Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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aludida, bajó la mirada avergonzada y no dijo nada.

      —Pues que no quiere follar la chica, ya ves tú qué misterio.

      —¡Señorita Red! En lo sucesivo, absténgase de pronunciarse en tal modo ante mí. Guárdese sus obscenidades para las tabernas. Por Dios, creí que era usted decente.

      ¿Y por qué no iba a ser ella decente? ¿Quién se había creído aquella bruja que era? Jane se sintió vivamente insultada y en un ataque de furia abrió la portezuela, sacó medio cuerpo y le pidió al cochero que parase. La baronesa, asustada, tiró de ella hacia dentro. El cochero voceó para saber qué debía hacer. Lady Danford consiguió sentar a la joven, pero ella reaccionó con rapidez y la agarró por la pechera.

      —Ordene al cochero que pare, yo me bajo, ustedes siguen su camino y santas pascuas… ¡Hágalo o la tiro!

      —Pero si no hemos llegado a Anfield —titubeó la dama.

      —Y quién quiere ir a Anfield, nadie me espera allí. No tengo ninguna prima. Se empeñó usted solita. Pare el coche, déjeme bajar y olvídeme.

      Lady Danford dio la orden al cochero a voz en grito. Al poco, el coche se detuvo y solo entonces Jane soltó a la mujer, dejándola como un guiñapo sobre el asiento.

      —Yo soy la princesa de Whitechapel, no necesito su puta caridad ni la de nadie. —Y abandonó el coche con la nariz apuntando más allá del cielo, como una auténtica y arrogante gran dama.

      «Continúe».

      Dentro del coche, las señoras escucharon su voz dando la orden al cochero, y sintieron las voces del cochero a los caballos, y los cascos de los animales al arrancar, y el chirriar de las ruedas… Mientras, veían a aquella desagradecida princesa cada vez más lejana y difusa en el fondo borroso del camino.

      Recorridas escasas millas al trote, la baronesa observó que se desviaban del camino principal y tras bordear una pendiente se internaban en una zona boscosa y umbría. Inquieta, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al cochero:

      —¿Es este el camino habitual?

      —¿Cuál sería, si no? —respondió el hombre con fastidio.

      La señorita Burton comprobó de soslayo cómo su compañera de viaje volvía a entrar la mitad del cuerpo con gesto contrariado, se arrellanaba en el asiento, tiraba de faldones y mangas para deshacer arrugas inexistentes, se atusaba el peinado y al fin, tras un suspiro, posaba su vista en ella y observaba sin recato ni apuro cómo trataba de leer su viejo breviario, algo en lo que le resultaba imposible concentrarse.

      —Los dichos de los santos son buen refugio para las almas piadosas.

      Comentó la baronesa por comentar algo. La joven guardó el librito definitivamente, suspiró y se encaró con su futura cuñada:

      —Lady Danford, vivo abrumada por infinitas dudas. Usted sabe cómo le imploré a mi tío que rompiera este compromiso hasta en su lecho de muerte, cómo le supliqué que me liberara de él. Sin resultado. —Ladeó la cabeza acongojada.

      La baronesa asentía débilmente.

      —Lo lamento tanto, querida —le dijo.

      —Era y es tanta mi desesperación que incluso escribí una carta a lord Gleastard, exponiéndole mis motivos y rogando de su compasión que tuviese a bien ser él quien rompiera, pero…

      —Lo sé, pequeña…

      La señorita Burton alzó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas:

      —Jamás respondió. Yo…

      —Lord Gleastard puede parecer un poco obtuso en ocasiones…

      —… Yo —prosiguió la joven desde donde lo había dejado, solo pendiente de sus propios pensamientos—, había prometido consagrar mi vida al Señor, tomar los votos y dedicar mi vida a la oración y el servicio a mis semejantes. Solo quería ser sierva y esposa de Dios.

