Las propias herramientas digitales, como el software y las interfaces, y su supuesta neutralidad, requieren ser puestas en cuestión. A pesar de que cada vez son más amigables y elaboradas para que el usuario manipule objetos que no lo obligan a operar en relación con el funcionamiento de la máquina, esto no quiere decir que las interfaces sean transparentes. Al ser utilizadas actualmente como un diálogo entre el usuario y el sistema, muchas veces la metáfora conversacional esconde la figura de quien diseña la relación, apareciendo el mito de la interfaz transparente, que esconde el artificio interactivo detrás de la naturalidad, en realidad simulada, del proceso de interacción.
Umberto Roncoroni se inicia en las artes del diseño, la animación, la multimedia y la imagen digital en su país de origen, Italia, en la década de 1980, convirtiéndose en uno de los pioneros en la reflexión de estos temas. Echa raíces en el Perú y en nuestra universidad en 1994. Gracias a que su propia práctica tiene anclajes en el arte y en la docencia, ofrece una visión de la estética, de la estética del medio digital y de la filosofía de la técnica y lo que estas implican en el arte y la educación, no como prácticas operativas, sino como el manejo de procesos complejos. Así logra armonizar la práctica profesional activa, creativa e innovadora de uso del diseño y la tecnología digital, con la reflexión filosófica, estética y comunicacional. Esta combinación se evidencia cuando afirma que: “La ola de la complejidad y las ciencias de la computación han abierto nuevos campos de estudio —los fractales, el caos, la vida artificial— y reinstaurado una metodología profundamente interdisciplinaria que vuelve a entrelazar, como en el Renacimiento, la ciencia, el arte y la tecnología”.
Los invito a leer el libro.
María Teresa Quiroz Velasco
Introducción
La computadora es el nuevo tótem de una sociedad invadida por la tecnología digital, tanto en la esfera de la producción de bienes y servicios como en la construcción de nuevos imaginarios, por medio del arte, de los juegos y de otras formas de comunicación nacidas con la colonización del ciberespacio. Pero la difusión masiva de estas máquinas inteligentes (hoy también las refrigeradoras y otros artefactos están informatizados) no esconde la existencia de un debate demasiado cerrado acerca de aquellos valores sociales, políticos, culturales y éticos, que por esta invasión digital están siendo especialmente cuestionados y transformados.
Este debate es particularmente necesario si nos fijamos en la magnitud de los intereses económicos en juego y en los cambios que la tecnología ha producido en la sociedad, lo que indudablemente está marcando una época, tanto en lo positivo como en lo negativo. Además, la revolución digital se está desarrollando en un entorno económico-político difícil y en un contexto filosófico y epistemológico fragmentado y contradictorio: la posmodernidad, que es incapaz de producir al respecto un sistema sólido de valores y criterios críticos.
En este escenario, dos tendencias opuestas monopolizan la discusión: por un lado los utopistas de Sylicon Valley, capitaneados por tecnocientíficos como Negroponte, que están convencidos de que la tecnología digital revolucionará favorablemente la forma de vida de los individuos y las sociedades; por otro lado, los “apocalípticos”, como diría Umberto Eco, que prefiguran como corolario inevitable del progreso tecnológico un mundo teledirigido, deshumanizado, prisionero de la realidad virtual y de la inteligencia artificial. Parecería, en general, que no se puede hablar del medio digital en una forma que no sea radical; y, en efecto, las incomprensiones y el tono polémico debilitan la discusión sobre el tema.
Esta emotividad caracteriza también el aspecto del debate sobre la creación artística y la educación. Tanto los artistas como los educadores viven el problema tecnológico de modo similar, probablemente porque ambos tienen que manejar procesos complejos que se sujetan con dificultad a la metodología sistemática y científica que la informatización parece imponerles. En lo que concierne al arte, se cuestionan aspectos especialmente profundos y estructurales, porque la tecnología digital está debilitando tanto la validez de los criterios estéticos vigentes cuanto la razón de su misma existencia, sin olvidar que el mundo del arte se encuentra actualmente agotado por contradicciones teóricas internas y por una excesiva dependencia del mercado.
