Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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salió a su encuentro:

      —Cálmese, baronesa.

      La mujer se abalanzó sobre ella, la abrazó y se derrumbó en llanto, una brecha con sangre reseca surcaba su frente.

      —Doy gracias a Dios por haberte puesto de nuevo en mi camino. Mira que la dueña de la posada lo advirtió, lo advirtió, pero tú me ayudarás. He ido en busca de auxilio, pero no pasa nadie por la carretera. Yo… Tú… Miss Burton…

      De nuevo el llanto ahogó sus palabras y la dura y curtida Jane, sin saber demasiado bien qué hacer para ofrecerle consuelo, la abrazó y le pasó la mano por el cabello. De pronto, la baronesa dejó de llorar.

      —Gleastard —dijo sin apartar su rostro del refugio en el regazo de Jane—. ¿Cómo se lo explico? ¿Qué le digo?

      —¿Qué tiene de malo la verdad? —respondió Jane sin comprender.

      La baronesa deshizo el abrazo, pero tomó el rostro de la joven entre sus manos y la miró con la complacencia que solo una madre podría sentir.

      —No —deslizó las palabras con la suavidad de la brisa que mece la cebada—. No puede saberlo. Jamás.

      Entonces tomó sus manos entre las suyas y las apretó con fuerza:

      —Jamás. Prométemelo.

      Jane, fascinada, no acababa de entender por qué se sentía parte del paisaje por el que transitaban. Le parecía como si siempre hubiese pertenecido a aquellas montañas, laderas, caminos, bosques y desfiladeros irlandeses. Las propiedades se extendían entre poblaciones muy alejadas unas de otras, algunas tan pequeñas que tan solo poseían una calle principal. Y cuantos más parajes atravesaban, más sentía cómo se alejaban los de su infancia, sin que el más mínimo pesar la acongojase. Y aunque los recuerdos estaban ahí, duraban lo justo. Jane había aprendido a vivir el presente para sacarle el máximo partido a la vida, y la vida sucedía ahora, de nada servían pues, lamentaciones por un pasado al que no podría volver, ni las angustias por un porvenir que estaba por verse si ocurriría. Debido a ello sus reflejos eran agudos y sus decisiones tan rápidas como certeras, porque era una superviviente. Eso era lo que le había tocado en aquella perversa lotería que era la vida, y ya que la habían obligado a jugar iba a por todas.

      Atrás había quedado Inglaterra, al otro lado del mar, tan cerca y tan lejos, y con ella, también Jane Red, con la cabeza partida sobre una piedra, pero no así la princesa de Whitechapel más viva que nunca. Bajo la nueva identidad de la señorita Mackenzie Burton, viajaba rumbo a su nuevo hogar, Wildwood Towers. En palabras de lady Danford, había que ser muy robusto y muy irlandés para soportar el azote de los vientos en Wildwood Towers. Una casa arrogante y omnipresente alzada sobre los promontorios de la costa oeste, en plenos acantilados, plantando cara a los vientos del Atlántico, allí donde desatan su furia aliados con los espíritus de los antepasados propios y ajenos, para asediar edificios, y peñascos, y tumbar cuerpo y orgullo de bestias y hombres.

      Ahora Jane ya no era Jane y por eso era la señorita Mackenzie Burton. Vestida de elegante terciopelo tostado como la arena del desierto bajo una fina muselina de encaje marfil, unos delicados lazos de seda ribeteaban su silueta hasta alcanzar el polisón. Graciosos bucles recogían su cabello y un sombrerito floral coronaba el tocado. Pensaba que, por capricho de esa caprichosa vida, ahora era más princesa que nunca. Dos perlas en forma de lágrima colgaban de sus orejas y un relicario de plata de su fino y blanco cuello de cisne. Ningún anillo rodeaba ninguno de sus dedos ya. En cuanto a su sonriente acompañante, lady Danford, un vestido de tafetán verde listado de blanco en los costados iluminaba su agraciado rostro y su negro cabello recogido bajo un sombrerito de pequeña copa y muchas flores, le daba el toque perfecto a la gran dama que era.

