Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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que es usted el párroco, me presentaré. Soy la baronesa viuda de Danford, y mi acompañante es la señorita Mackenzie Burton, mi futura cuñada, porque en efecto, va a casarse con mi hermano, lord Gleastard, que nos espera en Irlanda impaciente, a donde nos dirigíamos. De hecho, nos dirigíamos a Liverpool para embarcarnos en el ferry, pero fuimos salvajemente asaltadas en el cruce de, bueno salvajemente asaltadas y robadas, mataron al cochero y a la sirvienta y hemos llegado aquí, al ver la luz, en busca de su auxilio.

      Solo entonces respiró para tragar saliva y tomar aire, mientras su joven acompañante la observaba con la boca abierta por completo y los ojos redondos como enormes platos. ¡Vaya con la baronesa que había soltado aquella parrafada de corrido y con voz tan alta que chirriaban los oídos! Ella guardó un silencio cómplice porque estaba alucinada y era incapaz de pensar nada a raíz del barullo mental provocado por la gran dama.

      —Por supuesto, señoras mías —reaccionó el hombre de Dios—. Sírvanse disponer de mi casa como gusten. Mi esposa y yo estaremos encantados de cobijarlas y cubrir todas sus necesidades tanto tiempo como sea necesario. Pasen, pasen a calentarse junto al hogar. Tomarán un buen tazón de sopa, deben estar hambrientas. Yo soy el reverendo Thomas, Rudger Thomas. Y están a salvo en mi modesta parroquia de St James Bridge.

      Sus palabras se perdieron en el interior de la casita, tras la puerta cerrada con un golpe firme y suave. Y la noche quedó fuera, sola, profunda, interminable.

      La señora Thomas acomodó a sus inesperadas invitadas en una linda habitación de la buhardilla. Las reconfortó una vez más tomando sus manos entre las suyas e insistió en que la llamaran si necesitaban cualquier cosa, lo que fuere. Cerró la puerta de modo suave y celestial al salir, y dejó tras ella una inmensa estela de bondad. A la princesa le pareció que había estado en manos de los mismísimos ángeles.

      —Qué buena alma —observó para sorpresa de la baronesa, que jamás hubiera esperado una apreciación de tamaña compasión proveniente de aquella feroz muchacha.

      —Ciertamente, la Providencia en su infinita bondad nos ha provisto de buena fortuna.

      La joven puso morros y los ojos en blanco, un gesto muy característico de cuando le aburría soberanamente lo que le decían. Pero a la baronesa le daban igual sus caras, ella tenía un objetivo y un plan y era preciso aleccionar a la damita en ciernes.

      —Ahora descansaremos y repondremos fuerzas. Debemos dejar atrás el disgusto, solo tenemos una vida que vivir, de nada sirven las lamentaciones cuando nos queda todo el camino por delante, ¿entiendes?

      La princesa estaba bastante de acuerdo:

      —Yo no me lamento —dijo tan tranquila.

      —Exacto, eso es lo que me gusta de ti. Eres práctica, como yo. Es natural que me duela haber perdido a miss Burton, pero ya no podemos hacer nada por ella, y en cambio sí por nosotros. Que somos los que estamos aquí. Ella ya pasó a mejor vida, ya descansa en la paz del Señor, pero nosotros… Nosotros no tenemos por qué vivir un infierno si puede evitarse…

      —¡Alto! —la detuvo su interlocutora que no soportaba aquel nivel de verborrea—. Ahora me dará las explicaciones debidas. Y me debe unas cuantas, soy toda oídos.

      Y con los brazos en jarras y su altiva chulería se dispuso a escuchar cuanto aquella señorial baronesilla quisiese relatar.

      —Bueno, verás, yo… —empezó la dama, ahora entrecortada—. Debería comenzar aclarando el porqué de esta boda y…

      La princesa perdió la paciencia y la apremió:

      —¡Al lío! Que tengo sueño, vamos.

      —De acuerdo —dijo la baronesa.

      Como aquella ígnea mirada atemorizaba a cualquiera, la mujer resumió la situación cuanto pudo.

