Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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      Miguel Tornquist

      Ladrón de cerezas

      Arquetipos novelados

      Tornquist, Miguel

       Ladrón de cerezas : arquetipos novelados / Miguel Tornquist. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

      Libro digital, EPUB

      Archivo Digital: descarga y online

      ISBN 978-987-87-1982-5

      1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

       CDD A863

      EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

      www.autoresdeargentina.com [email protected]

      Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

      Impreso en Argentina – Printed in Argentina

      A mis hijos

Capítulo 1

      Libre como el viento

      A 5500 metros de altura, corrijo, de insensatez, Salvaje Arregui experimentó los típicos síntomas del mal de la montaña: agudo dolor de cabeza y dificultad para respirar. A 6000 metros, padeció fatiga extrema, mareos y tos con sangre.

      “Debo alcanzar la cima”, pensaba, cuando ya su mente no le permitía pensar. Era consciente de que se encontraba a las puertas de alcanzar el objetivo que se había propuesto durante toda su vida: escalar el Aconcagua, el pico más alto de América, ubicado en la provincia de Mendoza a 6960 metros de altura.

      Era enero. Porque era el único de los doce meses del año en que el frío glacial de la montaña se tomaba vacaciones.

      —Tal vez este sea un buen momento para retornar a la base —dijo Robinson, guía e instructor de alpinismo de alta montaña que lo acompañaba—. Haber alcanzado los 6000 metros de altura en tu primera incursión al Aconcagua es todo un mérito. Muy pocos lo han conseguido. Haremos un nuevo intento el año próximo y alcanzarás la cumbre, te lo aseguro.

      —No hubiera hecho todo lo que hice si estuviera dispuesto a renunciar —arremetió Salvaje a lo alto de un monótono pedrero de rocas congeladas—. La cima está ahí, a la vista, casi que la puedo tocar. Nos encontramos a menos de 1000 metros de distancia y no voy a dilapidar años de esfuerzo por un insignificante mareo y un hilito de sangre.

      Salvaje se había entrenado en procesos de ambientación ascendiendo de forma progresiva distintas cimas para acostumbrar al cuerpo. Se había aclimatado en cámaras hiperbáricas para someterse a una baja presión atmosférica que acelerara el ritmo cardíaco. Se había habituado a la falta de oxígeno. Durante años modificó su base de alimentación asesorado por una nutricionista especialista en deportes extremos que le recomendó una dieta adecuada para enfrentar la altura. Para fortalecer la mente se encomendó a una eminencia en psicología de riesgo, quien lo sometió a fuertes sesiones de alta presión y fatiga mental.

      —Es que no te veo del todo bien —insistió Robinson—, que en tantos años como instructor de montaña podía diferenciar entre un simple mareo y un alud de hipoxia cerebral—. Tus síntomas se pueden agravar y el clima está desmejorando.

      El cielo plomizo y pesado parecía entumecido por dos largos brazos de láminas de bronce que aprisionaban como un cono a la montaña y la zarandeaban buscando expulsar a los pequeños invasores que nada tenían que hacer allí. El frío era tan extremo que los huesos de Salvaje parecían astillarse al hacer contacto con partículas de nieve arremolinadas por un huracanado viento que se desplegaba como en una danza atroz. Una llovizna intensa humedecía los atisbos de confianza que no le sobraban.

      —¡Vos sos responsable, oíme bien, sos responsable de haberme traído hasta acá! —gritó Salvaje enfurecido, señalándolo con un dedo inquisidor—. La culpa no es del chancho, sino de quien le da de comer.

      —Yo no soy tu subalterno para que me hables así. Además, la culpa también es del chancho que acepta un reto para el cual no está preparado —lo contradijo Robinson asestándole un golpe letal a la húmeda moral de Salvaje.

      —¡Estoy preparado para alcanzar la cima! ¡Si no lo estuviera no estaría acá! —lo frenó en seco Salvaje, quien no se permitía abandonar las cosas a mitad de montaña—. El Aconcagua no me va a ver arrodillado, no me va a expulsar como a un boy scout que ante el primer imprevisto levanta campamento y vuelve a casa de mamá con el rabo entre las patas.

      —Muchos hemos alcanzado la cima.

      —Porque la montaña se los permitió.

      —Todo indica que esta vez no lo va a permitir.

      —Justamente ese es el motivo por el que debemos hacer cumbre. Cuando me dan una calurosa bienvenida me voy, pero cuando me echan a patadas en el culo me quedo. Por lo visto, soy una persona contradictoria que pasea la antorcha cuando el fuego está apagado.

      Seguramente la montaña te hará tragar tus palabras, pensó Robinson resignado, aunque no se atrevió a contradecirlo. Salvaje era un hombre implacable y andaba empecinado en colgar la cabeza disecada del Aconcagua en la pared de su dormitorio.

      Salvaje Arregui se dirimía entre un espíritu que lo incitaba a seguir y un cuerpo que lo detenía. El hombre y la montaña, la montaña y el hombre; una lucha despareja capaz de curarle el sueño hasta al hombre más despierto.

      —Tu cuerpo se está muriendo, literalmente, se está muriendo; está experimentando saturación de hemoglobina y ausencia de oxígeno —se inquietó Robinson intentando convencer a un talibán de afeitarse la barba.

      —Dame una razón para quedarme, no me la des para irme —imploró Salvaje.

      —¿Qué significa eso? Vida o muerte, blanco o negro. Nadie más que vos puede decidir sobre tu vida.

      Como cabía suponer, Salvaje andaba emperrado en hacer cumbre, aunque su vida estuviera en juego.

      —Elijo morir antes que renunciar.

      —Un ser tan malditamente obstinado, un aspirante a suicida, no me deja más alternativa que arriesgar mi reputación.

      —Un suicida no aprende a suicidarse; en todo caso gana experiencia en un solo suicidio. Aclaro esto porque respeto a aquellas personas tan libres como para elegir hasta su propia manera de morir.

      —Haremos un último intento por alcanzar la cima. Para naturalizar la presión atmosférica escalaremos únicamente 300 metros por día. En tres días lo lograremos, si no morís antes de un edema cerebral.

      A veces morir te salva la vida, pensó Salvaje. La muerte lo atraía, lo cautivaba como la mantis orquídea capaz de contorsionarse emulando la más bella flor que encandila insectos enamoradizos a su lecho de muerte. Finalmente, mientras se disponía a recostarse a la veda de un risco empinado para recuperar fuerzas y reflexionar sobre su candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires, el sueño lo acostó.

      Por tercera vez en años, Salvaje Arregui se postulaba a gobernador de la provincia de Buenos Aires en representación del Partido Republicano. Aún resonaban en su memoria las dos derrotas anteriores contra candidatos de mucho menor renombre que él, cuya única capacidad se cimentaba en militar en el nebuloso Partido Popular liderado por un ser repugnante que respondía al nombre de Jalid Donig.

      La tercera es la vencida, pensaba Salvaje, aunque comprendía que sus chances de convertirse en gobernador eran tan escasas como alcanzar la cima del Aconcagua. El aparato político del Partido Popular era tan devastador, tan enmarañado en acuerdos partidarios sombríos y tenebrosos que hacían prácticamente imposible el acceso al poder de un candidato que no se subordinara al régimen despiadado de Jalid Donig.

      —Cuando alcance la cima del Aconcagua también alcanzaré la gobernación de la provincia de Buenos Aires; tengo una corazonada —le