Úna Fingal

La princesa de Whitechapel


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querida? —se preocupó la baronesa por Jane.

      —No, estoy bien. Gracias —respondió la aludida.

      Entonces la baronesa se fijó en la taciturna señorita Burton, parecía ausente, como perdida en una maraña de pensamientos.

      —Mackenzie, querida. ¿Está bien? ¿Qué ocurre?

      —Estoy bien. No debe preocuparse, lady Danford, es solo que…

      —¿Qué? —la animó la baronesa.

      La joven echó una furtiva mirada a Jane.

      —Está bien —exclamó veloz ella siempre alerta—, si quiere me bajo para que pueda contarle lo que sea.

      —Se bajará en Anfield, en casa de su prima como hemos acordado, y punto. Y miss Burton, ignore mis sermones. Mi hermano es un hombre bueno debajo de una capa arisca. Si es noble de título aún lo es más de corazón. Lord Gleastard es muy apreciado por todo el mundo, desde arrendatarios al resto de aristócratas y caballeros. Y un disputado casadero… Tiene suerte de que la haya elegido a usted. Serán absolutamente felices una vez casados. Eso, lo sé bien.

      La señorita Burton miró a la baronesa con aire de «de sobra sabe usted que me ha elegido por mi fortuna». Sin embargo, sus labios no se despegaron. Jane, no parecía demasiado interesada, aunque su oído sí estaba bien atento.

      De pronto Mackenzie Burton la interpeló:

      —¿Cuántos años tiene, Jane?

      Esta volvió el rostro hacia ella con expresión sorprendida, pensó un momento antes de responder:

      —Dieciocho —dijo al fin—. Creo —añadió en un susurro.

      —¿Cree? —continuó la señorita Burton—. Bueno, da lo mismo. Yo sí lo creo. Pues yo también tengo su misma edad, y mientras usted va a vivir libre y dueña de sí misma, yo me veré encadenada a un desconocido y huraño conde irlandés, encerrada en su mansión en una tierra lejana. ¿Sabe? Salgo de un colegio para ir directa a casa de un marido que no conozco y que no he elegido, por disposición de mi tío y tutor, que tras disponerlo se murió. ¿Qué le parece?

      Jane bajó los ojos al suelo mientras por su cabeza desfilaban las ideas de «a mí qué me importa» y «cuándo podré librarme de estas pesadas».

      —Suele ser lo habitual, querida —replicó la baronesa tratando de calmarla—. Además —añadió—, sir Charles Burton era un hombre justo, bueno, y tío amantísimo. Estoy segura de que tan solo deseaba lo mejor para su única sobrina y descendiente. Fue un buen arreglo. Pronto lo entenderá. No debería inquietarle un futuro tan favorable y prometedor. El sueño de cualquier dama de buena familia es convertirse en esposa lo antes posible.

      —¿Cómo? —preguntaron las dos jóvenes a la par, y se miraron.

      —¿Acaso existe mejor destino para una mujer? —insistió la baronesa mirándolas sorprendidísima.

      —Acaso, ¿qué? —volvieron a exclamar ambas muchachas a la vez.

      La baronesa cruzó los brazos bajo el pecho y frunció labios y ceño:

      —Señoritas, me temo que no voy a empeñarme en discutir un asunto indiscutible. Las cosas son como son. Punto final. No entiendo a esta juventud.

      —Lady Danford, ¡lord Gleastard me lleva veinte años! ¡Voy a casarme con un viejo!

      Lady Winifred Danford rio con ganas y condescendencia.

      —Cómo se nota que no sabe nada de la vida, criatura —sentenció—. Aún no ha cumplido los cuarenta. A esa edad es cuando los hombres son más hombres y más interesantes. Además, lord Gleastard es muy agraciado.

      —Pero muy viejo —intervino de pronto, Jane seca—. Y un velo de tristeza empañó sus luminosos y espabilados ojos.