      La baronesa la contemplaba afligida, no sabía qué podía decirle, ni era capaz de encontrar ninguna palabra adecuada. Suspiró, y la tomó de las manos con el ánimo de reconfortarla. Entonces sintieron un violento traqueteo que las separó y las contusionó contra las paredes del vehículo. Escucharon los relinchos asustados de los caballos y una sacudida como si los hubieran desenganchado, el coche se había detenido y parecía que los caballos se alejaban. No podía ser. La baronesa pensó en sacar de nuevo la cabeza para preguntar al cochero, pero no pudo ya que este colgaba boca abajo sobre la misma ventanilla, lo habían degollado y su sangre goteaba por el cristal como si de lluvia roja se tratase. La dama, con el cuerpo paralizado, se quedó allí mismo, sin mover un músculo, como muerta. Y acaso fuese eso mismo lo que la salvara, porque la portezuela se abrió de un empellón, la golpeó y ella cayó hacia atrás inconsciente. Entró un hombre con la cara destrozada por infinitas cicatrices, la sacudió, le arrancó los pendientes y un medallón y la soltó como si fuese un trapo. Entonces se fijó en la joven temblorosa que rezaba con un hilo de voz y se tiraba del pelo, soltó una carcajada terrible, la agarró por las axilas y la sacó del coche en volandas. Fuera, otros dos hombres se afanaban en revolver los baúles en busca de objetos de valor, lanzaban ropa y pertenencias por detrás de sus hombros sin más, con el único objetivo de llenar sus bolsillos y sacas con joyas y monedas, y ¡vaya si lo hicieron! Al poco, los baúles yacían sobre los márgenes panza abajo, desballestados, y las ropas y otras pertenencias esparcidas por doquier como anuncio del desastre. El jefe de los bandidos mantenía bien sujeta a la muchacha, que apenas si respiraba presa del pánico. La manoseó un poco antes de hablarle:

      —Me gusta tu carita de muñeca de porcelana —le dijo y le pasó el ordinario y sucio pulgar por los labios en modo lujurioso.

      Mordisqueó sus lóbulos para arrancarle los pendientes entre carcajadas asquerosas.

      —Déjala, y vayámonos ya —se impacientaron sus compañeros.

      Cuando volvió la cabeza para responderles, la muchacha le dio una patada y trató de deshacerse del abrazo, casi lo logró, pero el asaltante reaccionó y de una bofetada la lanzó al suelo, ella se levantó y trató de huir a la carrera, pero el hombre logró atraparla por la cintura. De nuevo entre los brazos de la bestia, la joven forcejeó. Esto enfureció al forajido que con toda su fuerza bruta le propinó un nuevo golpe. Desequilibrada, cayó hacia atrás y su cabeza se golpeó con estrépito sobre una piedra grande, que no tardó en teñirse de rojo. El hombre no vio el camafeo que pendía de su cuello, solo pensó en huir lo más rápido posible de allí, junto a sus compañeros que no perdieron ni un segundo.

      Jane había seguido el mismo camino que el cochero, sin saberlo. Caminaba tras la vaga idea de encontrar refugio en algún granero, pero hacía horas que solo veía campiña hasta que el camino se acababa y no quedaba más remedio que adentrarse en un bosque, pronto caería la noche y si pudiese encontrar aunque fuese una cabaña abandonada o una gruta… Con esta idea siguió adelante hasta alcanzar un claro y de allí una abertura por donde se ensanchaba el camino y la vegetación se abría de nuevo a los prados. Lo distinguió perfectamente, pero también vio algo que la alertó, ropa por el suelo, aquí y allá, alguna prenda enganchada entre ramas y zarzas, un zapato… ¿Qué demonios? Al avanzar, reconoció el coche con estupor. «No», musitó. Entonces se fijó en el cuerpo tendido sobre el suelo, reconoció la ropa de la antipática miss Burton y corrió hacia ella, no le hizo falta más que verla para comprender que estaba muerta. Aun así, acercó la oreja al pecho y a los labios de la joven dama, nada. Pobrecilla. Compadecida, se quitó la capa y la cubrió con ella.

      Miró hacia las luces rojizas del horizonte y sintió una pena profunda y conocida, la del abandono y la no pertenencia. No era de nadie, no tenía nada y nada ni nadie la esperaban. Cerró los ojos, se levantó y prosiguió con la inspección del triste escenario. El cochero inerte, derrumbado entre el techo y la portezuela, ni rastro de los caballos… Rodeó el vehículo para mirar dentro desde la otra puerta, nada, ni rastro de la baronesa, desdichada, se la habrían llevado secuestrada. Tal vez podría quedarse a pasar