena, para la clausura del año escolar, una pieza cortesana de Pierre de Marivaux.
Merced a la crítica moral y social que desliza la obra Le jeu de l’amour et du hasard (1730)4, el espectador irá descubriendo la maraña de conflictos que envuelven a cada personaje. Los secretos de familia, la amistad, los rumores y el amor que se tejen en la clase crean una tensión dramática que se levanta a partir del deseo de Krimo, un muchacho bastante tímido, por declarar su amor a la protagonista de la obra dramática y también de la película, por cierto5. Como él no forma parte del elenco, se ve obligado a proponerle a su amigo Rachid que renuncie a su papel de Arlequín en la obra para sustituirle y consumar su propósito.
Las escenas oscilan entre la vida más íntima de los muchachos —el hogar y el barrio— y la vida de mayor socialización representada por la escuela. Desde esta visión complementaria la película no es concesiva, sus descripciones ofrecen una mirada objetiva y sin miramientos, como cuando discuten de manera agresiva y vulgar, o cuando la policía —en un acto repudiable— actúa muy violentamente ganada por la xenofobia. Todas estas manifestaciones de relación con el mundo sugieren dificultades y vulnerabilidad; todos ellos están, en su condición de población inmigrante, a un paso de la marginalidad, la delincuencia o el conformismo social.
Ojalá hayamos podido transmitir un concepto más o menos velado de la literatura que las dos películas, El atelier y La escurridiza, o cómo esquivar el amor, también ponen de manifiesto: el llamado pacto ficcional, esa especie de acuerdo secreto que funciona entre el texto y el lector, y que está ligado a las nociones de ficción y verosimilitud. El receptor sabe que el emisor —para plantearlo con el clásico esquema de Jakobson— propone un mundo imaginario y que, por lo tanto, no está obligado a dar información verdadera, sino posible. Condición que permite al productor del texto, literario o cinematográfico, ser un mentiroso autorizado y que su único compromiso sea entregar un producto estético (Seppia et al., 2001, p. 75).
CARPETA EN SOMBRAS
Advierto que esta es una toma falsa. Jean Eustache es el chico prodigio del cine francés. Como Rimbaud, empezó temprano su obra —una depurada colección de cortos, mediometrajes y largometrajes— y no pudo prolongar su producción por el impacto de un balazo en el corazón. Dejó una nota en la puerta de la habitación del hotel donde se disparó: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto”. Bastó su corta vida para encabezar la nouvelle vague, sobre todo gracias a su insolente película La maman et la putain (1973). La nouvelle vague, como se sabe, fue un movimiento de jóvenes cineastas franceses muy amigos entre sí, aunque después algunas de esas relaciones se deterioraran, que surgió a finales de los años cincuenta del siglo XX y que preconizaba la ansiada liberté y creatividad personal.
Eustache murió en París en noviembre de 1981. Veinticinco años después, también en París, una sala de la cinemateca francesa anunció la proyección de algunos trozos inéditos de sus películas. En ese invierno del 2006 yo llevaba pocos días en la Ciudad Luz y no me quedaría mucho tiempo más. La temperatura registraba una media de cinco grados centígrados, pero cómo iba a perderme este placer revelador. Asistí a la muestra y los minutos que más me impresionaron, a causa de mi terca vocación de profesor escolar, pertenecen a un pasaje de Mes petites amoureuses (1974).
La película es una bella crónica de aprendizaje, a través de mínimas y pastosas circunstancias de un adolescente citadino. El fragmento que quedó fuera del montaje final presenta el interior de un aula escolar, donde el profesor de historia, sentado sobre el tablero del pupitre y rodeado de las miradas de sus alumnos, cuenta exaltado una historia íntima entre Napoleón y Josefina. Desde la puerta entornada el director espía y, cuando no soporta más ciertas privacidades, irrumpe en la clase y llama disgustado al profesor. Afuera, en el pasillo, se produce más o menos el siguiente diálogo:
—¿Qué hace usted? ¿Se ha vuelto loco?
—Cuento la historia con algo de emoción…
—¡No sea usted indiscreto y limítese a enseñar!
—Pero su correspondencia parece revelar…
—¡No diga usted tonterías y hágame el favor de trabajar!
El profesor asiente y el director se retira. El profesor dice para sí: “Oh, mi única Josefina, además de ti no hay alegría; lejos de ti, el mundo es un desierto…” (carta del 3 de abril de 1796, en Caso, 2014, p. 33) e ingresa al aula. Camina hacia su pupitre, duda dónde sentarse, se suelta la corbata y termina parándose sobre el tablero de su mesa, ante las sonrisas cómplices de sus alumnos. Desde ahí continúa su clase…
Esta escena me sorprendió porque antecede en quince años a la de La sociedad de los poetas muertos (1989), una película bastante sobrevalorada en mi opinión, y también porque viví una anécdota semejante a fines de los setenta en el colegio Divina Trinidad, donde ejercía como tutor en el sexto grado de primaria. No me encaramé sobre la mesa, pero sí fui reprendido por el director de Estudios por representar a mi manera las prácticas de las autoridades durante el Virreinato —es decir, de jueces, regidores, alguaciles, escribanos y, por supuesto, sacerdotes—, que había leído en diversas crónicas y visto en las ilustraciones de la Primer nueva corónica y buen gobierno (¿ΆΆΆΆ?), de Felipe Guamán Poma de Ayala.
Y no es la única vez que he sido amonestado por una autoridad institucional en mis primeros años de docencia. Lo lamentable es que la mayoría de las veces ha ocurrido por proyectar películas en clase, algunos años después, en la lejana época del Betamax y del VHS. Yo más bien pensaba que merecía una felicitación —no era nada fácil encontrar películas de calidad y en buen estado—, pero la reprimenda del supervisor era siempre: “¡Respete el programa y no pierda tiempo!”. Y me lanzaba una mirada como al peor de los ociosos.
Sin embargo, no me entraban balas. Insistiría unos años más, hasta que llegué al colegio Los Reyes Rojos, donde viviría una experiencia inspiradora, compartiendo películas en el aula y yendo con frecuencia a El Cinematógrafo de Barranco, una salita de cine arte recién fundada y que fue crucial para los cinéfilos de aquellos tiempos sombríos. Con mis alumnos volví a comprobar el magnetismo que ejerce el cine en la infancia y adolescencia, como sucedía conmigo y mis compañeros de los sesenta y setenta —sobre todo con las películas épicas— y que hoy lo consiguen las sofisticadas películas de superhéroes, que abarcan incluso diversas generaciones.
¿Qué ocurría en ese colegio barranquino? ¿Es acaso la función que le concierne a la escuela? ¿Es lo que debe enseñarse, al igual que las ciencias naturales o la ciencia y la tecnología? ¿Deben respetarse los objetivos, los enfoques transversales, las evaluaciones por competencia? ¿Corresponde también a los padres de familia participar, como ocurre con el plan lector, en la elección de las películas? No, por favor, no. Evitemos convertir la proyección de una película y los comentarios en una asignatura del programa curricular.
La postura que tengo frente al cine o al deporte —no me refiero al área de Educación Física— es la misma que sostuve en Un placer ausente (2013). Por eso creo haber cuidado el uso de dos términos en la redacción del presente estudio: enseñanza versus educación, cuyos significados los define muy bien Alain Bergala (2007) y que explican lo que se vivía en el colegio Los Reyes Rojos durante la década de los ochenta:
[…] el arte quedará necesariamente amputado de una dimensión esencial si se deja en manos únicamente de la enseñanza entendida en el sentido tradicional,