Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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del clarete, unas buenas pintas negras y una jarra de agua.

      Sentadas junto al calor del hogar, la señorita Burton y la baronesa Danford observaban estupefactas la capacidad devoradora de la desconocida, que no tenía suficientes manos para tantas viandas y tragos de cerveza como cabían, todos a la vez, en sus fauces insaciables. El color había vuelto a sus mejillas y el brillo a sus ojos. De pronto se abanicó la cara con las manos, recostó la espalda contra el respaldo, llevó las manos a la barriga y soltó un sonoro eructo. Mientras la señorita Burton se cubría parte del rostro con su sempiterno pañuelo de encaje, la baronesa se rio a carcajadas.

      —¿Per… Dón? —las miró de hito en hito Jane—. Es que…, mae mía, en mi vida había tragao a pierna suelta con… —De nuevo volvió a mirarlas en alternancia. Tragó saliva, mojó sus labios y empezó de nuevo—: Quiero decir, que hacía tiempo que no comía tan bien. Muchas gracias por recogerme, señoras. Estaba en las últimas. Llevaba días sin…

      La baronesa le sonrió comprensiva.

      —Se dice «tragar como un saco sin fondo», o «dormir a pierna suelta». Aunque, una dama jamás debe pronunciar frases tan vulgares. De una dama se espera que se refiera a su sueño o apetito, en otros términos, tales como: «Estaba exquisito», o «He gozado de un sueño reparador».

      Jane la miró como ensimismada.

      —Ahhhh —respondió en un tono de incomprensión.

      —Ahora que se ha recuperado, tendría que contarnos su historia —y la señorita Burton se dirigió a la baronesa—. ¿No es cierto?

      Lady Danford dulcificó el interrogatorio con su sonrisa y un tono comprensivo y amistoso:

      —¿Cómo se llama, querida?

      —Jane Red.

      —Jane Red —repitió la baronesa con los ojos entornados. Trataba de rescatar algún Red conocido desde el fondo de sus archivos memorísticos.

      —¿Y de dónde es, Jane Red? —intervino la señorita Burton con la malicia asomada a sus ojos.

      —De Whitechapel. —Se encogió de hombros Jane, porque deberían saberlo, ¿cómo no lo sabían? Menudas damas bobas. Todo el mundo sabía cómo eran en el East End.

      La señorita Burton, orgullosa ante la evidencia de su victoria se infló como un pavo real, ahuecó sus plumas y se arrellanó en el asiento. Lady Danford la ignoró:

      —¿De qué parte de Whitechapel, querida? —le preguntó.

      Como si ello fuese a cambiar mucho las cosas, pensaba la joven e inquisitiva Burton hastiada. Jane volvió a encogerse de hombros:

      —De aquí y de allá —respondió sin más.

      La baronesa empezaba a ser consciente de que aquella muchacha no era como ella había supuesto. Sin embargo, todavía se resistía a creerlo. La contempló con su aire escrutador.

      —Está bien, querida. ¿Puede contarnos qué calamidad le ha ocurrido? ¿Un asalto? ¿Un accidente? Si lo desea, naturalmente.

      Jane pensó con rapidez:

      —Escapé de casa… Demasiadas bocas que alimentar, ya me entiende.

      A la baronesa se le puso cara de: «no, no lo entiendo». Sin embargo, de sus labios salió otra cosa:

      —Y su coche ha sufrido un accidente durante el trayecto. Pobrecilla, vagando completamente sola por esos mundos de Dios sin nadie para socorrerla, no me extraña en absoluto que la hayamos encontrado famélica como un perro abandonado. Suerte que el buen Señor nos puso en su camino. ¿A dónde se dirigía, criatura?

      Los ojos de Jane no podían dar más de sí de lo que se agrandaron. Por su parte, a la señorita Burton lo que no podía agrandársele más, era la boca. Estupefactas, ambas trataron de sacarla de aquella conclusión a la que nadie la había llevado.

      —Creo, lady Danford, que nuestra… invitada —empezó la joven dama con sumo tiento—, trata de contarnos otra cosa.

