Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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mañana a las dos de la tarde.

      —Se lo haré saber.

      Había algo del encuentro entre Rufino y Septiembre que le daba mala espina a Salvaje. Su lado conciliador decía una cosa, pero su lado contendiente decía otra. Aunque era preciso reconocer que, a esa altura, el encuentro era inevitable.

      Envase y contenido

      Era miércoles. El encuentro se llevó a cabo en las oficinas del Partido Republicano donde Septiembre Del Mar atendía sus asuntos cotidianos. Llovía. Diluviaba, a decir verdad. La cita estaba prevista para las dos de la tarde, pero un asunto urgente retrasó a Septiembre por más de una hora. Rufino aguardó impoluto, sin inmutarse, exhibiendo una absoluta hidalguía, casi un quijotismo en un hombre acostumbrado a lo efímero, a lo fugaz. Finalmente, tras una hora de espera que pareció prolongarse por más tiempo, las agujas del reloj le señalaron el camino al despacho de la candidata a presidenta por el Partido Republicano.

      Se miraron el uno al otro por unos segundos más de lo permitido.

      —Buenas tardes —lo saludó Septiembre sin percatarse del retraso evidente, apretándole la mano y mirándolo con la curiosidad del gato al ovillo enmarañado de lana. Salvaje Arregui había pasado de ser un hilito de humo en la cerilla a un fogonazo inextinguible en un bosque de arrayanes. Y Rufino Croda había sido parte responsable de frotar el fósforo.

      Septiembre era una mujer de una belleza infrecuente, como la de un flamenco verde que a la larga llama la atención porque uno se cansa de ver tanto flamenco rosa… Era de una delicadeza extravagante, esa que solo se puede hallar en la celestial desatención de una madre que se hace la distraída ante los primeros reclamos de su bebé en reemplazarla por un biberón, y de una peculiaridad invasiva que embiste despiadadamente al hombre más distraído, aunque no anduviera buscando pleito. La alquimia de su presencia le revolvía las materias a Rufino y le traspapelaban la física superficial con una química trascendental que nunca había experimentado. Quizá no era su extrema timidez lo que lo paralizaba, sino la inédita sensación de sentirse vulnerable ante una mujer horrorosamente hermosa, con un par de esmeraldas pegadas en los ojos que cada vez que se prendían se declaraba un armisticio entre Corea del Norte y Corea del Sur y cada vez que se apagaban se derrumbaba la bolsa de Nueva York. Llevaba un simple vestido de flores multicolores vaporizadas por el agua de lluvia que se abría paso a empujones por la hendidura de las ventanas indebidamente selladas. A sus cuarenta y tantos años se había convertido en candidata a presidenta de la nación por el Partido Republicano. Quince años antes, contrajo matrimonio con un hombre que intentó pintar de rosa al flamenco verde y que se le escabulló como el dibujo de un niño que no consigue mantener el trazo dentro de los límites de la hoja. Tras cuatro años de divorciada no se le había conocido romance alguno a pesar de los innumerables suspiros que su exótica belleza despertaba entre miles de hombres dispuestos a cautivar a una mujer de rasgos desacostumbrados. Su hablar y su andar acelerado desafiaban las leyes del tiempo y la distancia en las fórmulas del movimiento. A pesar de haber sido concebida con un inconfundible olor a bohemia de barrio, transmitía una sofisticación, un refinamiento y una elegancia que hubieran obligado a la mismísima reina de Inglaterra a inclinar la cabeza para hacerle una reverencia. Estudió en la escuela pública número cuatro de Caballito, a pocos pasos de la casa donde había nacido. Entre patadas en los huevos y escupitajos en el puchero logró sobrevivir a dos hermanos varones que no se percataban de que su garganta adolecía de nuez. De su madre aprendió el ejemplo del trabajo duro y el sudor en la frente, y de su padre que el título de señor no se obtiene en universidad alguna. Al finalizar la escuela secundaria se debatía entre convertirse en maestra jardinera o licenciada en Ciencias Políticas. Su amor por los niños le tiraba fuertemente de la pollera, pero la injusticia la descomponía y la desigualdad la exasperaba. Se discernía entre la obligación moral de tomar cartas en el asunto o la decencia incuestionable de no complicarse demasiado la vida. Finalmente, primó su obligación moral y se graduó sin demasiados honores y con notas promedio en la carrera de Ciencias Políticas de la Universidad de Buenos Aires.

