Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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entre sus rodillas.

      —Dime que estás bien, hijo de puta. Tienes que decírmelo —sollozó.

      El silencio de la noche fue la respuesta más esperanzadora que obtuvo. Y de pronto dejó de llorar, se comió la cena con la mirada cristalizada puesta en un punto impreciso y luego se volvió a Dylan, acarició su cara, peinó su cabello con los dedos, rompió un pedazo de su manga, la humedeció en la alberca y regresó junto al muchacho para lavarle el rostro con tanta dulzura como fue capaz, colocó bien su ropa y se arrancó el vestido para taparlo dignamente, así, como si estuviese dormido. Entonces lo besó en los labios y lo acunó con una cancioncilla infantil, se echó y se durmió junto a él.

      Soñó que todo estaba bien. Corrían y se perseguían por un páramo soleado. Las abejas zumbaban y el brezo desprendía generoso el fragor de sus entrañas. Se tumbaban y rodaban juntos y Dylan aprovechaba para hacer lo de siempre, bajarle la ropa y dejar su hombro al descubierto y luego el torso… Y besarle la caprichosa mancha de su omoplato. La fresa era una pequeña mancha de nacimiento en el hombro izquierdo, roja incendiada como su cabello, con una caprichosa forma de fruto silvestre o pequeño corazón.

      —Es un corazón de princesa, burro.

      Se burlaba ella entre risas sin fin.

      —Es una fresa salvaje como tú, y es mía —rugía él con la boca hambrienta y abierta como una fiera.

      Y devoraba la fresa con ansia y luego el resto de ella. Acababan haciendo el amor, ocultos entre la hierba como animales de la pradera. De alguna manera eran felices, estaban bien juntos, y se tenían el uno al otro. Quizás no supiesen hablar de amor, pero sabían preocuparse y cuidar del otro. Tal vez porque no habían conocido otra cosa más que el rechazo desde niños, en su mente no cabía otra cosa. Su vida era esa, y no conocían otra, ni imaginaban que pudieran conocerla.

      De pronto las nubes taparon al sol, el cielo se oscureció y una terrible tormenta estalló sobre ellos, el viento rugía indomable y los separó. Ella, desesperada, trató de aferrarse a Dylan, pero el viento huracanado y feroz, lo alejaba cada vez más, y más, y más… Hasta que lo perdió de vista sin remedio. Sintió un frío atroz, helar el tuétano de sus huesos y traspasarlos hasta helar su alma y su corazón. «No puedes hacerme esto», le gritaba al páramo helado y desierto.

      —No puedes hacerme esto —murmuraba Jane dormida.

      De pronto abrió los ojos, completamente despierta y aterida de frío. Tan solo llevaba encima una ínfima ropa interior y sus botas, bastante rotas. Echó un vistazo fuera y calculó que faltaba muy poco para el amanecer. Tendría que buscar una manta, o algo para cubrirse, ya se las ingeniaría, y largarse cuanto antes.

      Merodeó con cuidado y sorprendió la colada tendida entre unos arbustos, a eso le llamaba ella suerte. Se internó en ella y se hizo con un vestido de seda azul salpicado de interminables florecillas blancas y una capa azul, como la que usaban las señoras en Londres. Aquella gente serían poderosos terratenientes, mejor no darles el gusto de encontrarla. Volvió al granero, se vistió… Ya clareaba y sintió un pellizco en el estómago al recordar que había llegado el momento de la despedida definitiva. Se arrodilló junto a Dylan, cogió su mano inerte y la llevó a su mejilla por un momento hasta devolverla a su lugar bajo los ropajes. Exhaló un aire compungido, a medio camino entre el suspiro y el sollozo, y luego fue a coger el caballo. El animal la miró con sus ojos oscuros, parecían suplicarle que lo dejase allí tranquilo, que él custodiaría el sueño eterno de Dylan Morrison, y que aquel se convertiría en su nuevo hogar. Sería un buen hogar. ¿A quién se lo habría robado Dylan? El caballo resopló, y acercó los belfos a la cara de Jane. Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas sin pretenderlo, lo acarició con la mano y se fue.