Además, la problemática del arte, de la educación y de la tecnología incluye aspectos históricos, filosóficos y científicos, por lo que debería ser trabajada, me parece, solo considerando su naturaleza compleja. Esta condición implica solucionar, en forma interdisciplinaria, las incomprensiones entre la cultura humanística y la cultura científico-tecnológica. Existe el riesgo, sin embargo, de que la brecha entre la tecnociencia y la sociedad tienda a aumentar, debido a la velocidad con la cual las novedades tecnológicas se producen, se comercializan y desaparecen, en un flujo que no deja tiempo para ningún tipo de reflexión. De hecho, las defensas del arte y de la educación frente a los desafíos del medio digital son débiles, ya sea bajo el perfil filosófico como bajo los perfiles científico y pedagógico. Como resultado, estos contextos están paralizados en dilemas que no se sabe cómo resolver, quedando inermes ante los ataques que el márketing tecnológico puede libremente lanzarles.
Esta debilidad produce lo que muchos perciben como un vacío de creatividad y de valores; pero existe también un vacío social y político, en cuanto la educación, y sobre todo el arte, no logran desempeñar un papel significativo en el desarrollo sustentable del individuo tecnológico, en lo que se refiere a su integridad cultural y emocional y a su libertad para manejar derechos y deberes.
El estado del arte
Restringiendo la atención al estado del debate que concierne al arte, los procesos, que apenas hemos visto, permiten precisar sus términos estéticos, científicos y tecnológicos. Estos aparecen ya claramente desde la década de 1980, en el marco de algunas manifestaciones internacionales (por ejemplo Siggraph en Estados Unidos y Ars Electronica en Austria). En efecto, es durante los eventos teóricos organizados en dichas ocasiones que comienza una reflexión metodológica acerca del arte digital y de su relación con la ciencia y con la estética posmoderna.
Es interesante resaltar que estas inquietudes se originaron casi siempre fuera del sistema del arte, llamémoslo tradicional; es más, se podría decir que también las obras más significativas se empezaron a crear en ámbitos científicos y tecnológicos. Ahora bien, el desinterés de los historiadores y de los críticos de arte por la fase pionera de los medios digitales caracteriza también su actual etapa de consolidación. Por otro lado, este desinterés es respondido por los tecnoartistas, quienes manifiestan tanto una difidencia hacia la decadencia del sistema del arte cuanto un alejamiento, originado por la matriz, esencialmente tecnocientífica, de su formación.
Es necesario plantear otras consideraciones importantes: en primer lugar, las experimentaciones del arte digital arrastran problemas irresueltos de la modernidad; en segundo lugar, muchas dimensiones estéticas y metodológicas, planteadas durante los comienzos del arte digital, han sido sucesivamente pasadas por alto a favor de la explotación de la genética, de la inteligencia y de la vida artificiales o bien persiguiendo la experimentación de las novedades tecnológicas en las interfaces, la multimedia o las telecomunicaciones. Aquí resulta evidente la importancia del aspecto interdisciplinario: la carencia de links conceptuales entre la cultura humanística y la tecnología hace difícil encontrar estudios sobre las herramientas digitales sin una vertiente limitada a las aplicaciones prácticas (dejando en la sombra los mecanismos internos a favor de la exploración superficial de lo digital como objeto de consumo), o sin un enfoque puramente filosófico y literario (que vuelve borrosa la comprensión de los procesos específicos de la tecnología).
Se puede decir, entonces, que quedan sustancialmente abiertas las cuestiones relativas a los aspectos estéticos, epistemológicos y metodológicos del tecnoarte.
En este punto podemos introducir el problema educativo. En efecto, los atrasos teóricos no se deben solo a los rápidos cambios de la ciencia, de la tecnología y del mercado, sino al hecho de que las instituciones educativas, aún abriéndose —en los últimos diez años— a los nuevos medios, siguen atrapadas