Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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no insinúo nada. Lo afirmo. Cuídese de no… Contrariarlo.

      —No comprendo…

      —Ya lo hará —respondió la baronesa pensando que aquella damisela era tonta de remate e iba a decepcionar terriblemente a su inminente esposo—. Esperemos que no sea en modo violento —farfulló en un murmullo.

      —¿Qué? —preguntó la señorita Burton, que no la había entendido.

      Sin embargo, la baronesa Danford ni le respondió ni la escuchó porque trataba de despertar a la desconocida con unas sales extraídas de su bolso. La muchacha musitaba alguna cosa ininteligible y agitada, ladeaba la cabeza. Hasta que la insistencia de la baronesa dio sus frutos y la joven abrió aquellos inmensos ojos. Los fijó en los de la baronesa y la sorprendió al agarrarla por la pechera hasta zarandearla, a pesar de sus escasas fuerzas. Lady Winifred Danford se desprendió con gesto firme.

      —Tranquila, querida. Solo queremos ayudarla. Pararemos en la próxima posada, comeremos, beberemos y usted se recuperará. ¿Cuántos días hace que no toma una comida en condiciones?

      —No lo sé —murmuró Jane.

      —Apenas puedo entenderla con ese hilo de voz, pero no se preocupe, cuando se reanime podrá contarnos su desventura.

      La señorita Burton estornudó tres veces seguidas con la cabeza vuelta hacia el ventanuco. Un peculiar momento en el que si las miradas matasen hubiese caído fulminada ante la que lady Danford le dedicó, tan solo un breve instante. Enseguida volvió a interesarse por la desventurada muchacha desfallecida sobre el asiento.

      —Vamos a ver, tome un poquito de agua, le hará bien. —La baronesa sostuvo su cabeza mientras le ponía una cantimplora en los labios.

      Jane bebió con la ansiedad propia del deshidratado, bebió hasta atragantarse y entonces ladeó la cabeza y vació con estertor y violencia todo el contenido de su estómago, que no era más que bilis. La señorita Burton se tapó con el pañuelo su nariz arrugada, y lady Danfort no logró apartarse a tiempo.

      —Qué desastre, Dios mío. —Sacudía los brazos en un gesto inútil ante su falda salpicada—. Mi pobre traje de viaje favorito.

      —Usté pe’done, no m’encuentro mu bien.

      —¿Qué ha dicho? —preguntó la señorita Burton sin mirar y sin retirar el pañuelo de su arrugada nariz.

      —Yo tampoco la he entendido —respondió la baronesa y se dirigió a la joven—. ¿Cómo dice, querida?

      Jane la miró con ganas de darle un par de recados de sus manos en cada mejilla, pero se sentía demasiado débil para imaginarlo siquiera, solo podía pensar en cómo escapar de aquellas entrometidas, pero en aquel momento parecía una idea muy lejana y sintió pereza hasta de pestañear. Hizo un ademán con la mano para que la olvidaran y volvió la cabeza al otro lado.

      —Es el desfallecimiento, seguro —afirmó convencida la baronesa.

      —O el habla cockney de los barrios bajos de Londres, lo cual significaría que estoy en lo cierto y usted no, querida lady Danford —le rebatió altiva la joven dama empeñada en seguir mirando por su lado del ventanuco.

      En un gesto muy suyo, lady Winifred Danford se arremangó los faldones con los puños en las caderas y frunció ceño y labios. Así mismo miró a la señorita Burton. Se dirigió a la ventana y corrió la cortina con furia, le dedicó otra mirada, y volvió junto a Jane.

      —Cockney —farfulló escéptica.

      Mackenzie Burton ya no se atrevió a abrir más su boquita de piñón. Sin embargo, Jane estaba atenta y se determinó a no descuidarse de nuevo, en lo sucesivo tendría cuidado de no dejarse llevar por el particular acento de su principado. Aunque en el hospicio se lo quitaban a escobazos, el instinto obraba de otra manera y si no quería dejar pistas sobre su procedencia sería mejor no bajar la guardia.