      Atrás dejaba las luces del alba adueñándose del lugar.

      Un coche de dos caballos pasaba al trote por el camino de Telbury, cuando sus ocupantes divisaron al margen una figura maltrecha y tambaleante. Las pasajeras, dos damas, se preocuparon en seguida.

      —Detenga el coche —ordenó la mayor con un golpe del bastón en el techo.

      —¿Cree que es prudente detenerse, lady Danford? —preguntó temerosa su acompañante, una dama joven.

      La baronesa Danford acabó con sus temores mediante un brusco resoplido:

      —¿Dónde está su caridad cristiana, señorita Mackenzie Burton? —La miraba ceñuda y furibunda desde sus ojos azules.

      La joven dama bajó la mirada avergonzada a la vez que el cochero frenaba a los caballos.

      La briosa y enjuta baronesa, saltó al camino con sus faldones de terciopelo azul noche recogidos con una mano y el bastón que no necesitaba, en la otra. Finalmente, lo lanzó al interior del coche maldiciendo. Con rápidos y cortos pasos, se dirigió hacia la figura tambaleante.

      —Señorita, ¿se encuentra bien? —la interpeló.

      La joven pareció ignorarla, tal vez ni siquiera la escuchaba, tan solo trataba de seguir adelante sin lograrlo. Winifred Danford apretó los labios en señal de determinación y se plantó ante ella para impedirle el paso. ¿Y qué vio ante sí? Una muchacha alta y desgarbada, de finos rasgos demacrados en su lindo y perfilado rostro, con unos enormes ojos atigrados, refulgentes como la pradera en primavera. Sus cabellos rojos como un atardecer incendiado se veían despeinados por mechones indomables, desordenados y sucios. En cuanto a su atuendo de refinadas telas, iba hecho jirones y enlodado. «Pobrecilla», pensaba la dama sin atreverse a preguntar.

      —Oiga. —La cogió de la manga y la sacudió con suavidad.

      La desconocida la miró tal vez sin verla, antes de desplomarse sobre ella. El cochero acudió en su ayuda de inmediato y desmayada la portó en brazos hasta el coche tras la petición de lady Danford.

      —Gracias, seguiremos hasta la primera posada y allí veremos qué podemos hacer por esta desdichada criatura.

      Ya en el interior del carruaje, Mackenzie Burton abandonó el asiento donde habían acomodado a la desfallecida desconocida y saltó a sentarse junto a lady Winifred Danford. Esta le lanzó una mirada reprobatoria pero no dijo nada.

      —Me pregunto quién será —fue el único comentario de la joven y timorata dama.

      —No lleva ni bolso, ni credenciales, ni dinero. Me temo que haya sido víctima de un asalto, pobre dama.

      —¿Cómo puede estar tan segura de que es una dama, lady Danford? Yo no veo más que una vagabunda. —Y arrugó la nariz para poner de manifiesto la gran repugnancia que sentía.

      Winifred le respondió impaciente:

      —Solo tiene que mirar su anular para ver el anillo de zafiros.

      La joven respondió con otro mohín desdeñoso:

      —No tiene sentido, si hubiese sido víctima de un asalto se lo habrían robado.

      «Estúpida», pensó la baronesa. Sin embargo, objetó el argumento de su pupila con tanta amabilidad como le permitía su paciencia en ese momento, que no era mucha:

      —Podríamos pensar que no han podido sacarlo o que se ha librado porque los asaltantes han huido, ¿cómo voy a saberlo?

      —Pero le hubieran cortado el dedo, ¿por qué no lo piensa?

      Winifred la miró a través de sus ojos claros de garza, cual institutriz dispuesta a soltar la reprimenda, y en verdad que su tono sonó igual:

      —Jovencita, creo que ha leído demasiadas novelas románticas.

      La joven señorita Mackenzie Burton se encogió de hombros, sacó un impoluto pañuelo de encaje de alguna parte de su satinada manga burdeos y dio rienda suelta a una irritante serie ilimitada de estornudos pequeños y medio contenidos y desde luego sin ningún sentido.

      Y fue entonces cuando el carácter irlandés de Winifred se manifestó a través de