      —Yo no trato nada de nada. Yo solo digo que me dirigía a… casa de mi prima. Eso es. Mi prima Dolly. Y me perdí. Exacto. Me perdí y no encontré a nadie a quien acudir hasta que…

      —¡Exacto! —la interrumpió lady Danford con energía—. Perderse por estas latitudes es un mal negocio. Por suerte podremos llevarla a casa de su prima, ¿no es cierto? Puede que esté muy preocupada. Exacto, mañana es lo primero que haremos. Llevarla a casa de su prima, y luego proseguiremos nuestro viaje a Liverpool.

      —No será necesario, podré apañármelas. Gracias.

      La baronesa la contempló desde sus cejas alzadas.

      —Tonterías, la acercaremos y no se hable más. Una dama no debe andar sola y menos por estos caminos —afirmó con rotundidad y sin dar derecho a réplica.

      La señorita Burton hizo un gesto de incredulidad y miró para otro lado. Jane intentó añadir algo más, pero lady Danford se lo impidió al levantarse y dar por terminada la cena.

      —Señoras, es hora de pedir un baño caliente y darle la oportunidad a un reparador y buen descanso. —Y le guiñó un ojo a Jane—. Es decir, dormir a pierna suelta, ¿no es así? Olvidarse de todo y soñar. Eso lo arreglará todo, sí señor.

      En El roble centenario habían entrado dos damas y una muchacha desaliñada, el día anterior. Pero aquella mañana fría y gris, de su interior, surgieron tres damas hermosas y elegantes.

      La baronesa Danford, con sumo placer, justo es señalarlo, se había encargado de acicalar a Jane, a quien había parecido tomar bajo su protección. La vistió con sus propias ropas y complementos y le recogió el cabello con tal gracia que su gran belleza afloró sin discusión. Era una joven muy hermosa, sin duda. Una vez lista, sorprendió a su benefactora, cuando ante el espejo se contempló con una sonrisa de agrado y afirmó ser la princesa de Whitechapel.

      —Este traje de tafetán púrpura y encaje negro le sienta mejor que a mí —observó orgullosa de su obra la baronesa, y le encasquetó un sombrero de gasa negra.

      Ahora estaba perfecta. Sí.

      —Claro, porque yo soy la princesa de Whitechapel —dijo y se estiró ante el espejo con el orgullo y la altivez que la acompañaban desde la infancia.

      Ahora que abandonaban la posada para proseguir viaje, ella parecía dueña de la situación y desde luego de su destino. La última en subir al coche fue lady Danford a quien Maggy entretuvo con una advertencia:

      —Mi marido ha hablado con su cochero y yo lo haré con usted. No debería ir solo, debería llevar un ayudante y armado, a poder ser. No se aparten de la ruta principal. La tentación es hacerlo por el inmenso rodeo que hay que dar, y los atajos son atractivos, pero están infestados de asaltantes. No se aparten de la ruta principal, aunque se topen con agujeros enormes en mitad de la calzada, suelen ser trampas perpetradas por los malhechores para atraer a sus víctimas, más vale seguir con cuidado, aunque sea preciso bajarse, desenganchar y acompañar a los caballos uno a uno y en fila india, antes que desviarse por uno de esos malditos senderos. —Y abrió mucho los ojos—. Primero es la vida.

      —Naturalmente. De hecho, buena parte del viaje nos acompañó un mozo, un poco atolondrado, todo hay que decirlo, que al final se cayó del pescante y se dislocó el omoplato. Así que, otro coche se lo llevó de vuelta a su pueblo y…

      —Sigan mi consejo al pie de la letra.

      Antes de partir el cochero tranquilizó a la baronesa asegurándole que conocía tales advertencias como todos los de su oficio, y que todos hacían lo que él, cuidarse mucho de utilizar trayectos inseguros. Además, era sabido que tales ataques solo se producían al caer la noche y ellos viajaban de día. Por tanto, no había nada que temer. Tras estas palabras, lady