      —Está bien. —Estiró sus faldas con las manos en un gesto seco y preciso. Era su tic. Inspiró hondo y exhaló aire. Se sentó en el borde de una de las camas y miró a su interlocutora. Estaba preparada para hablar—. Mi hermano, Hogan Coverdale, es el 5.º conde de Gleastard. Él es más joven, y de alguna manera siempre he sido como su madre, porque la nuestra murió al nacer nuestro hermano menor, Cecil. Cecil murió tan joven que apenas le recuerdo, su amada esposa y él se fueron uno detrás de otro a causa de la tisis, la fatídica muerte romántica. Dejaron un chico pequeño… A saber qué habrá sido de él. Para ser sincera, jamás mantuve relación con ese hermano, nunca fue de mi agrado.

      »En cambio Hogan, sí. Hogan siempre ha sido la niña de mis ojos, mi debilidad. Somos cómplices antes que hermanos y nos llevamos a las mil maravillas. Al fallecimiento de nuestro padre, heredó un condado devastado desde la Gran Hambruna, semi abandonado, arruinado y comido por las deudas. De entre las diversas propuestas para sanear la economía de las arcas de Gleastard, una en especial resultaba de lo más conveniente, unir fortunas y títulos mediante un matrimonio ventajoso. Acudí a un casamentero de mi máxima confianza, lord Basildon, banquero que maneja la mitad de las grandes fortunas de Inglaterra, Irlanda, India, y América. Enseguida dio con las candidatas perfectas, y de entre todas ellas, miss Mackenzie Burton fue la escogida: joven, con educación exquisita, inglesa de orígenes irlandeses, no demasiado fea, internada en un colegio del que solo saldría para casarse. Su tío, sir Charles Burton, había amasado una fortuna con el ferrocarril, al llevarlo a América, fue uno de los impulsores… Ni se casó ni tuvo descendencia, con lo que le dejaba todo a su única pariente, su sobrina.

      »Así las cosas, sir Charles, y yo, en representación de mi hermano, mantuvimos una interesante reunión donde se acordó el matrimonio. No creas que lord Gleastard estaba demasiado entusiasmado, ni entonces ni ahora. Pero el anciano sir Charles sí, y mucho, de alguna manera su descendencia emparentaba con la nobleza. Me pidió colgar un retrato en la galería de los antepasados de Wildwood Towers… Me resultó tan enternecedor… Quizás algún día podríamos intentarlo…

      »Llegado el momento de conocer a la novia, me trasladé al internado y tomé el té con ella en presencia de una de las religiosas. Fue muy cortés y educada, se guardó de mostrar sus sentimientos, y no hizo ninguna manifestación inconveniente. Parecía un gran acierto, pero hubo algo en ella que no me gustó. Fue su fría mirada, sentí que no era sincera, y eso me inquietó. Sentía que me había equivocado, porque jamás nos daría ni una gota de afecto. Y a Hogan hay que quererlo, con que sea un poco menos de cuanto yo quise a mi Horace me conformo. Pero… bueno, ya era demasiado tarde. Todo había sido convenido, incluida la fecha. Así que cerré los ojos y confié en no acertar en mis impresiones.

      »Hice dos visitas más a sir Charles, y ya no lo volví a ver. El caballero murió poco después, de manera que fui a buscar a miss Burton antes de lo previsto. Todo está dispuesto para que la boda se celebre en cuanto lleguemos.

      »Lord Gleastard solo la conoce por un pequeño grabado, lo mismo que tú a él…

      —¿Yo? —saltó la princesa.

      La baronesa prosiguió como si no la hubiese escuchado:

      —Ha habido intercambio de cartas entre vosotros… Naturalmente, tampoco sabrás escribir…

      La joven se arremangó como una macarra, no iba a pegarla ni mucho menos, pero se arremangó.

      —También habrá que arreglar eso, claro está —siguió lady Danford a lo suyo.

      —No entiendo a dónde quiere ir a parar con semejante folletín ni qué tiene que ver conmigo.

      Lady Danford se levantó con aire grave y se acercó a la joven, se situó frente a ella y la cogió por los hombros, y aunque la princesa se desprendió de aquellas manos con gesto desafiante, la dama proclamó su veredicto y decisión respecto de su destino, de modo ineludible:

      —Me acompañarás a Irlanda. Contraerás matrimonio con mi hermano, lord Gleastard, y seremos cuñadas, porque tú eres miss Mackenzie Burton, sobrina de sir Charles Burton, a quien el malogrado amó como a su propia hija. Eres miss Mackenzie Burton