Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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muchacha estaba pasmada. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Su gesto desafiante desapareció, realmente se sentía confundida ante su propia confusión… ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué demonios significaba todo aquello?

      —¿Qué demonios…? —estalló.

      —No puedo presentarme ante el conde sin ti… —afirmó de modo implorante lady Danford—. Mackenzie. —Y se reafirmó con rotundidad—. Sencillamente, no puedo, miss Burton. Y usted debe comprenderlo.

      La decretada Mackenzie contempló sus manos y brazos repletos de arañazos y alguna cicatriz con la boca abierta, luego a lady Danford que de nuevo tomaba asiento sobre el borde de la cama, y luego el anillo de su meñique, el que le regalara Dylan, qué lejana parecía aquella vida… También ella se sentó en el borde de la otra cama, aturdida. Trataba de asimilar lo escuchado y su propia e inesperada reacción ante ello, ser Mackenzie Burton no parecía tan malo, pero ¿era lo que quería? ¿Cómo saberlo? La baronesa se fijó en el anillo:

      —Mañana, con los primeros rayos del alba acudiremos al lugar del accidente y devolveremos el anillo a quien pertenece, al dedo de la desdichada doncella que lo portaba. Y de paso, recuperaremos tu medallón y lo devolveremos a tu cuello, donde debe estar. Eso haremos, porque así debe ser.

      Entonces observó una mancha en el omoplato izquierdo de la joven.

      —¿Y eso? ¿Qué es? ¿De nacimiento?

      —Un corazón, dicen. Otros, una fresa... Yo quiero que sea un corazón.

      —Un corazón, sí. Es pequeño, pero no podemos permitir que nadie lo vea. Bueno, lo taparemos con afeites, si es preciso.

      En ese momento, unos golpecitos desviaron sus miradas hacia la puerta:

      —Adelante —invitó la baronesa.

      Se abrió una rendija y apareció el reverendo.

      —Lo he dispuesto todo para que mañana la doncella y el cochero reciban cristiana sepultura. Sus cuerpos serán dignamente recuperados por los hombres de la granja, preparados por las señoras, y a continuación oficiaré el sepelio. ¿Les parece adecuado, miladies?

      La baronesa asintió con una leve inclinación de cabeza.

      —Le estaré eternamente agradecida por su piadoso gesto, reverendo Thomas. Y no dude en que sabré recompensárselo convenientemente.

      El hombre sonrió.

      —Las dejo descansar, buenas noches.

      Y la rendija desapareció como él. La baronesa miró a la joven sentada en el borde de la cama con la boca abierta, con ambas cejas alzadas y los ojos brillantes.

      —No has dicho nada… —observó.

      La princesa pareció calcular algo.

      —Es usted diabólica —respondió al fin en modo quedo, como en una especie de exclamación privada y muy personal.

      El hilo de pensamientos de la nueva señorita Mackenzie Burton se vio interrumpido por la poderosa voz de la baronesa. Se la veía contenta y satisfecha:

      —Ya falta poco para llegar a Wildwood Towers, ardo en deseos de que la conozcas. Estoy segura de que pronto te familiarizarás con todo. Procura ser feliz, yo velaré por vosotros.

      La joven, ajena a los planes de la dama no se tomó la molestia ni de contestar, seguía ensimismada en la contemplación del abrupto fin de todos los caminos del mundo, donde más allá solo quedaba mar. Recorrían la línea de los acantilados allí donde el verde y el azul se mezclan como resultado del fin de la tierra y el principio del océano. Pero la charla incesante de su futura cuñada la molestaba. O no le remordía la conciencia o no tenía, y no es que a ella le importase, porque lo primero que pensaba hacer en cuanto tuviese al conde delante, sería contárselo todo y largarse. Ya lo tenía decidido y nadie le haría cambiar de opinión. Los desplumaría tanto como fuese posible y se embarcaría rumbo al Nuevo Mundo, allí podría empezar una nueva y mejor vida. Eso haría. Y con esta idea su mente regresó a la madrugada que desde la casa del reverendo volvieron a hurtadillas hasta los restos del accidente. Envueltas en negros trajes y velos, lutos proporcionados oportunamente por la señora Thomas para poder asistir a los funerales con la dignidad intacta. Parecían dos espectros a medio evaporar con vocación carroñera.

      Lo primero que hizo la dama fue levantar uno de los asientos mientras su cómplice se preguntaba por qué demonios trataba de destrozar el vehículo. A simple vista no era posible adivinarlo, pero aquel asiento de perfectos acabados y remaches en cobre podía levantarse y eso hizo la baronesa, levantarlo.

      —¡Oh! ¡Aquí está! —Y extrajo un maletín Vuitton.

      De un vistazo comprobó que estaba todo bien.

      —Está todo —se lo contaba a la joven en tono triunfal y aliviado—. El dinero, dos vestidos, dos pañuelos de seda… Lo demás lo compraremos en Liverpool.

      Tras esto, se dirigió a la roca sobre la que yacía el cuerpo de la desdichada chica, apartó la capa y retiró el colgante con el medallón escapulario del cuello sin ningún escrúpulo y se plantó frente a la princesa. Con un gesto ostensible de la palma de la mano la invitó a darle el anillo, cosa que la joven rehusó con otro gesto explícito de rechazo. Entonces, la baronesa le puso el colgante alrededor del cuello y cuando ella encerró la joya dentro del puño, la dama le atrapó las manos entre las suyas, y sin rehuir la mirada de aquellos ojos enormes, con dulzura y firmeza retiró el anillo del dedo de modo inexorable.

      —Buena chica —murmuró—. Verás cómo es mejor así para todos.

      La mujer miró un instante la J y la R grabadas sobre hojas de parra y rematadas con dos diminutos zafiros, antes de colocarlo en el dedo anular de la difunta.

      —Descansa en paz, Jane Red. Que todas las criaturas celestiales te guíen y te protejan.

      Parecía sincera y apesadumbrada, y cuando la cubrió de nuevo con la capa, lloró.

      —Esto es absurdo —dijo—. Pero es lo que debemos hacer. Y así se hará.

      La joven veía hacer a la dama sin mover un solo músculo, como si de un espectador de piedra ante la representación de una tragedia de corral se tratara, todo era ajeno a ella y, sin embargo, estaba allí. Sintió que su pasado junto a ella misma quedaba sepultado bajo aquella capa y que, realmente, alguien nuevo nacía desde sus entrañas, se apoderaba de ella y tomaba el control de su vida, Mackenzie Burton, una nueva versión mejorada de la princesa de Whitechapel. Aun así, necesitó rebelarse una vez más:

      —Baronesa, no quiso escucharme cuando hablábamos en el coche durante nuestro trayecto juntas, pero me escuchará ahora.

      —¿Sí, querida? ¿Por qué no hablamos mientras desayunamos?

      La baronesa la cogió por el brazo como si fueran a dar un plácido paseo.

      —No quiero hacerlo, no está bien.

      Entonces la mano de la baronesa se contrajo como una garra sobre la muñeca de su acompañante, y su voz sonó helada mientras sus ojos no dejaban de sonreír.

      —Lo harás muy bien, querida. Sé que lo harás muy bien. Porque ya no podemos resucitar a la pobre Jane Red, me temo. De hacerlo solo serviría para devolverla a la justicia de donde escapó. ¿No leíste su caso en los periódicos? Tremendo.

      Tras escucharla, la sangre de la joven se heló, toda ella se heló. Respondió con una sonrisilla de circunstancias y encaminó sus pasos hacia delante con la mirada puesta en el horizonte donde el sol naciente hacía de guía.

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