Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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visible porque en la montaña o en el medio del mar nadie me puede encontrar.

      —En eso estamos de acuerdo, pero cuando te encuentren deben encontrar al capitán de la embarcación, no al ejecutivo de saco y corbata que saca chapa por viajar en primera clase. No debés transformarte en el blanco fácil de la falsedad. El expedicionario prefiere encontrar a que lo encuentren, buscar a que lo busquen. Debés navegar mucho más frecuentemente por las arremolinadas calles de la provincia que por las serenas aguas de tu oficina. Ese es tu mar, no este lindo despacho. El territorio inexplorado se encuentra fuera de estas cuatro paredes; en los barrios, en las escuelas, en los hospitales, en las caras desesperadas de los bonaerenses que no llegan a fin de mes. Todos aquellos que te confiaron su voto desplegaron sus alas aguardando el viento de cola. Ese que los llevará a buen puerto, a tierra firme. No seas justamente vos quien arríe las velas de la esperanza que vos mismo les enseñaste a extender.

      —Hasta aquí llegaron tus consejos, Rufino —lo frenó en seco Salvaje—. El concepto de la campaña fue premonitorio: ha llegado el momento de independizarme, de abolir las cadenas que me sujetan al pasado. Con tu ayuda alcancé el objetivo que me había propuesto durante toda mi vida, pero hasta acá llegamos. Fuiste bien recompensado por tu trabajo. Ya no tengo más nada que ofrecerte.

      Por primera vez Rufino lo desconocía. Algo entre ellos dos se había roto, eso era indudable, pero no podía decodificar quién había lanzado la patada temeraria que había fracturado la tibia y el peroné. Y ya no había manera de hacerle comprender que así no llegaría a ninguna parte. En un abrir y cerrar de ojos, Salvaje se había desmoronado como un hormiguero intervenido con ramas y palos empuñados por niños que serpentean la superficie para observar el alboroto de un ejército de hormigas coloradas dispuestas a defender su territorio a cualquier costo sin amedrentarse por el tamaño de su oponente.

      —Debo confesar que no me esperaba semejante asesinato a la racionalidad, Salvaje. Lo que está sucediendo es difícil de tragar, realmente. En todo caso hubiera preferido que perdieras la elección, pero mantuvieras tu esencia. Hubieras sido más feliz. Me cuesta entender cómo un simple cargo público pudo alterar de un día para el otro al hombre desprovisto de formalidad y prudencia. Pero ya no tiene caso rebelarse, no voy a insistir. Te deseo suerte, es evidente que la vas a necesitar.

      Mientras Rufino se disponía a marcharse, Salvaje le puso la mano en el hombro y lo retuvo por unos breves segundos.

      —Quiero decirte una cosa más antes de que te vayas. No quiero que vuelvas a ver a Septiembre nunca más, mucho menos que la asesores en su próxima campaña.

      El tiempo se petrificó en la mente de Rufino y se paralizó aún más el desconcierto que quedó como estaqueado al escuchar semejante aberración. En ese instante lo atropelló un impulso de quitarle las manos de su hombro y hacerle tragar sus palabras, pero lo reprimió. Siendo apenas un muchacho, cientos de esquinas fueron testigos involuntarios de peleas intrascendentes ocasionadas por motivos sin importancia que lo hicieron comprender que el verdadero hombre no es el que busca pleito, sino el que no se acobarda cuando el pleito lo busca a él. Respirando hondo y haciendo un curso acelerado de recogimiento, miró en retrospectiva y comprendió que la alegoría de las hormigas coloradas simbolizaba con exactitud la escena trágica; porque Septiembre representaba al hormiguero, él a la rama y Salvaje a las hormigas coloradas que brotaban como sangre a borbotones y chorreaban el recelo que solo podía cauterizarse con la desaparición indeclinable de Rufino. Sin amedrentarse, se dispuso a agitar la rama y alborotar aún más a los rojizos insectos.

      —¿Qué te hace pensar que podría aceptar semejante despropósito? —preguntó Rufino.

      —Tu integridad moral —respondió escuetamente Salvaje.

      —Lo inmoral es justamente lo que me acabás de proponer. Mi relación con Septiembre se basa simplemente en un intercambio comercial. Ella se mostró interesada en contratarme para su próxima campaña presidencial y yo me mostré interesado en asesorarla. Y debo recordarte que yo vivo de esto.

      Salvaje no logró dilucidar si se refería al dinero o a Septiembre.

      —Con el tiempo se te van a evaporar esas absurdas ideas de la cabeza —dijo verborrágicamente Salvaje.

      —¿Absurdas ideas? ¿Esas que te ayudaron a convertirte en gobernador?

      —Yo no soy Septiembre, Rufino. Los arquetipos no funcionarán con ella.

      —No te imaginás lo equivocado que estás.

      —Es una decisión tomada.

      —¿Tomada por quién? ¿Por vos o por mí? Porque entiendo que Septiembre no fue consultada de todo esto.

      —¡Ni lo será!

      —No me había enterado de que habíamos vuelto a la época medieval.

      —No me gustaría rememorar la batalla de los cien años —lo incriminó Salvaje en un tono amenazante.

      —Por lo visto no te referías únicamente a mi integridad moral, sino también a la física.

      —A ambas posiblemente.

      —Al menos en la batalla de los cien años había dos ejércitos dispuestos a luchar, aquí parece que hay solo uno. ¿Realmente creés que la manera de retener a una mujer es eliminando a su enemigo? ¿Tan baja es tu autoestima, señor gobernador?

      —Demos por terminado el asunto, no quiero volver a verte con Septiembre y se acabó.

      Rufino quitó uno por uno los dedos de Salvaje que aún le aprisionaban los hombros, tomó sus cosas, dio media vuelta y emprendió la retirada. Pero un repentino impulso motriz lo detuvo en la antesala del despacho, lo hizo retroceder sobre sus pasos y plantársele frente a frente. En ese momento le soltó un tremendo puñetazo en la cara que le desprendió el globo aerostático, el Aconcagua, los siete mares y las ganas de medirse el instrumento con él.

Capítulo 2

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