      —Buenas noches —respondió irónicamente Rufino, que ante la presencia de una mujer no se amedrentaba ni experimentaba signo alguno de ansiedad, taquicardia o sudor en las manos. Por algún acto involuntario su cuerpo no balbuceaba, sino que se precipitaba con la convicción de un halcón aleteando al borde del precipicio de una cadena montañosa en busca de su presa. Aunque en este caso, hasta las dos Coreas hubieran podido coincidir en que el depredador podría convertirse en presa en un abrir y cerrar de un par de ojos color esmeralda.

      —Disculpe la demora, Rufino, me vi obligada a atender asuntos urgentes.

      —No hay problema, Septiembre, siempre y cuando demos por concluido este encuentro en el horario previsto. También tengo asuntos urgentes que atender —dijo Rufino ganándose el respeto a machetazo limpio.

      —De ninguna manera —prosiguió Septiembre—. Le ruego que entienda que me han surgido algunos imprevistos que no me permitieron iniciar a tiempo nuestra reunión. Por lo tanto, le pido que la extendamos por el tiempo que sea necesario. Por otro lado, ¿qué puede ser más importante que reunirse con la futura presidenta de la nación?

      —Ir a la escuela a buscar a mis hijos, por ejemplo —replicó Rufino asestándole una bofetada al ego de Septiembre y poniendo en tela de juicio su posibilidad concreta de convertirse en presidenta.

      Un revuelo inusitado de endorfinas se amotinó en el vientre de Septiembre a quien el amor a primera vista le sonaba a infantilismo, pero la atracción a primera vista le sonaba a Rufino.

      —¿Acaso no los puede buscar su esposa? —Clavó una estaca Septiembre hundiéndola en la curiosidad elocuente de una doble intención nada habitual en ella.

      Rufino olió sangre y soltó a los tiburones que comenzaron a nadar en círculos por un mar de imperturbables alteraciones.

      —Hace muchos años me divorcié de mi esposa —respondió Rufino—. Así como un preso condenado a perpetua que tacha con una cruz los días que le faltan para dejar de respirar un aire encerrado, yo aguardo a que los miércoles se desplomen del almanaque para abrazar a mis hijos.

      —¿Y por qué motivo no los abraza más seguido?

      —Porque la justicia no me lo permite.

      —No me diga que es usted uno de esos padres ausentes que se hacen los distraídos a la hora de la manutención sus hijos.

      —Todo lo contrario. El ciento por ciento de la manutención de mis hijos se encuentra a mi cargo. Desde la cuota escolar hasta la casa donde viven con su madre, hasta la obra social, hasta la sopa, hasta los campamentos, hasta las medibachas de lana, las figuritas de Messi y los brackets en los dientes. Y no me quejo. Debo reconocer que nada me infla más el pecho que poder sostener a mis hijos decentemente, aunque me queden los bolsillos desinflados.

      —¿Y su exmujer?

      —Anda con los bolsillos inflados y el pecho adelgazado.

      —¿Acaso la manutención de sus hijos no debería recaer sobre ambos progenitores de igual manera?

      Rufino confirmó con la cabeza.

      —Seguro, pero muchas veces la justicia, al menos en lo concerniente a derecho de familia, se afloja el velo que recubre sus ojos y mira para otro lado para facilitarle la fuga a la mujer —prosiguió Rufino.

      —Me parece muy injusto.

      —Para peor, tras una denuncia falsa por violencia de género, el juez dispuso una medida cautelar de restricción de acercamiento a menos de cien metros de distancia de mis hijos.

      —¡Cómo un juez puede separar a un padre de sus hijos!

      —Nos los puede separar, pero los puede alejar.

      —¿Las medidas cautelares no dependen de la acreditación de la verosimilitud del hecho? —preguntó envenenada Septiembre.

      —Lamentablemente no funciona así. La justicia siempre mira al hombre de reojo. Es suficiente un principio de prueba y un par de testigos que salgan a validar cualquier