James Joyce

Mi hermano James Joyce


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Charles” era William O’Connell, un tío materno de mi padre. Formó parte de nuestro hogar desde que tengo uso de razón y estuvo con nosotros hasta que nos mudamos a Dublín, después de que mi padre perdiera el empleo al cerrarse las oficinas en que trabajaba. Había oído decir a mi madre que, en el caso de su tío, mi padre devolvía bien por mal, porque cuando su padre murió, William O’Connell, entonces próspero hombre de negocios en Cork y soltero, rehusó lisa y llanamente interesarse por su sobrino, huérfano de diecisiete años. Cuando yo lo conocí era un viejo alto, de cabellos blancos, imperturbable y pacíficamente religioso. Todas las mañanas tomaba un baño frío y se dirigía a misa; era útil a mi madre porque hacía las compras en Bray, a cierta distancia de donde vivíamos. Me llevaba en esas excursiones, pero yo iba de mala gana, porque tenía costumbres fastidiosas: se quedaba conversando con los dueños de las tiendas –lo que a mí me parecía un siglo, quizá fuera una hora–, mientras yo me movía por el establecimiento mirando etiquetas y anuncios que sabía de memoria, o me llevaba a alguna capilla, en el camino a casa, para rezar tres Ave María, con una “intención”. Lo que esto significaba era un misterio que había que respetar.

      –Hombre de Dios –dijo mi padre, que era un tanto corto de vista, atisbando las moscas arracimadas–. ¿Qué pasa con tu sombrero? Todas las moscas de Bray Head pululan sobre él.

      –Vamos, déjalas, John –respondió tío William–; seguramente están tomando el té.

      Años más tarde, antes de dejar Bray, nos dirigíamos con otros héroes bélicos de nuestra edad a pelear con el enemigo, unos pilluelos que vivían en los alrededores de Martello Terrace. Eran encuentros poco reñidos, de los cuales hay referencias en “Arabia”, pero suficientes a esa edad para sentir la emoción de la aventura. Estos incidentes, triviales como son para todo muchacho, sirven para mostrar que mi hermano no era el niño débil y trémulo que aparece en Retrato del artista adolescente. Ha escrito, en verdad, mucho sobre su propia vida y su propia experiencia, y la intensidad de sus primeras impresiones se debe, en gran parte, al hecho de que en la escuela se encontró repentinamente con muchachos mayores y más fuertes que él, pero menos inteligentes. Claro está que Retrato del artista adolescente no es una autobiografía, sino una creación artística. Como tuve algo que ver con la segunda versión, puedo afirmarlo sin vacilación. En Dublín, cuando trabajaba en el primer borrador de la novela, su idea era que el carácter de un hombre, como su cuerpo, se desarrolla a partir de un embrión y mantiene rasgos constantes. La acentuación de esos rasgos, su reacción a las influencias hereditarias y al ambiente, fueron las líneas psicológicas esenciales que trató de seguir, y por tanto el propósito con el que concibió originalmente la novela. Así como los demás personajes son, con frecuencia, mezcla de personas reales fundidas en el molde de la imaginación, el personaje de Stephen sigue muy de cerca, en ambos borradores, su desarrollo personal; él fue su propio modelo y tomó muchos incidentes de su experiencia, y transformó e inventó otros. Los capítulos iniciales muestran un muchacho de sensibilidad sutil y penetrante que, desde los primeros años, se apodera de las imágenes de las cosas para meditar sobre ellas y aclararlas en su recuerdo, y que encuentra, en su necesidad de relatar la vida de acuerdo con un patrón comprensible, cierto coraje de calidad desconocida para sus condiscípulos más exigentes. Aunque el tratamiento es objetivo, el lector se sitúa, de principio al fin, en el cerebro de Stephen. Retrata su intimidad. La aspiración de estos recuerdos es ofrecer un retrato del modelo desde fuera, ser el ojo que acomoda el foco y precisa los contornos.

      La única debilidad que mi hermano mostró de niño fue el terror que le producían las tormentas eléctricas, excesivo para su edad. No era solo el miedo infantil al trueno; para él representaba el terror a la muerte y su consumación, esa dominante pasión de la Edad Media que hace de Everyman una obra maestra equivalente en Retrato del artista adolescente al sentimiento de la soledad. Hasta los doce o trece años, mi hermano tenía verdadero miedo de las tormentas eléctricas. Subía aterrado las escaleras hasta nuestra habitación y mi madre trataba de calmarlo. Bajaba velozmente las persianas, cerraba los postigos y corría las cortinas. Pero no era suficiente. Se metía en el armario hasta que pasaba la tormenta.

      Era consecuencia del terror religioso que Dante nos había inculcado. Nos enseñaba a persignarnos con cada relámpago y a repetir el galimatías: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos, líbranos de una muerte súbita y repentina, oh, Señor”, como si ella fuera el agente de una especie de compañía de seguros religiosa. Aunque yo era tres años menor que mi hermano, me mantenía imperturbable ante los truenos y no me contagiaba de su terror, como les sucede a los niños muy pequeños. Creo que esto se debía, no solo a que yo tenía menos facilidad para aprender y menos imaginación para darme cuenta del significado de lo que me enseñaban, sino al hecho de que, pese a mi condición de ahijado de Dante, me disgustaban las mujeres gordas dominadoras y me oponía inconscientemente a sus ideas religiosas y patrióticas.

      En una palabra, como no la quería, no aceptaba lo que ella decía. Pero mi hermano asimilaba sus enseñanzas rápidamente y las vivificaba en su fantasía. Ella lo moldeó, en gran medida, desde la infancia y, en recompensa a sus cuidados, él le devolvió, si no afecto, al menos respeto.

      El temor a los truenos nunca lo abandonó. Si eran violentos, se inquietaba como los gatos y no podía trabajar. En un artículo sobre mi hermano en la Nueva antología, Alessandro Francini-Bruni, con quien compartió habitación en sus días bohemios de Trieste, escribió: “Cuando escuchaba un trueno, perdía completamente el control. Se convertía en un ser irresponsable y cometía actos de cobardía, como un niño o una mujer atemorizada. Dominado por el pánico, se apretaba las orejas con las manos, corría a acuclillarse en algún armario, o permanecía encogido en la cama, a oscuras, para no ver ni oír”. Esto parece el libreto de una gran ópera, La forza del rimorso. Quizá Francini-Bruni no supo distinguir lo que pertenecía a la imaginación de los hechos reales, o quizá se valió de ese artículo para obtener un efecto literario, de las anécdotas de mi hermano que yo le conté en esa época, en un italiano inconexo, durante las prolongadas (y felices) veladas que pasábamos ambas familias. En cualquier caso, no era así. A lo sumo, si yo estaba de pie junto a la ventana, contemplando la tormenta, mi hermano me decía, con los ojos brillantes y una cortesía exasperada: “¿Quieres ser tan amable y cerrar esa ventana, tonto sanguinario?”. Y luego, a Francini-Bruni, en italiano: “Mi hermano cree que un rayo golpea la puerta antes de entrar”.

      Aunque siempre estaba intranquilo durante las fuertes tormentas, exteriorizaba su temor al producirse un trueno muy violento. Un día, a mediados del verano, nos sorprendió una tormenta en la esquina de la calle Fabio Severo. La gruesa masa de nubes parecía apoyada sobre los techos de las casas, pero no había comenzado a llover. Repentinamente se produjo