Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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Siento que me encuentro en el momento justo para lograrlo y estampar mi sello en la política nacional. Desde acá arriba se ve el mundo diferente. Soy insignificante ante esta montaña, lo sé. Soy efímero y ella es permanente. Pero la verdadera medida para tomar dimensión de las cosas es enfrentándome a lo escalofriantemente poderoso, a lo sublime, a lo majestuoso, a todo aquello que se ríe de nuestra fragilidad y de un cachetazo en el medio de la cara nos pone en nuestro lugar. No estoy desafiando a la montaña, la montaña me está desafiando a mí. Quizá me está cicatrizando las heridas con lamidas de nieve, o me está recomponiendo el alma con este frío inquisidor que atraviesa mis fracasos y me interpela como una mariposa a la fealdad. Alcanzar la cima no me asegura ganar la elección, pero al menos me asegura que la elección no me gane a mí.

      Las palabras de Salvaje se le metieron por las orejas a la montaña. Una pizca de adoctrinamiento flotaba en el aire, una reconstrucción de lo deconstruido. Se caía de maduro que Salvaje necesitaba a la montaña para borrar, de un plumazo, las huellas de su letargo. No buscaba dominarla, pero tampoco pretendía verse dominado por ella. Él desprendía lava por la boca y entraba en erupción de tal manera que la misma montaña se escabullía entre las casas desprevenidas e indefensas ante lo inevitable.

      En un instante, la montaña mostró signos de arrepentimiento, dejó de pegarle patadas en el piso y le tendió una mano para reincorporarse. El viento amainó lo suficiente como para que los huesos desempolvados se recompusieran y un rayo de sol les calentara los sentidos señalándoles el camino hacia la cima. La montaña les enseñaba todo su poder permitiéndoles vivir, pues, si no lo hacía, su poder también moría y se convertía en una simple parábola, un chisme barato alejado de toda veracidad. Su supremacía, toda su superioridad, se hubiera disipado en cuerpos inertes e incapacitados de señalar que el verdadero poder de quien puede matar radica justamente en dejar vivir. Robinson se sobresaltó por la inusitada benevolencia de la montaña que no acostumbraba a bajar la guardia a tan pocos segundos de la campana final. Aprovechando la concesión inusitada, iniciaron el ascenso de los últimos metros que se interponían entre ellos y la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

      Al alcanzar la cima de América y observar el mundo patas para abajo, a Salvaje lo arremetió la serenidad del deber cumplido, el compromiso tachado de la lista, el corolario altisonante de la montaña que se hizo la tonta y miró para otro lado. La misma concesión que los siete mares le sirvieron en bandeja cuando las olas crispadas cedieron ante una embarcación tan insignificante como él en la montaña.

      Ahora se estaba realmente bien. Ya no sentía frío ni ahogo, ni pantalones cortos, ni mamá rezongando desde la rendija de la puerta. Eran solamente él y la montaña, la montaña y él. Por algún motivo las fuerzas de la naturaleza le daban una tregua, le firmaban un cheque en blanco que no ejecutaban al mejor postor. Por algún motivo le permitía seguir viviendo. Pero la condescendencia tenía sus propios límites. Las nubes holocáusticas finalmente desplegaron sus filos de navajas puntiagudas como ajusticiadoras perpetuas de la Inquisición y lo condenaron a iniciar el descenso de inmediato. Segundos antes de iniciar la partida, Salvaje metió la mano en el bolsillo y clavó en lo más alto del risco una banderita con unas letras difusas dentro de un corazón atravesado por una flecha: “Septiembre”.

      Un cóndor sobrevolaba el cielo.

      Robinson lo apuró a bajar. Era una lástima, se estaba tan bien.

      Aires entomofóbicos

      Salvaje Arregui decidió emprender una campaña de comunicación muy distinta a las anteriores. Robinson, su guía de montaña, le sugirió entrevistarse con el asesor en comunicación Rufino Croda, un amigo de la infancia con quien había compartido sus estudios primarios y secundarios en el colegio Santa Trinidad.

      Rufino era un hombre prácticamente desconocido dentro del ámbito político, pero relativamente respetado dentro del ámbito publicitario. Había presidido varias de las agencias de comunicación más relevantes de la época, aunque no había descollado sobremanera en ninguna de ellas, ni había logrado establecerse más de tres o cuatro años en un mismo lugar.

      Era evidente que prefería una buena patada en el culo a un pie sobre la cabeza.