      Se acordó de Dylan y oprimió sus músculos y garganta para impedir que brotaran las lágrimas que pugnaban por hacerlo. Ella no lloraba. Llorar era de tontas, débiles e inferiores.

      La señorita Burton le dedicó una mirada de simpatía por primera vez, por haberla lo que ella creía, defendido. Y la baronesa adoptó un histriónico aire enojado.

      —Ahora resulta que ustedes dos se ponen en mi contra. Me parece muy bonito, señoritas.

      Transcurrieron unos momentos en absoluto silencio en el que los pensamientos de cada una eran acompañados tan solo por el sonido del galopar de los caballos y el traqueteo de enganches y carrocería. Fue la baronesa quien lo interrumpió al tomar de nuevo la palabra:

      —No puedo creer que llamen viejo a mi hermano. Resulta simplemente estúpido, porque como se puede ver yo no soy ninguna anciana, y soy mayor que él, y no os importa cuánto. Soy mayor que él y ya veis mi figura, y todavía tengo pretendientes. Y los tenía en vida de mi pobre Horace. Me llevaba veinte años también, y a pesar de eso nuestro matrimonio fue muy feliz. ¿Y qué os pensáis? Yo tenía dieciséis años cuando me casé. Más joven que vosotras, y todo fue bien. Todo fue bien, excepto porque no llegamos a tener hijos. Pero jamás me reprochó nada y siempre me adoró. Nos quisimos mucho. En cambio, a vosotras casi se os pasa el arroz, no querréis ser unas venerables solteronas, ¿verdad?

      La señorita Burton evitó el contacto visual, no así Jane, que no apartaba aquellos ojos que lo llenaban todo, de la baronesa. Tal vez empatizara de alguna manera con ella, porque le preguntó:

      —Entonces, su matrimonio fue por amor… ¿Qué tenía para que se fijara en él? O ¿cómo la conquistó?

      —Nada de eso, aprendimos a amarnos con el tiempo… Yo tampoco le conocía cuando me entregaron en su casa. Y también fui a mi boda con un completo desconocido, con muchos miedos. Pese a ello, pronto comprendí, que nunca debí tenerlos.

      Jane pareció desilusionada.

      —A mí, Dylan me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores arrancadas por ahí…

      —¿Dylan? —se sorprendió la baronesa.

      —¿Quién es Dylan? —se interesó vivamente la señorita Burton.

      —Nadie. Está muerto.

      Las damas se tragaron su propio murmullo de estupor, y tras unos segundos de indecisión, la baronesa recondujo la conversación:

      —Cuando dice «me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores…», en realidad quiere decir que ese muchacho se le declaró, ¿verdad? ¿O se trataba de un acto de seducción? Es preciso tener el máximo cuidado con los seductores, porque si no, luego suceden tragedias.

      Jane la miró confusa.

      —Yo qué sé. Fue para llevarme al catre.

      La señorita Burton enrojeció como si se hubiese tragado un campo de amapolas entero, en cuanto a la baronesa, quedó presa de un súbito ataque de algo parecido a una tosferina salvaje. La mujer, sacó del bolso un pequeño frasco labrado con motivos florales, cuyo contenido era un líquido ocre. Bebió sin reparo tras lo cual les ofreció a las jóvenes. Mackenzie Burton rehusó, pero Jane cogió el frasquito y se dispensó, lo que ella definió, como un buen lingotazo. Soltó unas risas de colocada y devolvió el frasco a su anfitriona desafiándola desde lo más profundo de su felina mirada. Y añadió:

      —Follábamos como conejos. Qué gusto…

      Las damas se miraron perplejas y horrorizadas.

      —Así que es una perdida, acerté —murmuró la señorita Burton.

      —Criatura —fue capaz de decir al fin la baronesa tras un suspiro—, ¿nadie le enseñó a guardar sus secretos de alcoba?

      Jane se encogió de hombros y soltó una pedorreta. La baronesa la contempló desde un principio de decepción, mientras pensaba que tal vez no iba a servirle ni como criada.

      —¡Exacto! —exclamó