James Joyce

Mi hermano James Joyce


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aprobación. Se desenvolvió plena de buen humor. Se trata de una obra genuinamente racial y admirablemente representada. El joven Joyce, de considerable talento dramático, es una verdadera promesa”. Un diario serio, el Cork Examiner, dice: “El señor J. S. Joyce desempeñó el papel de O’Bryan, el emigrante irlandés, dándole cierto tono burlesco –un error debido a la inexperiencia–, pero muy por encima de la actuación de un aficionado. Las canciones del señor Joyce, en verdad admirables, merecieron también el aplauso del público”. Mi padre pasó a ser el principal actor cómico de la Sociedad Dramática del Queen College.

      Logró cierta posición como secretario del National Liberal Club, y parece que cumplió eficientemente con sus obligaciones. El National Liberal Club se adjudicó el mérito de la victoria nacionalista en una elección en la que uno de los candidatos conservadores, sir Arthur Guinness, después lord Ardilaun, fue derrotado, y recompensó a su secretario con un obsequio de cien guineas por cada candidato electo, una buena suma para un joven de Dublín de hace setenta y tantos años. Hasta se llegó a hablar de su candidatura en un distrito; tenía facilidad de palabra y había estado entre los primeros que saludaron el ascenso estelar de Parnell. Fue una fanática devoción de toda su vida que transmitió a su hijo mayor. En cuanto al “don de locuacidad”, exceptuando la alusión literaria de Gabriel Conroy sobre las cabezas de sus oyentes, el discurso de “Los muertos” es un claro ejemplo, un poco pulido y corregido, de su oratoria de sobremesa. Nada resultó de aquella proposición. Probablemente no tuvo la paciencia ni la docilidad que los políticos mayores esperaban encontrar en sus discípulos del partido.

      No tenía una urgente necesidad de trabajar y podía disfrutar de la vida. Su madre era independiente y él tenía una pequeña renta de una propiedad en Cork. Vivían en las afueras de Dublín, cerca de la bahía, hacia Dalkey. Tenía un pequeño bote de vela, pagaba a un muchacho para que lo cuidara y, ocasionalmente, cantaba en conciertos. Solía suceder, si había una taberna cerca de la sala de conciertos, que deleitara a sus amigos cantando la segunda estrofa antes que la primera. Tenía el temperamento adecuado de un cantante de conciertos y, aunque no cantaba a menudo en público, sabía conquistar sabiamente, por adelantado, el favor del auditorio, actuando con perfecta naturalidad en el escenario. En uno de los conciertos a su cargo, estuvo acompañado por un profesor del Conservatorio de Música de Dublín. Una de las canciones tenía una introducción de casi una página que a mi padre le gustaba, pero el profesor, en lugar de tocarla, hizo unos cuantos acordes y dio la señal a mi padre para que comenzara. Mi padre se volvió con naturalidad hacia su acompañante y exclamó con aprobación: “¡Bravo!

      ¡Muy bien, hombre!”. El público se rio tanto que transcurrió un buen rato hasta que el profesor finalmente tocó la partitura que tenía delante y mi padre comenzó a cantar.

      En resumen, pasó una época divertida con sus amigos, grandes bebedores de esa generación de bebedores. No obstante, carecer del sentido de la autocrítica debía hacerle sufrir al no poder estimarse a sí mismo. Había fracasado en todo lo que había iniciado. Llegar a ser médico, actor, cantante, secretario comercial y finalmente político. Pertenecía a esa clase de hombres que no pueden ser miembros activos de ningún sistema social. Son saboteadores de la vida, aunque lleven el nombre de viveurs. Tuvo todas las ventajas naturales, incluso la salud de un toro, pero no la fuerza para aprovecharlas. Y entiendo por fuerza precisamente la confianza en sí mismo. No deja de ser asombroso que un padre tan débil haya engendrado un hijo con tanta fuerza.

      Estando libre, se enamoró de una muchacha dublinesa. Por una vez, algo le resultaba fácil y agradable. Tenía, quizá, la ilusión de la vida de familia que, como hijo único, no había conocido. Siempre le gustaron los niños, y cuando ya tenía una docena se detenía en el bullicioso centro de la ciudad si veía un niño haciendo pinitos delante de sus padres, indiferente a lo que sucedía a su alrededor, y se ponía a conversar con él.

      –¡Qué grandote estás ! ¿A dónde vas en este día tan precioso?