      Cuando se sentía demasiado cómodo en un mismo lugar desajustaba las cinchas y los resortes del sillón para que las tachuelas se le clavaran en el aburguesamiento y lo impulsaran hacia un destino algo más estimulante. Era un convencido de que la verdadera libertad era cambiar el rumbo cuando el viento se aquietaba.

      Todo era efímero en Rufino, hasta aquello que se sobreentendía permanente, hasta sus enredos amorosos cuyo inicio, desarrollo y desenlace eran de cuento y no de novela. Permaneció algunos pocos años casado con una mujer a la que prefería olvidar en una repisa descuidada, pero que le recordaba a sus tres maravillosos hijos. Un día descolgó la camisa de una percha, eludió desempolvar la repisa, desplazó hacia adentro la varilla metálica por el pasador de mano, ajustó las juntas de los herrajes, y decidió divorciarse de ella y del hombre en el que se había convertido a su lado: ciclotímico, melancólico, mezquino, egoísta.

      Había que saber irse porque no le gustaba la imagen que le devolvía el espejo. De todo se divorció, menos de sus tres hijos, a quienes amaba con el alma. Sus rostros angelicales se reflejaban en un charquito de agua cada vez que Rufino observaba el suyo. Porque él era ellos y ellos eran él; una conjunción simbiótica de organismos de la misma especie en una íntima asociación de gotitas de sangre. La simple concepción de pispear el mundo por el que andaban arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón le regocijaba el alma. Eran la bondad en estado puro, la maldad desarmada y despojada de todo absolutismo. Eran incapaces de juzgar al otro y mucho menos de interpelarlos. Intentó ofrecerles una vida perfecta (como si la perfección no fuera imperfecta), negarles nada y permitirles todo, pero sucumbió ante un divorcio complicado, irreversible y complejo, que sacó una versión de él que no reconocía. Por momentos se sentía como un extraño conviviendo en un cuerpo reconocible. Sus hijos fueron espectadores involuntarios de una película de terror protagonizada por dos personas grandes. Es que no toleraba la injusticia, mucho menos cuando lo implicaba. A sus ojos, la báscula de la justicia, al menos en lo que a derecho de familia se refería, se inclinaba indefectiblemente hacia el lado de la mujer, lo cual era previsible porque entre tanto padre que se tomaba el pire no abundaba mucho padre que asumiera su responsabilidad. Pero muchas veces justos pagan por pecadores, aunque el rol de la justicia era justamente echar una red en el agua y liberar, de vez en cuando, una corvina entre tanta bota.

      Harto de que tanta pasa de uva exprimiera la naranja, un día, decidió renunciar a la ambición desmesurada y se arrojó un clavado al vacío; sin redes, ni botas, ni corvinas, ni cheques en blanco, en las hendiduras abruptas de un acantilado de aguas poco profundas llamado Innocence: su consultora de arquetipos de marca. No lo atemorizaban los nuevos desafíos, sino la mediocridad de lo permanente, la figurita repetida, lo que lo anclaba al fondo fangoso y blando de lo que se resistía a ser. Por el contrario, lo estimulaba el cartel recién pintado, las planchas de polietileno con burbujas de aire recién infladas, el corte de cinta, el camino de vuelta al hombre que supo ser: sereno, calmado, generoso, apacible. Lo enardecía la exigencia de deshacerse de ese holograma tridimensional que no lo representaba, que distorsionaba su imagen como en una película fotosensible. Tenía fama de hombre parco, retraído, de pocas palabras y de una timidez hechicera, esa que seduce por oposición a lo que debería expulsar por sustitución. Era tan huraño que el cuidador de un faro de una isla desierta le parecía un ser ameno, abierto y accesible. Lo único que amaba tanto como su soledad era a las mujeres (aunque parece una incongruencia, ya que ambos sustantivos comunes femeninos distaban de coincidir en sus enunciados). Ellas actuaban como la luz del faro que orientaban al bote que se tambaleaba entre aguas tormentosas y era atraído esporádicamente, y por pequeños intervalos de tiempo, a la inseguridad de tierra firme. Amarraba el bote al muelle con un vago nudo de zapatilla de niño inexperto que recién inicia en el arte de atarse los cordones y no consigue sujetarlos con la suficiente presión. Era capaz de convivir extensos períodos acompañado, únicamente, por su soledad, aunque, pasado un tiempo prudencial que se calculaba en semanas o eventualmente en meses, sentía la necesidad de volver a balancearse en un sube y baja oscilante de un