      El cochero se desvió hacia la izquierda para tomar un camino secundario. Un sendero angosto por el que era preciso transitar despacio, debido al azote constante del ramaje a ambos lados y lo empinado de la cuesta. Además, pedruscos desprendidos de la ladera, sembraban el piso y resultaba bastante peligroso.

      —Por qué se habrá metido por aquí —protestaba la señorita Burton.

      —Imagino que no tardaremos en llegar a algún lugar en el que refrescarnos y llenar la panza bien llena. Estoy tan hambrienta que podría comerme cualquier cosa, aunque no sea apetitosa.

      La señorita Burton la miró escandalizada:

      —¡Lady Danford!

      —Pronto seremos cuñadas y espero que podamos apearnos del enojoso tratamiento.

      —¡Lady Danford!

      —¿Qué, niña? Puede preguntarlo.

      —¿El qué?

      —Que si todos los irlandeses somos igual de asilvestrados. Pues sí, probablemente en mayor o menor medida. Está en nuestras raíces, así que… Más le valdrá acostumbrarse.

      Los ojos de la joven señorita Burton se redondearon como enormes fuentes con pavo, ¿qué más le quedaba por descubrir? Entonces notaron que el coche se detenía, al mirar se vieron ante El roble centenario.

      —¡Qué bien, ya era hora! —exclamó feliz la baronesa con un ágil salto al exterior—. Parece un refugio muy agradable.

      —Lo es.

      Oyó que afirmaba una voz a su espalda. Al acercarse vio al posadero, un hombre de mediana edad, mediana estatura y medio calvo, que se acercaba frotándose las manos, para ayudar.

      —Sí, lleven adentro ese baúl y ese otro también —indicó la baronesa.

      —Entren, entren y atemperen el cuerpo junto al fuego. Mi mujer les dará las mejores habitaciones.

      —Gracias, buen hombre. —Sonrió la baronesa—. Nos quedaremos solo una noche, pero… Vamos a necesitarlas, ya lo creo que sí.

      —¿Y la joven? —señaló a Jane—. Parece enferma.

      —Nada, un mareo. —La baronesa redobló su sonrisa—. Se le pasa en cuanto meta la cuchara y la cabeza dentro de una buena olla.

      —De eso también tenemos en abundancia.

      El local resultaba acogedor, limpio y confortable. Y la posadera, una voluminosa, rubia y enorme mujer a quien no se atrevía uno a llevarle la contraria cuando se fijaba en sus extraordinarios bíceps, les atendió con una luminosa sonrisa aún más enorme que ella misma.

      —Comeremos primero, si puede ser, mmm…

      La baronesa se interrumpió para mirarla de modo sugerente.

      —Maggy, para servirla, señora —se presentó con una pequeña reverencia.

      —Excelente, Maggy. Yo soy la baronesa Danford. Viajo con… Bueno, viajamos por… Bueno, qué más da. Tenemos hambre y sed. Sírvanos, y no sea tacaña.

      La sonrisa de Maggy se ensanchó, dejando al descubierto una hilera de dientes estropeados. Señaló con los brazos, un rincón con una mesa junto al hogar, y las invitó a tomar asiento. Entonces empezó a recitar los suculentos manjares disponibles acompañándose de los dedos:

      —Tengo asado de cordero, con verduritas y un poco de puré; pudding de Yorkshire… También tengo salchichas acompañadas de alubias fritas en tomate… Mmmm, pollo, empanada de carne, pastel de riñón, filete Wellington y… Bacon con patatas…

      —De acuerdo, tráigalo todo —se decidió la baronesa.

      —¿Todo? ¿Para él también? —señaló al cochero que se había sentado en una pequeña mesa junto a la entrada.

      —Sí, también. También él es una criatura