Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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hojas en blanco.

      Arrastrando las zapatillas por la arena y la camisa leñadora a cuadros negros y rojos por la frondosidad de los acantilados, Salvaje se precipitó al estrado en pantalones color caqui erosionados por las inclemencias de una vida lanzada, anteojos negros y un sombrero de ala ancha que lo guarecía del sol que se hundía lentamente en el mar, mientras el mástil de un velero parecía querer sobrevivirlo de alguna manera. Detrás del sol, unas pesadas nubes de amianto parecían precipitarse a la costa como olas gigantes.

      Su tupida barba blanca se confundía con la espuma del mar y su larga melena dibujaba movimientos aleatorios manipulados por el viento. En sus ojos se frotaban miles de peces multicolores que aleteaban de algarabía por reconocer al hijo pródigo que alguna vez se había marchado, pero que finalmente regresaba a casa. Ahora se daba cuenta de qué, en los momentos más determinantes de su campaña, los arquetipos habían actuado como la penicilina que adormecía la ansiedad y la angustia, pero despabilaban a lo legítimo, a lo verdaderamente probado. Parecía como si Salvaje hubiera tomado la mano de Rufino y hubiera garabateado en el aire el discurso que Rufino aterrizó en el papel. Todo estaba en su lugar. Mientras subía al estrado lo atropelló un impulso de alboroto por enfrentar a sus compatriotas con la gobernación al alcance de la mano. El momento había llegado y no estaba dispuesto a desaprovecharlo.

      En toda la playa no cabía un grano de arena más.

      Septiembre se sentó en una silla de madera a escuchar el discurso.

      Queridos compañeros de travesía, empezó Salvaje.

