James Joyce

Mi hermano James Joyce


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giovinotto, coraggio”. Y yo, para echarlo a broma, agregué: “¡Vamos, hombre! ¡No tienes necesidad de bailar una danza montañesa!”. Encontrarnos refugio antes de que estallara la tormenta. Mi hermano parecía mortificado. Pero a la mañana siguiente apareció en mi habitación con el periódico, para mostrarme que un rayo había abatido un árbol en un jardín de la calle Fabio Severo. Me señaló la información enojado, como si yo fuera el culpable. Recuerdo que esa fue la única vez que exteriorizó su agitación y en cierto modo se explica. En alguna de sus obras llama a Dios, “un ruido en la calle”. Esta expresión es una reminiscencia de aquellas conmociones. Sostenía que la idea de Dios es algo que, si uno está atareado, lo asusta hasta obligarle a mirar por la ventana. Sin duda es una interpretación más inquietante que la pacífica “algo, que no somos nosotros mismos, que...”. He olvidado ahora qué.

      Mi hermano realizó su obra más importante al cerrarse una época de la historia de Irlanda, quizá podría decirse de Europa, dando de ella una imagen comprensible a través de la vida cotidiana de una gran ciudad. Siempre sostuvo que había tenido la suerte de haber nacido en una ciudad lo suficientemente antigua e histórica como para poder abarcarla en su conjunto, y creía que las circunstancias de nacimiento, talento y carácter lo habían destinado a ser su intérprete. A esta tarea se dedicó con tanta sinceridad que el cataclismo de la guerra mundial le pareció una perturbación insignificante.

      La naturaleza, se ha dicho, no procede a saltos y, como afirma el proverbio del “Infierno”, crear la pequeña flor del genio es labor de siglos. Esa pequeña flor es, con alarmante frecuencia, una flor maligna que crece en medio de la decadencia, el vigoroso vástago de un tronco seco. El talento y la personalidad del individuo no es independiente de sus orígenes; por tanto, daremos aquí alguna información sobre el tronco que dio esta curiosa y robusta flor.

      En la segunda mitad de su larga vida, mi padre fue de los que merecen ser pobres. Había nacido en el seno de una familia de clase media, para Irlanda bastante acomodada. Su padre había vivido como un caballero y esto, según el diccionario, significa “hombre de posición respetable que no tiene ocupación”. Los retratos y las fotografías de mi abuelo lo muestran como “el hombre más elegante de Cork”, como decía mi padre. Era hijo único de hijo único, y también lo era mi padre. La raíz de la forma singular en que mi hermano utilizó, con un fin artístico, su propia experiencia, esa sublimación del egoísmo, bien puede estar en esas tres generaciones de hijos únicos.

      Su esposa era mucho mayor que él. Un retrato en la edad madura la muestra como una mujer fornida, con pocas pretensiones en materia de belleza. Había sido educada por las monjas ursulinas y en el desván de nuestra casa de Martello Terrace había varios devocionarios en francés, con encuadernación de cuero, de su paso por el convento, símbolo de la cultura en Cork. Tenía una lengua mordaz y buenas razones para utilizarla. Parece que muy pronto advirtió que el marido que había apresado no era de su exclusivo dominio. En una ocasión, recién casados, paseando por los alrededores de Cork, los sorprendió una fuerte lluvia. Se refugiaron en la casa de unos campesinos, pero como el tiempo no daba señales de mejorar, mi abuelo se dirigió al pueblo más cercano en busca de un coche que los llevara a su casa. La campesina que se hallaba en la puerta, siguiéndolo con la mirada, dijo, quizá no inocentemente:

      –Sin duda es un joven agradable, Dios le bendiga. Supongo, señora, que es usted su madre.

      –No –respondió la joven desposada con sarcasmo–, soy su abuela.

      En el pequeño hogar que se constituyó, el hijo fue fervoroso partidario del padre, y “tío Charles” en su vejez, impresionado por el recuerdo de su brillante y pródigo cuñado, hablaba de él como de un hombre de “temperamento angélico”. La noche en que agonizaba intentó persuadir a su hijo de que fuera a escuchar al viejo Mario, que cantaba esa noche en una ópera, en Cork. La serenidad de carácter, saltando por encima de una generación, como sucede con frecuencia, fue heredada por el nieto que llevó su nombre y que en la adolescencia y juventud tuvo un carácter tan alegre y amable que mereció del círculo familiar el apodo, tomado de un anuncio de comida, de “Risueño Jim”.

      Mi padre, de niño, parece que tenía una voz atiplada, porque cantó en conciertos desde temprana edad. Había estudiado piano y tenía algunos conocimientos musicales. Era un muchacho delicado de salud y, para fortalecerlo, mi abuelo logró que el capitán del puerto de Cork le permitiera navegar en los prácticos que salían al encuentro de los transatlánticos, que entonces hacían escala en Queenstown. En consecuencia, cruzar el mar de Irlanda, por más encrespado que estuviera, jamás lo perturbaba. Junto a la robusta salud que adquirió de las salobres brisas del Atlántico, aprendió de los prácticos de Queenstown el variado y fluido vocabulario de insultos que en años posteriores hizo la delicia de sus camaradas de café. En las páginas de Ulises ese lenguaje ha escandalizado a la mayoría de los críticos de la literatura elegante de Europa y América.

      Después de la muerte de mi abuelo, por fiebre tifoidea, los amigos de mi padre y su madre se hicieron más byronianos. Lo inscribieron en el Queen College, en la Facultad de Medicina, y estudió tres años, aprobando algunos exámenes. Como estudiante, se destacó en los deportes y en las representaciones teatrales de la Universidad. Participaba en las regatas, era un infatigable corredor y hombre diestro en el tiro al blanco, a pesar de su baja estatura, y se vanagloriaba de que su marca de salto de altura (ocho pies en el primer salto) se hubiera mantenido cuarenta años después de que él dejara la Universidad. Pero donde se distinguió fue en las representaciones teatrales. He visto una docena o más de recortes de los periódicos de Cork, dando noticias de la destacada actuación del señor Joyce en diferentes papeles cómicos. Sin vanidad, los guardó durante años y vivió, como su hijo, del recuerdo de una juventud prometedora. En Irlanda, lo más entrañable es el recuerdo del pasado.

      Algunas de las noticias que el señor Davis Marcus, editor de Irish Writing, una revista de Cork, tuvo la amabilidad de buscar a petición mía, muestran a mi padre como un estudiante de gran seguridad y habilidad dramática. En marzo de 1869, los periódicos de Cork anunciaron el restablecimiento de la Sociedad Dramática del Queen College, y en la primera representación en el Teatro Real, el 11 de marzo, se produjo una ruidosa protesta contra uno de los actores, por razones políticas. Mi padre, que tenía entonces diecinueve años, parece que calmó los ánimos entonando canciones satíricas. El Cork Examiner dice: “Estuvo en extremo divertido” y fue “intensamente aplaudido”.