      Embelesada por el aura melancólica de cada arbusto, cada riachuelo y cada nube, su mente corrió de modo inevitable en pos de una cancioncilla que nunca entendió del todo, tarareada a cambio de una pinta por el pianista irlandés de la taberna de Baker Street en la que solían reunirse. Era exactamente así y eso, el paisaje era canción…

      «Desearía estar en Carrickfergus, solo por las noches en Ballygrand, nadaría sobre el océano más profundo, para encontrar a mi amor, pero tampoco tengo alas para volar. Si pudiera encontrarme un guapo barquero, para junto a mi amor dejarnos por él llevar…». Decía la canción, o algo así, más o menos.

      —¿Conoces una canción de mi tierra? —se animó la baronesa.

      La princesa de Whitechapel le lanzó una mirada atravesada de ceja levantada:

      —En los tugurios de Whitechapel no es difícil encontrar un borracho irlandés que te la enseñe.

      —Madre mía —se indignó la mujer—, ¿quién te ha enseñado a tener tantos prejuicios? ¿Qué te ha ocurrido en la vida, criatura, para que así sea?

      —Sabe que digo la verdad, hablo de lo que conozco.

      —No es necesario ser irlandés para ser un borracho. Ya lo aprenderás.

      La ahora, señorita Mackenzie, miró hacia otro lado mientras que lady Danford no retiraba la suya ceñuda de ella. Es más, ni pestañeaba siquiera. Aún iba a añadir algo, pero viendo el desinterés de la joven acabó por farfullar como si masticara sus propias palabras:

      —Ya aprenderás, niña, aprenderás todo lo que yo te enseñe. Voy a domesticarte, aunque sea lo último que haga. Ya lo creo.

      El coche traqueteaba con la placidez del trote de los caballos y la baronesa se arrellanó y alzó la voz, esta vez para que la chica la oyera con claridad:

      —Recuerda permanecer callada hasta lo inevitable. Yo hablaré por ti cuando se requiera y me sea posible. Lord Gleastard suele ausentarse con frecuencia. Aprovecharemos tales periodos para convertirte en una auténtica dama.

      La aludida le echó una mirada soberbia para volver inmediatamente a la ventana, se levantó la falda y metió la mano entre las piernas, tal vez se rascaba los muslos o el interior de las calzas, la horrorizada baronesa no podía ni quería saberlo.

      —Unas por tanto y otras por tan poco… Pero, lo conseguiremos —se reafirmó con el puño sobre su regazo y los labios fruncidos.

      El coche avanzaba con su plácido y monótono zarandeo mientras los ojos de Mackenzie veían aparecer para volver a quedar atrás, toda clase de montes y terraplenes, alguna casa, algún bosque, el sol en lo alto, el sol en lo bajo… A pesar de ello, su mente veía otra cosa. Su mente recordaba las escenas ocurridas tras encontrar el accidente. Todo sucedió tan rápido que aún ahora no comprendía cómo había podido verse arrastrada por aquella situación, y por qué no había salido corriendo en dirección contraria. ¿Sería que le había apetecido la estrambótica y desesperada propuesta de la baronesa? Eso debía ser, porque ahora iba a poder ver la vida desde el otro lado de la ventana, donde siempre crepitaba el fuego en el hogar, no faltaba comida en la mesa ni abrigo para tapar los hombros y los pies.

      La baronesa había estallado en un llanto desconsolado y nervioso al verla. Con la caída de la noche corrieron campo a través en pos de refugio hasta dar con una parroquia. La princesa de Whitechapel, experta en tales lides, tomó la iniciativa y la mano de la apurada dama, y corrió por donde la llevaba su instinto. Pronto una luz le dio la razón y alcanzaron las primeras tumbas que rodeaban la pequeña iglesia. Anexa a ella, la casa de la cual emanaba la luz que había sido su faro. La princesa decidió entrar en el templo.

      —¿No pedimos ayuda en la casa? —objetó la baronesa.

      La joven dudó un breve instante.

      —No —respondió al fin—. Mañana, al alba.

      Dispuestas a entrar en el recinto sagrado, empujaron la noble puerta de madera para topar con el corpulento hombre que surgía de su interior.

      —Buenas noches. Bienvenidas a la casa del Señor, ¿puedo ayudarlas en algo?

      —Venimos a rezar