      Al igual que un cartógrafo, me he sumergido cientos de veces, de arriba abajo y de abajo arriba, en el mapa de la provincia de Buenos Aires. Analicé medidas, latitudes, longitudes y datos de los 43 municipios a escala reducida, en dimensiones lineales y dispares llegando siempre a la misma conclusión, a la pregunta recurrente que parece interpelarnos con una respuesta evasiva: no existe una solución aparente para la provincia de Buenos Aires. Un laberinto intencionadamente complejo de callejones sin salida, pasadizos y encrucijadas indescifrables que nos han convertido, por décadas, en una provincia deficitaria e ineficiente, cuando deberíamos destacarnos por brillar como la perla de la ostra, el trébol de cuatro hojas, el zafiro azul recubierto por millones de hectáreas de tierras fértiles y valles fecundos que deberían distinguirnos por una producción agrícola y ganadera capaz de alimentar al mundo. Además, nuestra incipiente industria debería transformar las materias primas en productos acabados y elaborados. Pero nada de eso ocurre. Se preguntarán por qué. Porque los gobiernos que nos antecedieron desgobernaron la provincia en lugar de gobernarla. Nos encolumnaron en naves piratas que nos ofrecían el oro y el moro, pero nos daban mirra. Esa siniestra travesía ha extendido la agonía del pueblo por décadas y décadas, pero ha llegado el momento de hacerla naufragar con un bombardeo de manos en las urnas. Van a hacer doce años que una lluvia de votos se precipitó en la provincia la última vez. Durante tres períodos consecutivos hemos deambulado a la deriva bajo las velas arriadas del Partido Popular que nos arrastraban por los caprichos de las corrientes marinas en una emboscada perpetrada por corsarios que vestían con trajes elegantes, pero ocultaban los parches en el ojo. Olas descomunales, vientos huracanados, hielos desprendidos y profundos fangos de lodo acecharon el trabajo, la seguridad y la salud de todos los bonaerenses. Pero acá estoy, luchando a machetazo limpio contra los bucaneros, contra los corsarios de lo ajeno. Indudablemente extenuado, pero con la fuerza indestructible que me dan sus voces; maltrecho, pero no abatido. Valió la pena el sacrificio porque este mar de agua salada que me cauteriza la espalda, y este mar de gente que me escurre la frente, desplegarán de una vez por todas las velas que nos permitan rescatar a los miles de bonaerenses que se encuentran a la deriva, flotando en balsas amorfas, deambulando sin rumbo fijo, a merced de hambrientos tiburones que mordisquean nuestro esfuerzo y sacrificio y son incapaces de saciar su propia hambre ni de trabajar por su propio sustento. Puedo afirmar, sin ínfulas ni arrogancia, que vamos a arrojar al gobierno actual, que nada tiene de gobierno y mucho menos de actual, a una isla pantanosa en medio de la nada misma y rodeada por esos mismos tiburones que mordisquean nuestra dignidad. El Partido Popular ha manchado con alquitrán las lentes de los binoculares del largo plazo y han cepillado el cristal de la lupa del corto plazo que amplifica únicamente todo aquello que tenemos frente a nuestras narices. Pero no se desanimen, no se rindan, la tierra firme se encuentra a la vista, a unos pocos votos de distancia. Casi que la podemos tocar. Con mis propios brazos les voy a tender un cabo para remolcarlos a la tierra de la seguridad, de la educación, del trabajo y de la justicia que tanto anhelaron nuestros abuelos. Aquella tierra prometida donde el único plan social se debatía entre el sudor de la frente y el cultivo de la mente. No se confíen en gobiernos que se autodenominan populistas y que pretenden ganarse al pueblo con dádivas y limosnas porque en realidad no hacen otra cosa que ponerles un pie arriba de la cabeza. ¡Leven anclas, compañeros! ¡Desplieguen sus velas! ¡Encaucen su embarcación al puerto de la abundancia y la oportunidad! Sean protagonistas de su propio destino. No se queden de brazos cruzados. Llegó la hora de declarar la independencia a la tiranía que nos ha gobernado durante los últimos años y que nos ha dejado desnudos, expuestos, despojados y sin esperanzas. Llegó la hora de abolir la esclavitud que nos cercena la mente y nos encadena a la desesperanza crónica. Y a todos aquellos que no comparten nuestra ideología política les pregunto: ¿Ustedes creen realmente pertenecer al partido que los expulsa? Mírense en el espejo y abracen la imagen que se desprende de él, aunque no se reconozcan, aunque se vean distorsionados, desfigurados, aturdidos. ¡Se acabó el tiempo de las excusas! Son ustedes quienes deben escuchar su propia voz interior. No les pido que tengan esperanza porque la esperanza, a veces, se transforma en una espera infinita. Pero les pido, y no les exijo, que tengan confianza en el capitán de la embarcación que los llevará a buen puerto, a climas menos hostiles. Estas manos ajadas por las inclemencias del tiempo pertenecen a un hombre que ha sobrevivido a las más ingratas tempestades y las ha superado; a un hombre que sabe exactamente lo que va a pasar cuando inicie esta nueva travesía. Y lo que va a pasar el 30 de octubre es que se va a erigir un nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires; uno de barba blanca, larga melena y el rostro erosionado por miles de voces que lo alientan y lo animan a dar la batalla del bienestar general, la salud pública, la educación, la seguridad y la estabilidad económica. Un hombre con las espaldas escaldadas por la injusticia social y el pecho calcinado por la corrupción enquistada en el poder. ¿A quién le entregarían el mando de una embarcación hecha trizas que se desgarra por mantenerse a flote en medio de una impiadosa tempestad que no nos da tregua y nos carcome hasta las tripas? ¿Quién es el capitán? ¿Ustedes conmigo, o ellos con una mujer que pretende comandar la nave con piel de porcelana y manos de museo egipcio que brotan en sangre ante el mínimo roce de un simple cabo? Alcen sus voces en las urnas y acallen los ecos débiles y confusos de las mentiras repetidas que pretenden confundirnos con falsas promesas.

      ¡Le declaro la independencia a la falta de provenir! ¡Le declaro la independencia a la falta de oportunidades! ¡Le declaro la independencia a depender de un gobierno que no les dio nada y les quitó todo! ¡Todo menos la dignidad!

      Al finalizar su discurso, una tormenta silenciosa se desató por el lapso de unos breves segundos, y tapó de arena a cada uno de los cangrejos rojizos que asomaban incrédulos sus ojitos por fuera de los recipientes de agua y comenzaban a hacer sonar sus pinzas y a estrellarlas contra sus caparazones mientras un bullicio ensordecedor se apoderaba de la playa, junto a vítores, fanfarrias y alaridos alborotados que se abalanzaban y se confundían con el bramido del mar. Un viento infrecuente le alborotó los pelos de la cabeza a Salvaje.

      Septiembre se colgó del brazo de Salvaje y un inexplicable alfilerazo en el alma se le clavó a Rufino. Un estremecimiento que jamás había experimentado.

      Tras el recuento final de votos, Salvaje Arregui se consagró como nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires imponiéndose a Micaela Dorado por una distancia mayor de los tres puntos. Tras dos intentos fallidos, un nuevo gobernador asomaba su barba, su pipa y toda su informalidad por el malecón de la provincia.

      Como corolario de una campaña donde un solo avestruz se animó a asomar la cabeza, Salvaje Arregui se consagró como el único candidato del Partido Republicano en obtener una gobernación provincial en la República Argentina, ya que todos los demás avestruces escondieron sus cabezas en la obediencia del partido y